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Full text of "Mauro Barboza 2010 El Caballero La Dama Y El Arcipreste"

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Mauro Barboza 


El Caballero, 
la Dama y el Arcipreste 


❖ 

Ediciones Cruz del Sur 



ISBN: 978-9974-8243-5-5 

Título: El Caballero, la Dama y el Arcipreste 
Autor: © Mauro Barboza 
Ediciones Cruz del Sur 

Montevideo, Uruguay 
Abril 2010. 



PRÓLOGO 


He de hilvanar, complacido, unas breves reflexiones introductorias 
a estos tres relatos tan distintos en su género, que Mauro Barboza me 
invitara a prologar. “El caballero, la dama y el Arcipreste” es, hasta 
donde yo sepa, un caso único en nuestra literatura nacional, en el que 
se recrea el mundo español de mediados del siglo XIV, apelando a una 
rescritura del “Libro del Buen Amor” de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, 
intercalándolo con pasajes y personajes de algunas de las obras más 
representativas de la Edad Media española. La evocación de aquella 
realidad de caballeros y rufianes, damas y meretrices, burgueses ricos 
y criados menesterosos, se realiza con jocunda vitalidad; hay escenas, 
como la del torneo caballeresco que abre la primera secuencia del relato, 
que se desarrolla con un realismo de detalles y una acuidad de visión 
que la vuelven imborrable en su dimensión marcial y colectiva. Pero lo 
que parece más valioso en este ejercicio de intertextualidad en el que 
se rescriben textos modélicos de la literatura española, es el espléndido 
dinamismo que cobran ciertos relatos y escenarios que, al menos para 
los legos, hoy en día pudieran adolecer de cierto halo de anacronismo 
en sus fuentes originales. Así, vemos resignificarse y cobrar vida 
singular, a algunos de los episodios más señalados del “Libro del Buen 
Amor”, sentencias del Quijote, decires del Mió Cid, personajes del 
Lazarillo, pasajes de “La Celestina” y versos de Manrique. Todo ello, 
sin perderse un ápice de expectativa ni amenidad en la andadura de las 
historias, o de riqueza y verosimilitud psicológica en los personajes y 
tipos humanos convocados. Asistimos, a través del vivido y misérrimo 
cortejo, al escrutinio del expirante mundo medieval, y a las nacientes 


S 



condiciones socioeconómicas del Pre-renacimiento; esas que harán 
enloquecer poco después a un cariacontecido hidalgo, convertido en 
extemporáneo caballero. En medio de la visión festiva y desprejuiciada 
de la corrosiva atmósfera de este siglo, vemos enlazarse el Libro del 
Buen Amor con el turbio desenlace del Lazarillo, la resblandecida 
moral del clérigo inescrupuloso, los delirios irrisorios del escudero y la 
nueva y consentida situación del picaro de Tormes. 

En “La playa de la Calavera”, se narra una historia policial 
contemporánea que transcurre en un mundo de hampones y 
prostitutas, con buen manejo del suspenso, en el que -según lo 
declara el propio autor- rinde tributo a algunos de sus autores 
preferidos en el género. Pero tal vez lo que le presta mayor valor 
al relato, y a nuestro juicio lo redimensiona, es que esta trama se 
enraba con otra, cuyo desarrollo se remonta a una época de piratas 
y conquistadores. La ucronía del empalme nos asoma a un fondo 
permanente de lo humano, en el que un plano de la acción es la 
réplica perfecta del otro, en el que también se verifica una realidad 
de codicia, de crimen y traición. 

En el tercer relato, el más breve de todos, “La liga”, a despecho 
de lo que el autor declara sobre su interior designio de homenajear 
a los futboleros de barrio y la épica humilde de los clubes chicos, 
nos asomamos a una realidad humana penosa y sobrecogedora. 
La de ese hombre que a través del relato en primera persona, nos 
impone de su yo solitario, aferrado dramáticamente a ese delirio 
empedernido que lo va enajenando del mundo y de los otros; ese 
partido que semanalmente sueña, es el emblema de su realidad 
sentimental vencida, la íntima y suprema compensación a su 
desolada interioridad, a la asfixia de sus días de funcionario gris, a 
su misérrimo modo de sobrevivencia cotidiana. Pequeño antihéroe 
moderno, se aferra a la épica soñada del mediocampo, en la que 
viernes a viernes le va la vida. 

En los tres relatos, tan diversos entre sí, Mauro Barboza hace gala 
de su versatilidad de inspiración, revelando una decantada y vivencial 


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lectura de sus obras predilectas, y una profunda empatia, no solo hacia 
los personajes de ficción que recrea e incorpora a un renovado río de 
vida, sino también al hombre de carne y hueso, los “vivientes” que 
pueblan el territorio de nuestra aventura existencial. 

Juan Francisco Costa. 


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EL CABALLERO, LA DAMA 
Y EL ARCIPRESTE 


I. Banderas y pendones 


Banderas, pendones, címbalos y trompetas, caballeros de 
armaduras brillantes y escudos repletos de cuarteles, palafreneros 
lujosamente ataviados, y en las tribunas damas espléndidas, todas 
pedrerías, colores y plumas en sus ampulosos trajes de fiesta. 

- ¡Paso a los caballeros que van a la arena! 

£1 grito se oía estentóreo mientras algunos criados robustos y 
serviciales abrían paso de malos modos entre el gentío y desde las tiendas 
erizadas de banderas, recortadas sobre el fondo del bosque, avanzaba 
un grupo de caballeros, erguidos sobre sus enormes cabalgaduras, 
bestias de gran talla y casi una tonelada de peso, las únicas capaces de 
soportar sobre su lomo a aquellas máquinas blindadas. Los seguían de 
cerca sus escuderos, quienes portaban solícitamente las armas de sus 
amos, orgullosos de servir a aquellos hombres que eran la flor y nata 
de su tiempo. Para ellos había, también, miradas de admiración de la 
muchedumbre. 

La multitud se iba abriendo y silenciosos, soberbios, sabedores 
de la admiración y el temor reverencial que provocaban a su paso 
avanzaban los caballeros. Nunca se había visto nada igual. Eran 
sobrevivientes de la cruzada, nobles, buscadores del Santo Grial, 
caballeros de fortuna. Castellanos la mayoría, pero también catalanes, 


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aragoneses, vascos franceses, y extranjeros: bretones, normandos, 
lombardos, borgoñeses, todos parecían estar allí. Algunos venían de 
oriente, habían caminado quizás por las tierras del Señor, habían 
estado cerca del Santo Sepulcro, habían visto aquellas criaturas 
increíbles de las cuales se conocía solamente el relato de los viajeros: los 
esciápodos, seres de una sola pierna pero que corrían dando saltos con 
increíble velocidad, o aquellos otros sin cabeza, que tenían el rostro 
empotrado en el tórax, los blemas. Habían visto también los ríos de 
la tierra prometida, habían peleado mil combates contra infieles y 
herejes, habían difundido su nombre y su gloria por todo el orbe 
conocido, habían combatido el mal abatiendo monstruos, endriagos, 
brujos, y malhechores de todo tipo, beneficiando a viudas, huérfanos, 
desheredados y víctimas de injusticias, acá y allá, dondequiera que 
fueran habían sembrado el bien, si se daba por cierto, naturalmente, 
lo que contaban las novelas de caballería. Y allí estaban ahora, en 
Toledo, para participar de un torneo como nunca se había visto en 
el cual el rey de Castilla celebraba su epifanía personal. La presencia 
de aquellos caballeros se veía recubierta para la gente sencilla de un 
halo de grandeza, de misterio y de santidad. Esto último era algo que 
ciertamente la mayoría de ellos no poseía, pero para la gente común, 
para el pueblerío, eran modelo y dechado de virtudes sin mácula. 

Los caballeros se dirigieron a saludar al estrado del rey, donde 
inclinaron la cabeza y la lanza en señal de vasallaje. Luego se acercaron 
a la tribuna de las damas donde todo era alegría, risas y miradas de 
fervor y lascivia. En la punta de cada lanza fue quedando prendido un 
pañuelo perfumado, de colores vivos y encajes, con el cual cada una de 
aquellas damas nobles favorecía al caballero de su elección, y esperaba 
quizás el premio de la victoria. Si alguna no tenía un caballero con el 
cual hubiera concertado previamente la entrega del pañuelo y talismán, 
se apresuraba a colgarlo en la primera pica que le pasaba cerca, temerosa 
de quedarse con el mismo en la mano, triste y desairada. Todo esto 
era seguido rigurosamente por la mirada envidiosa de las mujeres del 
pueblo que no tenían acceso a la tribuna de las favorecidas. 


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Cumplidos que fueron los ritos, a una orden del Maestro de 
Campo, los guerreros se ubicaron en dos filas enfrentadas mientras 
sonaban nítidas trompetas. De repente callaron, hubo un momento de 
silencio y expectación profunda, entonces un pañuelo cayó flotando 
como una sombra blanca desde el estrado del rey y en un instante 
todo fue estruendo y griterío, los caballeros se abalanzaron hacia su 
oponente de turno tan rápido como lo permitían sus rollizas que no 
veloces cabalgaduras, y el combate se extendió por todo el campo. 
Ambas filas se acometieron vigorosamente y cayeron varios caballeros 
con estrépito de lanzas rotas, relinchos y maldiciones muy poco 
piadosas. Varias damas se llevaron las manos al pecho angustiadas al 
ver sus hermosos pañuelos arrastrados por el polvo. Algunos hombres 
se levantaron, maltrechos y sucios, cubiertos de pasto y de tierra, y 
echaron mano a la espada, solo para ser abatidos sin piedad por las 
lanzas de punta roma que ya los arremetían de nuevo sin darles tiempo 
a recuperarse. Luego los que aún permanecían sobre sus cabalgaduras 
se volvieron unos contra otros y se produjeron nuevas caídas, y algunos 
caballeros sangrantes, golpeados, con sus armaduras y cabezas rotas 
fueron retirados presurosamente por sus criados, como podían, algunos 
alzados entre dos o tres, con serio riesgo de ser atropellados por los 
que se acometían furiosamente entre el polvo y la gritería. El combate 
proseguiría, se sabe, hasta que sólo uno permaneciera de pie, ese sería el 
dueño del campo, el campeón, y para él serían la admiración, la gloria, 
el premio y quizás también una noche entre almohadones perfumados 
donde amorosas manos femeninas cuidarían de sus heridas y mitigarían 
el dolor de los golpes con caricias y ungüentos orientales. 

En medio de la confusión, el estruendo y la polvareda, un 
caballero protegido por una armadura que había sido brillante, ahora 
abollada y enlodada, cubierto a medias por una túnica azul desgarrada 
de arriba abajo, se alejó gateando de los cuerpos de personas y caballos 
que se revolcaban en la arena, emergió de entre el polvo y se escurrió 
bajo la barda, metiéndose entre el gentío. Varias manos se tendieron 
solícitas para prestarle ayuda pero las desechó, orgulloso, se puso de pie 


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y con aire displicente, sacudiéndose la tierra con sus manos y afectando 
elegancia para cubrirse con los restos de su colorida túnica, se alejó 
hacia el campamento mientras la gente le abría paso respetuosamente. 

Cuando llegó a su tienda se sentó en un banquito frente a la 
puerta, solitario, los brazos cruzados sobre el pecho, el gesto entre torvo 
y cabizbajo. Poco le importaban la fiesta y el jolgorio. Ensimismado, 
irritado, dolorido, meditaba sobre la terca indiferencia de la diosa 
fortuna, que una vez más le daba la espalda. 

Ya menguaban la exaltación y la grita cuando un siervo, vestido 
con el típico jubón pardo que caracterizaba a su clase, un tanto 
grasicnto y raído por el uso prolongado y la falta de cuidados, apareció 
de repente por la senda trayendo a rastras a un pesado alazán dorado, 
más parecido a un percherón que a un caballo de andar, y en la otra 
un escudo abollado y una lanza partida, de dudosa utilidad ambos. Al 
ver al caballero desde lejos prorrumpió en voces alegres, y echando 
todo a un lado corrió hacia ¿1, solícito. Un traspié lo hizo caer cuando 
llegaba junto al caballero, quien se paró y le colocó un pie encima 
impidiéndole levantarse. 

- ¡Dónde estabas, maldito, mientras yo me jugaba la vida en la 
arena sin duda tú tratabas de seducir a alguna de esas siervas cándidas y 
lujuriosas que poblaban las tribunas, que te vi más atento a ellas que a 
tu deber para conmigo! 

- ¡Me ofendes señor, estaba buscándoos a riesgo de mi vida entre el 
polvo y esos brutos salvajes que arremetían contra todo! ¡En un momento 
estabas ahí, en la arena, gallardo y poderoso como siempre y un momento 
después ya no, os perdí de vista! ¿Cómo salisteis del campo, por dónde? 
¡Sin duda habéis obrado un milagro semejante al de París Alejandro, al 
que los dioses sacaron del campo envuelto en una nube y lo transportaron 
hasta el mismo lecho de la ansiosa Helena! 

-¿Te burlas de mí, villano f ¡Por mis propios medios y a riesgo de mi 
vida, abriéndome paso entre la caballería pude abandonar el campo, y al 
no encontrarte, desarmado, no pude regresar al combate como hubiera 
sido mi voluntad! 


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- ¡Os juro que no señor, os busqué con desesperación, hasta que un 
espectador me dijo que os había visto, creo que usó el término “escabulliros ” 
entre la gente! ¡Lo tomé del cuello, furioso, y le grité “mi señor no se 
escabulle ante nada, ruin plebeyo, algún accidente debe haberle ocurrido, 
cosas de caballero que tú no entiendes”, y luego me vine hasta acá tan 
rápido como pude, arrastrando vuestro caballo, que dicho sea de paso 
se mueve menos que el caballo de Troya, que el pueblo entero tuvo que 
empujarlo para su perdición! 

- ¿Te parece que es éste momento para mostrar tu erudición 
mitológica? 

- ¡Que no señor, es la alegría de veros a salvo lo que me impulsa 
a decir sandeces! ¡Pero dejadme levantar y os ayudaré a quitaros esa 
armadura y a restañar vuestras heridas! 

Reflexionó el caballero que su criado, aunque un canto burlón y 
confianzudo, no tenía la culpa de su frustración, y en lo que se refiere 
a heridas no tenía ninguna, salvo la del orgullo, y el dolor de un buen 
porrazo. Nada grave. Retiró su pie y ordenó, seco: “pues cállate un rato, 
ayúdame con la armadura y luego ve a buscar agua fresca, que de mis 
heridas me ocupo yo”. 

Y tras quitarse la armadura se quedó maldiciendo para adentro 
y para afuera soltando tacos a viva voz. Lamentaba como siempre su 
desdichada suerte, él que se soñaba coronado de laureles, compartiendo 
la mesa de duques y príncipes o reclinado sobre almohadones de 
seda, rodeado de damas hermosas y solícitas que tañían el laúd y lo 
acariciaban con largos cabellos de oro en las alcobas umbrías de los 
palacios. 


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II. Tierra de picaros 


Al día siguiente, al caer la tarde, el Caballero de Lanz, sobre su 
robusto caballo leonado y seguido de cerca por su criado que tironeaba 
de una muía sobre la cual habían colocado la tienda, las armas y otras 
pocas pertenencias, se dirigió a una antigua venta o posada, junto a la 
puente de piedra que está a la salida de Toledo. Arregló con el ventero 
un precio conveniente para sí y para sus animales, dejando a su criado 
que se las acomodara como pudiera. 

- ¡Un lugar en el establo estará bien para él!- dijo-, le bastan una 
manta y un poco de paja en un rincón. Así cuida mejor de las bestias, ¡que 
mi caballo es tal que no lo cambiaría ni por el Babieca del Cid! 

Su criado lo miró con sorna y a punto estuvo de reclamarle los 
sueldos adeudados, pero se contuvo pensando que la bolsa de su amo 
estaba mucho más flaca de lo que quisiera, y que en épocas mejores, 
que no habían sido muchas ni muy próximas había sabido ser mucho 
más generoso. 

Optó por aceptar su suerte, y tras encerrar a las bestias en el corral 
y poner a resguardo las pertenencias de su amo tanteó una moneda 
escondida en un doblez de su camisa y se dirigió a comprar un longaniza 
y un jarro de vino para completar su frugal cena de pan y agua. 

A todo esto el caballero de Lanz, bastante repuesto de sus 
magulladuras, se instaló en el comedor de la venta, extraordinario 
lugar donde se mezclaba un heterogénea muestra de la España de los 
caminos: soldados licenciados, lisiados que decían haber sido soldados, 
sacerdotes, mozas del partido, arrieros, preceptores, comerciantes, 
vagos pendencieros y perdularios, rufianes, comediantes, peregrinos 
y falsos peregrinos, un ciego con su niño guía al que reprendía 
constantemente y sacudía a coscorrones por cualquier cosa, y si alguno 
lo recriminaba por esta actitud respondía contando una serie de 
engaños y tropelías de los que había sido víctima por parte de aquella 
“inocente criatura”, y con esto se reunía a su alrededor un montón de 


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gente que reía y disfrutaba de las anécdotas que contaba y le pagaban 
lo que consumía mientras el niño agazapado a un costado del perverso 
no sabía si reír o llorar; y en fin, también había estudiantes, los peores, 
con sus túnicas sucias y raídas, sus libracos que jamás abrían, siempre 
dispuestos a jaranear y a gorronear todo lo que pudieran. Y ahora se 
agregaba un nuevo personaje, un caballero algo venido a menos que 
contemplaba todo con aire distante y un tanto crítico. 

Cenó sopa de pescado con algunos fideos y un trozo de pan, lo 
único que le permitían sus casi inexistentes recursos, ya hacía varios 
meses que no recibía una soldada decente, que no conseguía un noble 
que lo tomara a su servicio y una causa a la cual seguir, y su participación 
en el reciente torneo no le había reportado más que dolores y unas 
cuantas abolladuras aún por reparar. 

Mientras degustaba lentamente los escasos fideos que pudo 
atrapar en el fondo del plato, paseaba su mirada buscando algún 
mercader con apariencia medianamente adinerada, a cuyo séquito 
quizás pudiera unirse ofreciendo sus servicios como protector en 
los caminos. Así obtendría comida y quizás una módica recompensa 
hasta llegar a otra ciudad, a otro torneo, o a algún marquesado con 
problemas fronterizos donde pudiera tentar una mejor suerte. 

Pero esa noche sólo había un comerciante de sedas de Murcia, 
rodeado por un grupo de gañanes mal entrazados y con cara de pocos 
amigos, que con la albarda en una mano y la pica en la otra parecían 
ser defensa suficiente ante cualquier asaltante de caminos. De todas 
formas no parecían gente con la cual fuera conveniente mezclarse, no 
fuera cosa de ir por leña y salir trasquilado. En estas cavilaciones estaba 
cuando llamó su atención un sacerdote rubicundo , grande de cuerpo 
pero de cabeza y manos pequeñas, de modales alegres y aspaventosos, 
quien devoraba manjares y portaba un laúd atravesado a la espalda, 
a la manera de juglares y trovadores. En nada parecía un sacerdote, 
salvo por la sotana, que había arremangado por encima de la rodilla 
para que no le molestase ni le diera calor mientras comía. Advirtió 
el curita la curiosidad del caballero, y en un momento en que sus 


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miradas se cruzaron alzó su copa y lo saludó con un gesto amistoso, 
casi bonachón. No pudo sino hacer lo mismo nuestro hombre y 
se quedó pensando que en los tiempos que corrían mejor sacerdote 
que caballero. Un instante después entró una anciana embozada 
y cubierta de trapos quién oteó un instante sobre la concurrencia y 
habiendo encontrado lo que buscaba se dirigió hacia el sacerdote, y 
muy lisonjeramente le habló al oído. Pareció satisfecho el sacerdote y 
con expresión complacida metió una mano entre sus ropas y extrajo 
algo, presumiblemente una moneda que entregó a la mujer quien se 
retiró haciendo reverencias, agradecida. Pagó su consumición el monje 
y se dispuso a partir, pero al instante fue rodeado por un grupo de 
alegres comensales que le reclamaban que como podía irse sin cantar 
unas coplas y él que asuntos urgentes lo reclamaban en el obispado y 
ellos que sí, como no, que sabían bien los asuntos que lo requerían y 
que de allí no se iba sin alegrar un poco la velada. Suspiró el sacerdote 
y encogiéndose de hombros, resignado, les preguntó si habían oído 
hablar del combate de Don Carnal y Doña Cuaresma, y ellos que por 
supuesto que sí pero igual querían oír lo que tenía para contar, y que 
venía muy bien con el tono y el propósito de aquella reunión, que no 
querían oír de cosas tristes ni de sacrificios ni de milagros sino de la 
alegría y el goce de los sentidos. Reclamaron silencio a viva voz y tomó 
entonces el laúd y comenzó a extraerle dulces acordes. 

- Muy bien - dijo-, sabréis entonces que se enfrentaron a la hora del 
yantar de un jueves lardero, las vísperas de Carnaval y talfue la batalla 
que tuvieron - y con voz agraciada, afinada en muchas mañanas de 
misales y con un dejo de bon vin, entonó: 

“Yo tenía a don Jueves por huésped a mi mesa, 

Levantóse bien alegre y dijo: No me pesa. 

Alférez de don Camal soy contra esa loca Cuaresma, 

Yo pelearé con ella, del ayuno abadesa. 

Puso en línea delantera peones: 

Gallinas y perdices, conejos y capones. 


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Anades y grullas y gordos ansarones. 

Su lugar ocuparon como bravos campeones. 

Detrás de los escudados venían los ballesteros: 

Gansos, buenos tocinos, costillares de carnero, 

Piernas de cerdo fresco, los jamones enteros. 

Luego detrás de estos los recios caballeros: 

Grandes trozos de vaca, lechonesy cabritos, 

Que saltaban y daban al andar grandes gritos... ” 

Reía y festejaba la gente y el caballero con ellos, aunque se le 
hacía agua la boca al escuchar mencionar tantos manjares, sobre todo 
cuando miraba de reojo a su esmirriada sopa. A todo esto en la voz del 
juglar llegaron las tropas enemigas, compuestas por nobles productos 
del mar: sardinas, arenques, salmones, moluscos, cangrejos, delfines, 
atunes y hasta ballenas combatían por doña Cuaresma, aludiendo 
naturalmente a la ingesta habitual de la Semana Santa: 

*Pelearon un buen rato y pasaron gran pena, 

Si por don Camalfuera don Salmón no la cuenta, 

Pero vino en su contra la gigante ballena, 

Abrazó a don Camal y lo derribó a la arena. 

Los más de sus soldados habían fallecido 

Y los sobrevivientes rápido habían huido... ” 

Y continuaba el sacerdote desgranando sus graciosas coplas y 
aumentaba la algazara, y la batalla se extendía por el campo y por la 
sala, donde los clientes reclamaban a gritos los manjares de los que 
hablaba el juglar, y las mozas yugueras revoleaban sus faldas y jugaban 
su juego, hasta que el sacerdote reclamó silencio y dijo: 


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- Duró esta batalla tres días, y al anochecer del tercero la batalla 
se inclinó definitivamente a favor de quien debía, que así lo quiere Dios: 

"... mandó doña Cuaresma que a don Carnal guardasen 

Y a doña Cecina con don Tocino colgasen. 

Los mandó colgar bien altos, como en una atalaya, 

Y ordenó que a descolgarlos ningún soldado vaya; 

Luego los enhorquetaron en una viga de haya 

Y elpregonero dijo: “Quién mal hizo que mal haya 

Y protestaba la gente a la cual este final no le placía, pero ya el 
sacerdote saludaba con el laúd en alto y se retiraba entre la gritería y 
los aplausos y algún que otro trozo de pan que volaba y se estrellaba 
contra la puerta. 

“Un hombre demasiado camal para ser sacerdote ”, pensó el 
caballero, que había disfrutado más el espectáculo que la cena, y algo 
más reconfortado, pero no más satisfecho, decidió estirar las piernas 
para combatir el entumecimiento y meditar sobre sus próximos pasos, 
que no eran nada sencillos. Se veía sin dama, sin amo y sin blanca, sin 
ninguna guerra en el horizonte, ninguna empresa, nada a que aferrarse. 
Abandonó la posada y se metió por las oscuras calles, resignado, 
pensando que Dios aprieta pero no ahorca y que ya saldría de aquella 
situación como había hecho otras veces. Todavía le dolía el cuerpo, 
pero más le dolía el orgullo por los golpes recibidos en el torneo. 

Una luna blanca y redonda derramaba su lechosidad sobre los 
tejares cuando el caballero llegó a la orilla de aquel hilillo escuálido de 
agua que los toledanos llamaban río. Con la mano en la empuñadura 
de la espada, pues sabía que en dichas márgenes pululaban los 
malhechores, trataba de recordar el camino de regreso. Orientándose 
por el río dobló por una de aquellas callejuelas esquivando charcos de 


* Los textos en verso han sido extractados del Libro de Buen Amor, del Are. de Hita. 


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orines y montones de inmundicias que se apilaban en los canalones, 
hasta que desembocó en una plazuela. De uno de los ángulos de la 
misma, semicubierto por los saledizos y las glicinas, le llegó una viva 
conversación y luego unos gritos de auxilio: u \Favor, favor de la justicia 
que me asaltan /" gritaba un hombre mientras trataba de defenderse de 
dos agresores que no tardaron en someterlo, y mientras uno le sujetaba 
el otro le recitaba una especie de sentencia diciéndole: 

- / Un unto de miera y un tajo de una cuarta en la cara, para que no 
ande rondando mujeres ajenas, de parte del comendador que usted conoce 
y que no mencionamos por motivos del honor! 

El caballero echó mano a le empuñadura de su espada y la 
extrajo a medias de la vaina, normalmente se hubiera interpuesto en 
el acto, pero esta vez titubeó: aunque no le gustaba la impunidad ni 
la catadura de aquellos esbirros, acechar mujeres ajenas tiene su costo, 
y el que lo hace sabe a que se expone, en un país en el cual el honor 
era más importante que la verdad, la justicia y la vida misma. Estaba 
por empujar nuevamente su espada hacia abajo cuando escuchó 
claramente la voz del asaltado: 

- ¡Caballeros, favor, acá hay una equivocación, soy un sacerdote, 
un arcipreste, os habéis confundido, además tengo algo de dinero en mi 
alojamiento, llevadme allí y aunque soy inocente con gusto os lo daré si no 
me hacéis daño, y Dios y la Iglesia os lo reconocerán como un gran servicio, 
y sin duda ganaréis mucha indulgencia y...! 

- ¡Basta- dijo uno de los tahúres-, que nosotros también tenemos 
honor y cumplimos nuestras obligaciones como el que más y no 
defraudamos a quien nos paga, que cumplir hoy hará que tengamos 
trabajo mañana! 

Un relámpago iluminó la memoria del caballero quién reconoció 
la voz del juglar que lo había divertido un rato antes en la taberna. 
Recordó su gesto amistoso, su risa gozadora, su rostro rubicundo que 
denunciaba a un hombre dispuesto a disfrutar de todos los placeres 
de la vida y mucho más inclinado al goce terrenal que a ganarse el 


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Paraíso prometido. Se dijo que un hombre así, aunque pecador, no era 
esencialmente dañino y no merecía esa suerte. 

Cuando ya uno de los esbirros tomaba impulso con un balde 
repleto de una sustancia maloliente con la cual pretendía bañar 
al pobre hombre y el otro esgrimía la navaja vengadora, y nuestro 
personaje acorralado, gimoteaba y se cubría como podía, apareció el 
caballero que con su salto y dos certeras estocadas derribó el líquido 
inmundo y la navaja rufianesca por los suelos. Dos estocadas certeras 
dejaron indefensos a los malhechores, tomándose cada uno su mano 
cortada y sangrante, lo miraban atónitos a la luz de la luna. 

- ¡De donde diablos sale éste y quién es!- apuntó uno. 

- ¡Señor- agregó el otro-, éste no es vuestro asunto, este hombre 
que se dice sacerdote de Dios enloda el nombre de un honrado caballero 
aprovechando su ausencia para ofender a su dama con propuestas 
deshonestas, sólo queríamos darle lo que merece! 

- ¡Pues por lo que oí tampoco es vuestro asunto, a menos que recibir 
dinero para atacar a un hombre desarmado sea una cuestión de honor, 
y decidle a ese tal comendador que quien fue a Sevilla perdió su silla, 
y poco importa ahora además, porque yo no permitiré que dañéis a este 
hombre indefenso, y basta de palabras yfuera ya antes que termine aquí 
lo comenzado! - y dicho esto revoleó la espada sobre la cabeza de los 
malandrines que huyeron despavoridos, aunque ya lejos y protegidos 
por las sombras prorrumpieron a voz en cuello con amenazas de todo 
tipo y otras palabras que más vale no repetir. El caballero prefirió no 
responder y en vez de eso se dirigió a su ñamante protegido: 

- ¿Estáis bien ? Pero decidme, ¿qué clase de sacerdote sois? 

- De los que se usan, caballero. Contad desde ya con mi 
agradecimiento, pero decidme, ¿os conozco? 

- Si aguzas la memoria y la vista quizás me reconozcas, me viste 
hace un rato en el mesón donde ambos yantábamos, y vos nos entretuviste 
con algunas coplas. 

- ¿Ah, eras el caballero de la sopa de pescado ? Me llamaste la atención 
porque eras el único que portaba espada de caballero y por lo frugal de 


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vuestra cena, perdonadme que os diga, y pensé que vuestra fortuna no es 
la que quisieras en estos dios... a menos que seas una especie de eremita, 
alguno de esos locos, ¡perdón quise decir santos buscadores del Grial! 

- La verdad es que estoy más cerca de vuestra primera reflexión que 
de la segunda... pero no me quejo, que no es de caballeros, ¡esta vida que 
llevamos tiene sus altas y sus bajas, que hoy estamos en el llano y quizás 
mañana nos veamos en la cúspide de nuestra gloria! 

- Asi sea- dijo el sacerdote-, y ahora es mejor que nos alejemos, y 
rápido, antes que regresen esos rufianes con más gente de la Corte de los 
Milagros, ¡y os advierto que esos no bromean, y son muy peligrosos! 

- ¿ Corte de los Milagros? Curioso nombre, ¿qué clase de corte es ésa? 

- ¡Una corte de harapientos donde los ciegos ven, los sordos oyen, 
los paralíticos caminan! ¡Y si eso fuera todo! Tienen su rey, sus capitanes 
y un escuadrón de rufianes dispuestos a todo por un precio, y se juzgan 
muy honrados porque nunca dejan de cumplir con sus contratos. Tienen 
todo estipulado y por un unto de miera y un tajo en la cara deben cobrar 
sus buenos ríales, y en el cumplimiento de lo pactado está su prestigio en 
juego, por lo que es mejor que abandonemos las calles,¡y rápido, antes que 
vuelvan con más gente! 

- No le temo a rufián alguno- contestó el caballero-, de todas formas 
ya casi llegamos, ya veo las luces y oigo el ruido de la posada, no sería mala 
idea que el ventero mandara callar, que ya es sobrada la hora del retiro... 

-Escuchad, caballero... 

- Alvaro de Lanz es mi nombre, ¿y el vuestro? 

- Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, para servirlo. Os propongo algo, 
quizás vuestra fortuna esté empezando a cambiar, no os ofrezco gloria ni 
dineros, pero si me escoltas a Hita serás mi huésped durante el tiempo que 
quieras, y no os faltará nada. 

- Pues, un camino me da lo mismo que otro, y como no conozco esa 
villa que mencionas, acepto gustoso, ¿y cuándo partiremos? 

- Antes del amanecer, nos conviene a ambos poner tierra por medio, 
¡que un caballero como vos no tiene miedo a nada ni a nadie, pero no es 
inmortal ni invulnerable, y estos ruines son muchos y traicioneros! 


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- Así se hará- contestó don Alvaro de Lanz-, partiremos una 
hora antes del amanecer, que tampoco conviene a mi rango caballeresco 
contender con rufianes sin blasón y sin ley. 

De esta manera quedaron concertados y una hora antes del 
alba tomaron el camino de Hita, el caballero sobre su descomunal 
cabalgadura, el sacerdote sobre una jaca mansa y baja de cruces, y 
Florisbelo, el escudero, en el sufrido mulo, profusamente cargado. 

En un alto del terreno se volvieron a mirar la ciudad de Toledo, 
que despertaba a un nuevo día. 

- ¡No volveré a hacer este camino si no me traen de viva fuerza 
como la otra vez, muchos y poderosos enemigos dejamos atrás!- expresó 
enfáticamente el Arcipreste, quién había tenido que comparecer 
ante un tribunal eclesiástico y había estado preso algún tiempo en esa 
ciudad, por entonces capital de Castilla. Pero esa es otra historia. 

- Yo tampoco- dijo el caballero-, Toledo no me ha dtjado buenos 
recuerdos ... 

-Niyo- se sintió obligado a decir Florisbelo-, porque,porque...- y 
no se le ocurrió nada. 


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III. Donde el Arcipreste nos cuenta una 
divertida historia 


£1 sol ya estaba alto cuando el caballero, aburrido, rompió las 
meditaciones en que iban sumidos, salvo Florisbelo que roncaba 
estrepitosamente a lomos de su muía. 

- Contadnos vuestro asunto, ¿por qué quería esa gentuza cortaros 
en tiras, quién los mandó? ¿Es cierto lo que decían, que sos de los que 
andan rondando mujeres ajenas?- inquirió - Y no te enojes ni me tomes 
por indiscreto, el camino se hace largo, una buena historia lo acortarla 
bastante... 

- ¡Mujeres ajenas y un demonio!- vociferó exaltado el Arcipreste, 
con lo cual despertó al escudero, y luego bajando el tono y santiguándose 
agregó- Perdón Señor por esta blasfemia. ¡Ah, no saben vustedes la 
historia de lapobrecita, abandonada durante largos meses, hambrienta 
de afecto, ¡y ni siquiera es la esposa de ese canalla, que también la 
tiene abandonada, que por atender a dos no atiende a ninguna! ¡Es su 
barragana, que el que tiene dineros, hace lo que quiere! Y ahí andaba 
la infortunada, mustia y abandonada; el cielo sabe que quise resistir la 
tentación, aquella bella y tierna palomita que quizás el mismo Jesús puso 
entre mis manos, pero era tanto su sufrimiento que el deber cristiano me 
obligó a darle consuelo...- dijo esto con expresión contrita y se santiguó 
mirando a lo alto como corresponde a un cristiano de ley. 

Le soltó un capirotazo el caballero a su ayudante una fracción 
de segundo antes que este dejara escapar una villanesca e insolente 
carcajada, se ahogó el escudero en su propia risa, y protestó 
sonoramente: 

- \Ay, ay, ay! ¿Qué haces señor caballero, que mosca os picó? 

- ¡A mí no, a ti, ingrato, que tenías una hormiga león en la capucha, 
presta a picarte en el cuello! ¿Recuerdas lo que pasó la otra vez, que te 


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hinchaste como un sapo? ¡Otra picadura y no lo cuentas, así que calla y 
agradéceme! 

Se quedó mirando desconfiado a uno y otro lado Florisbelo 
mientras se acariciaba la cabeza y prosiguió el caballero, dirigiéndose 
al Arcipreste: 

- ¡Yen qué circunstanciasfuiste descubierto, cómo llegó a oídos de su 
protector vuestro asunto, si estaba siempre de viaje? 

- De la forma más curiosa que puedas imaginarte- contestó el 
Arcipreste-, y por la obligación que os tengo y para amenizar el camino lo 
voy a contar, a riesgo de que os parezcan graciosas las circunstancias que 
casi me cuestan la vida... 

- Os escucho. 

- Bien, un rico comerciante al que llamaremos Pitas Payas, por 
darle un nombre, que yo soy persona discreta y no me gusta airear las 
miserias ajenas, que yo también soy hombre y soy pecador, y como la oveja 
descarriada... 

- ¡Conozco la historia de la oveja descarriada- le interrumpió 
el caballero, pues el Arcipreste se iba por las ramas-, mejor contad la 
vuestra, que ya me habéis intrigado! 

- Pues este comerciante que os decía se fue de viaje de negocios a 
Flandes, y tardó casi dos años en volver. ¡ Tenías que ver cómo languidecía 
la pobrecilla! Triste y ojerosa llegó a mí con sus confesiones; es ella de 
naturaleza dulce, pero apasionada, y tiene una viejaguardiana, viuda de 
un soldado, que no la deja ni a sol ni sombra, y va con el cuento a su amo 
el burgués de todo lo que ocurre en su ausencia! Sus únicos paseos eran a 
la Iglesia y a la confesión, siempre con aquella sombra a su espalda, y no 
podía ella deshacerse del pesado yugo porque la pobrecilla carece de toda 
fortuna, y délo que el comerciante ministra medran ella, su madre y sus 
hermanos... 

- Pesada carga sin duda- dijo el caballero-, ¿y cómo se inició vuestra 
conversación, viviendo ella en Toledo y vos en Hita? 

- Llegó ella a Hita para visitar una tía suya, siempre con su doña 
guardiana a la vera. Como corresponde a una buena cristiana fuese a 


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la iglesia a misa y a confesarse. Fue verla y quedar impresionadITde su 
belleza, oírla y sentirme prendado de su inocencia y demás cualidades, 
dime cuenta de su sufrimiento, que no era ella mujer para estar 
encerrada. No os contaré las cosas que me dijo, porque como sacerdote 
estoy obligado por las leyes de Dios aguardar el secreto de confesión, pero 
os diré que comenzó a venir con frecuencia, y sus palabras eran cada vez 
más apasionadas y expresaban más necesidad, el confesionario se me 
tornaba una cámara de torturas, subíanme el calor y los colores... en 
resumen, hombre soy, y habiendo practicado una puerta disfrazada en el 
confesionario, un día del que no me arrepiento confesóla en mi recámara 
con abundantes abluciones, mientras su dueña la aguardaba en la iglesia 
... Vínose al tiempo ella a Toledo y yo detrás, y eso es todo, o casi todo... 

-¡Casi todo!- expresó asombrado Florisbelo-, ¿es que hay más aún? 

- Lo hay- contestó el Arcipreste-, ¡y precisamente en lo que falta 
radica la mayor curiosidad de la historia! 

-¡Oigamos pues!- replicaron a un tiempo caballero y escudero. 

- Pues bien, como os decía partió don Pitas por negocios a Flandes, 
y poco antes de partir el adúltero y traidor, celoso de la belleza yjuventud 
de la niña hizo llamar a un viejo pintor de miniaturas y diciéndole a 
ella que quería dejarle un recuerdo que no se borrara con el tiempo de 
su ausencia, le hizo pintar un corderillo en el estómago, sí, como oís, 
un tierno corderillo en tintas azules y oro. ¡Ah, nunca se vio moverse 
corderillo alguno con tanta gracia como lo hacia aquél, yo le hacía 
cosquillas y el corderito saltaba en aquella blanca pradera y parecía 
querer refugiarse juguetón en el bosquecillo umbrío! Pero solo advertimos 
el artificio cuando el corderillo, por efecto del roce y frotamiento empezó 
a borrarse... allí estaba la prueba del hecho, ¡ah canalla, que eres como el 
perro del hortelano! 

Disfrutaban mucho el caballero y su escudero con el cuento del 
sacerdote y le instaban a continuar. El arcipreste por su parte, viendo 
el éxito de su historia no podía contener su naturaleza de juglar, y 
continuó lo más animadamente que podía, con palabras y gestos. 


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- Borróse pues el corderilla y hecho el daño perdimos reparo de ello 
y nos olvidamos del dichoso animalillo. Pero he aquí que toda dicha 
tiene su fin, anunciáronle un día a mi amada que su carcelero estaba 
a las puertas de la ciudad, escuchar esto y acordarse del corderilla fue 
una sola cosa, salió disparada hacia la casa del pintor y le ordenó que le 
pintara un cordero exactamente igual al de un año atrás. Pero estaba el 
viejo algo senil, y ya no se acordaba de los detalles, ¡asi que en vez de un 
cordero pintó un camero con sus cuernos bien cumplidos! ¡En sus nervios e 
impaciencia olvidó ella toda precaución, y en cuánto pudo corrió a su casa, 
dónde llegó con el tiempo justo para meterse en cama simulando estar con 
calenturas! Llegóse el comerciante que antes de ira la casa matrimonial 
donde le aguardaba su vieja, fuese directo a la casa de su mantenida. Le 
recibió ella con grandes muestras de alegría y con reproches por su larga 
ausencia. Pienso que alguien le había llenado la cabeza en el camino, 
porque arrimóse a la cama casi sin decir palabras, echó a un lado las 
cobijas y exigió ver la pintura de marras. Grande fue su sorpresa al ver 
aquellos enormes cuernos: cómo es esto - exclamó furioso-, que yo dejé 
cordero y al volver encuentro camero?". Cayó ella en el error y más que 
rápido contestó: “¡Señor, habéis tardado casi dos años en tomar, fuerza es 
que en ese tiempo la cría se hiciese adulta, el cordero se volvió camero!”. 

Reían a carcajadas y sin recato alguno el caballero y su mozo 
ante esta anécdota, el arcipreste los acompañó al principio, pero luego 
comenzó a amoscarse pensando que sus compañeros se burlaban de 
él, por lo que contuvieron su risa y le rogaron que contase el fin de la 
historia. 

- Y... el final es el que viste y participaste tú, ¡y acá estoy yo de 
regreso a Hita, apartado de mi amada y bajo amenaza de un gran daño 
si quisieran mis malandanzas llevarme de nuevo a Toledo! ¡Por suerte 
en mi tierra tengo reparo y amigos y hasta allí no me seguirán estos 
malvados!... pero mucho he de extrañara mi amada, que no hay en todo 
el reino mujer como ella: más bien baja, ancheta de caderas y con un 
rostro tan alegre como gracioso, que esas son las mejores, acordaos de lo 
que os digo. 


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- Paciencia, -dijo el caballero- que sin duda en Hita encontrarás 
quien te consuele, ¡si no lo tienes ya! ¡Ypuesto que las anécdotas como la 
redente corren rápido y son las más disfrutadas de todos, creo que algún 
día los hombres engañados por sus mujeres serán llamados “cornudos", 
gracias a vos! 


IV. Camino de Hita 


Esa noche pernoctaron bajo Unos arbolillos, donde hicieron 
fuego para asar unas salchichas, acompañadas por un tinto nada 
despreciable, todo esto proporcionado por el arcipreste, naturalmente. 
Antes de dormir charlaron largo rato. El caballero se mostró un tanto 
reticente al principio, pero a impulsos del vino terminó por confesar 
que se llamaba Alvaro Bercells, que provenía del municipio de Lanz, 
en la Catalunya, y que era un segundón, hijo de un hidalgo, quien lo 
había entrenado en el uso de armas, pero no le había legado título ni 
bien alguno, y que había obtenido su condición de caballero por su 
desempeño en un enfrentamiento con los moros cerca de su villa natal. 
Había concurrido a ese lugar para ponerse al servicio del Conde de 
Barcelona que había llegado allí al mando de una tropa, y llegó justo 
en el momento en que los catalanes se veían asaltados por una partida 
de moros bribones que habían invadido secretamente el condado. Se 
quedó un rato mirando en que quedaba el combate hasta que desde 
su escondite entre los árboles pudo ver como un moro se infiltraba 
detrás de las fuerzas cristianas y se acercaba al distraído Conde con la 
intención de ultimarlo por la espalda. Vio la situación aparejada a su 
gusto y fue entonces que apareció como por encanto y con un lanzazo 
derribó al artero enemigo salvando así la vida del Conde. Nadie le 
preguntó donde había estado durante la escaramuza, el mismísimo don 
Ramón de Berenguer, Conde de Barcelona, le agradeció efusivamente 
su providencial aparición y su heroísmo, y terminada la contienda lo 


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llamó a su tienda, y allí, delante de toda su gente, en el momento más 
glorioso de toda su vida le dio un espaldarazo y le llamó Caballero de 
Lanz, título que llevaría orgullosamente hasta el último día de su vida 
y trasmitiría a sus descendientes, si los tuviera. Pero después de haber 
servido un tiempo a sus órdenes su ingrato señor lo había olvidado, y 
resintiendo su oscura condición de ladero sin futuro se había echado 
a los caminos en busca de mejor suerte, y había servido a más señores 
y con menos fortuna de la que quisiera, hasta que sus pasos lo habían 
llevado a ese día y a ese lugar. “Ya mí con él” dijo Florisbelo, agregando 
que no le disgustaba aquella vida de los caminos, y la prefería antes que 
ponerse al servicio de algún molinero o carnicero y terminar sus días 
tristemente sin haber conocido mundo y habiendo trabajado para el 
enriquecimiento ajeno. Que también esperaba el favor de la Fortuna, 
pero mientras tanto seguía en aquella vida más seducido por el 
nomadismo y la falta de responsabilidades que por un premio concreto 
que nunca llegaba. Que no era un servidor cualquiera, que había hecho 
estudios en un monasterio benedictino en el cual lo habían recogido 
cuando niño por carecer de padres y abrigo, y tenía sus conocimientos 
de latín, historia y hasta de mitología, que uno de aquellos monjes que 
se pasaban el día copiando textos antiguos cuando llegaba la hora de 
la cena solía narrar cuentos que en los libros antiguos encontraba, 
y como niño que era todo aquello le había quedado prendido en la 
memoria. 

- Y como me vieron despierto y de ingenio quisieron que tomara los 
hábitos, razón por la cual un buen día hice mi bultitoy me mandé mudar 
sin despedirme. Fui mozo de cuerda, comediante de la legua, acemilero, 
y acá estoy en los caminos, esperando que llegue el día en que el de allá 
arriba se acuerde que existo... 

- Pues ya cambiará mi suerte, y con ella la tuya, que al cabo de la 
soga está el caldero - le interrumpió don Alvaro, y luego instó a donjuán 
Ruiz a que hiciera lo propio, contando de dónde provenía, su carrera 
y fortuna, etc. 


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- No hay mucho que contar- contestó el interpelado-, tengo una 
canonjía en Hita, la que compré con mucho esfuerzo, aunque ando por 
todos lados, cumpliendo mi misión evangélica... 

- Misión que llevas a cabo ayudado con un laúd, por lo que veo. 

- La música ayuda, soy un trovador, y no de los peores; canto aJesús, a ¡a 
Virgen, a los sentimientos cristianos ¡y también a los pecadores, que todos somos 
humanos, y la tolerancia y la caridad son los sentimientos que más aprecia Dios! 

- ¡Amén!- dijo el caballero- ahora, para cerrar la velada, ¿qué tal 
si nos mostráis algo de vuestro arte? 

- ¿Ypor qué no?... ¿decís que la anécdota del cordero que se volvió 
camero es tan donosa como discreta? Pues bien, mejor que la cuente yo 
antes que otro cualquiera. A ver si por aquí vamos, que os parece...- y 
tomando el laúd encabezó su historia: 

- “Este es el ejemplo de lo que aconteció a don Pitas Payas, pintor 
de Bretaña”. 

-¿Cómo pintor, que no era comerciante de telas, y nativo de 
Toledo?- interrumpió Florisbelo, asombrado. 

- iDeja, necio, que debo acortar y disfrazar la historia, si quiero alejarla 
de mí, y escucha lo que sigue sin interrumpirme, que a un artista no se le 
corrige con verdades!- y esto diciendo, comenzó a desgranar festivos versos: 

“Del que a su mujer olvida te contaré la hazaña, 

Si creyeras que es burla, cuéntame otra patraña. 

Era don Pitas Payas un pintor de Bretaña, 

Casó con mujer joven, ufano de tal compaña. ”' 

Y con ésta y otras coplas se fueron entreteniendo hasta que los 
ganó el sueño. 


(*) La historia de Pitas Payas, comerciante de Bretaña, pertenece al Libro de Buen 
Amor y su inclusión en este relato obedece a la intención de exponer mi convicción de 
que la expresión “cornudo"para referirse al marido o amante engañado se origina en 
este episodio narrado en verso por Juan Ruis, Arcipreste de Hita. Pasó al sur de Italia 
en el siglo XVI, cuando la dominación española, y de allí al mundo. 


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V. Días tranquilos en Hita 


Llegaron sin contratiempos a Hita, y se alojaron en casa del 
Arcipreste, a un costado de la iglesia, una casa amplia y cómoda 
que ocupaba toda la esquina. Allí comían y bebían copiosamente el 
Caballero y su escudero, y dormían largamente en camas mullidas, 
desquitándose y muy bien de la frugalidad y penurias pasadas. 

- < Todavía existe la puertita de marras, la que permite el paso 
directo del confesionario a vuestra alcoba?- preguntó un día curioso don 
Alvaro mientras roía una pierna de cordero. 

* ¡Existe, pero no se usa, que esa puerta fue abierta para una sola 
persona, y me harías gracia si no lo repetís mucho, que la gente oye y 
murmura, y para peor el arzobispo no me mira con mucha simpatía!- 
dijo amoscado el arcipreste. 

- Asi se hará, no os preocupes, que soy hombre de honor- respondió 
el caballero, dejando a un lado el hueso para empinar una jarra de vino. 

Y con esta y otras razones transcurrían plácidamente sus días y 
sus noches sin otra preocupación que comer, descansar y pasear un 
poco para estirar las piernas. 

Un mediodía, no mucho tiempo después, golpearon quedamente 
a la puerta y acudió presto el Arcipreste, regresando un instante 
después acompañado de una anciana. Era ésta algo encorvada, miraba 
de costado como perro apaleado, y una sonrisa de conveniencia y una 
inclinación de cabeza acompañaron su entrada. La impresión general 
provocaba desconfianza, pero no condecía esta imagen con la actitud 
del dueño de casa. 

- ¡Esta es mi vieja, mi luz, mi embajadora y mi consejera!- exclamó 
entusiasmado el cura- ¡Ella es quien derriba las barreras de la hipocresía 
y revela la verdadera naturaleza humana, con todas sus virtudes y 
debilidades! 

Coligió el caballero que se trataba de una alcahueta, pero hizo 
una cortés reverencia y se presentó: 


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- Don Alvaro Bercells, Caballero de Lanz. 

- ¿Un caballero?, me siento honrada- dijo la vieja, y agregó- Me 
llamo Urraca, pero me conocen como Trotaconventos, porque voy de 
iglesia en iglesia, de convento en convento, y a todos, monjes y monjas, 
nobles y plebeyos, jóvenes y viejos sirvo por igual Consideradme vuestra 
servidora. Y ahora, si me disculpáis, debo hablar un momento a solas 
con el arcipreste, traigo importante noticias de un asunto que sólo a él 
atañe, es una cuestión delicada que tiene que ver con su ministerio...- y 
llevándose al cura a un costado cuchicheó un instante con él, quien 
realizaba manifestaciones de viva aprobación y reía, satisfecho. Poco 
después despidió a la vieja, no sin antes meter en su bolsa una buena 
porción de carnero, una botella de vino y una hogaza de pan. Volvió 
luego a sus contertulios con expresión por demás alegre. 

- He de dejaros, con perdón, que un importante asunto me reclama, 
este ministerio no tiene horarios- dijo. 

- Pues no debe ser un asunto muy espiritual, si como interpreto la 
señora Urraca, o Trotaconventos, es una alcahueta - acotó el caballero. 
Me imagino los asuntos que se trae. ¿Debéis quizás consolar a alguna 
viuda, a alguna esposa abandonada, a alguna huérfana de la fortuna? Y 
decidme, ¿tenéis una tercera aquí y otra en Toledo? 

- Estas viejas son maravillosas- dijo el interpelado-, *a las duras 
peñas promoverán a lujuria si se lo propusieren ”. Todo hombre debe tener 
una ayudante tal. He visto vuestra mirada, no la desdeñes, es ella un 
manantial al que quizás tengáis que ir a beber un día... Y en cuanto a lo 
otro, confiaré en vuestra palabra y discreción- continuó ufano, ya que su 
contento le volvía tan comunicativo como imprudente-, se trata de una 
viuda joven, cuyo nombre me guardaré. ¡Quedó sin marido y sin amparo 
ha poco tiempo, y sus familiares no encontraron otra solución para mejor 
preservar su honor que encerrarla en un convento, y llora todo el día la 
pobre, pues nada tan ajeno a su naturaleza y voluntad! ¿Decidme si no es 
caridad cristiana concurrir presto a auxiliarla ? En suma que me concertó 
la vieja un encuentro para esta tarde con esta desconsolada mujer. Se 
hará en su casa, sitio recóndito y escondido, muy conveniente por cierto 


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a su decoro y al mío... le pago bien, ¡que es justo que cada uno viva de su 
trabajo y éste es el suyo! 

- Veo que sos incorregible, y que dar cristiano consuelo a mujeres 
solas es vuestra especialidad- dijo el caballero- ¿y que haremos nosotros 
mientras tanto!, ya comienza a aburrirnos la blandura de esta vida... 

- ¿Queréis volveros al camino? Pues ahí lo tenéis- dijo desde la 
puerta el sacerdote-^ si no, pasead por elpueblo y buscad una ocupación 
que os acomode. Por el arroyo arriba hay un sitio donde lavan la ropa 
jóvenes mujeres, vos sos un caballero, con vuestra apariencia y un poco de 
labia conseguirás quizás lo que necesitas, ¡y sin tener que abrir la bolsa! 

- ¿Y cómo sabes vos lo que yo necesito?- contestó algo irritado don 
Alvaro. 

- No es tan difícil saberlo, por dos cosas trabaja el hombre, una es 
por haber mantenimiento, la otra es por haber ayuntamiento con hembra 
placentera. No temo errar en esto, y adiós. 

Un rato después salió el caballero, pero solo para contrariar 
al arcipreste no se dirigió al arroyo, sino a la iglesia de Santa María 
a oír misa. Quién oficiaba era el sacristán, ya que el arcipreste sólo 
los domingos se preocupaba de dicho menester. Ingresó a la nave 
principal de la modesta iglesia y un poco desganadamente se arrodilló 
en la última fila de bancos para pedir, como tantas veces, un golpe de 
fortuna que lo sacase de su continuo vagabundear. Fue entonces que al 
cabo de la pequeña nave transversal vio una Virgen iluminada por un 
par de cirios, pero no fue aquel altar que la gente llamaba “el Camerín 
de la Virgen” lo que le llamó la atención, sino una esbelta bien que 
rotunda figura femenina que se levantaba y tras una piadosa reverencia 
se aprestaba a retirarse. Vio brillar sus ojos en un encuentro fugaz con 
los suyos, unos ojos oscuros, profundos, de esos que hieren con una 
sola mirada. Desvió ella la vista y pasó a su lado, pudo apreciar entonces 
aquel perfil clásico, nacarino, dibujado. Cuando se deslizó hacia la 
salida su figura se recortó en la luz. Admiró sus caderas soberbias, 
su andar cadencioso, la larga cabellera renegrida que se fugaba bajo 
la pañoleta. Luego de unos instantes de éxtasis reaccionó y salió tras 


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ella. Le pareció ver como un rastro de encajes que doblaba la esquina, 
se dirigió hacia allí sólo para ver un portal que se cerraba a mitad de 
cuadra. Un vendedor de empanadas que pregonaba su mercadería 
venía por la calle, parsimoniosamente. Se le acercó presuroso y lo 
interpeló: 

- (Has visto a esa dama misteriosa, que cruzó recién la calle e ingresó 
por aquel portal, o era una sombra, una alucinación ? 

Se sorprendió el vendedor de la enajenación y vehemencia del 
caballero, y contestó, apaciguador. 

- Ninguna alucinación ni sombra ni bulto que se menea, señor, 
conozco a la dama que decís, todos la conocen en Hita, pero debo continuar 
con mi pregón, permitidme, ¡empanadas, empanadaaas, empanadas 
frescas !- entonó con voz potente, volviéndose hacia la calle. 

-¡Alto truhán, responde, que estás hablando con un caballero! 

Hizo una breve reverencia el vendedor y dijo: 

- Las empanadas no se venden solas, señor. Disculpadme, 
¡empanadas, empanadaaas!- y continuó su camino. 

- ¡Alto maldito, ven acá, te compraré algunas empanadas que ya 
entiendo por donde vienes, pero contesta mi pregunta!- dijo exaltado 
don Alvaro, echando mano a su faltriquera de donde rascó un par de 
blancas. 

- Doña Elvira Valenzuela, tal es su nombre, y es sobrina y ahijada 
y protegida de don Ximeno Ximénez de Ortube, almacenero real, quien 
administra su herencia. 

-¿Almacenero real, en Hita, y eso que significa ? 

- Controla los graneros reales. Cuenta y almacena el grano que 
reciben los recaudadores, y de aquí lo envía adonde disponga el rey. 

- Es hombre acaudalado, por lo tanto, y decidme, ¿es honrado? 

- En eso no me meto yo, que no es asunto que me importe, y en boca 
callada no entran moscas, y la palabra es como la piedra, que una vez 
lanzada no vuelve atrás, así que el hombre pobre... 

- ¡Basta, que hace un momento no querías hablar y ahora eres 
un hablador! ¿No es ella casada, entonces! ¿Y quién la pretende, está 


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prometida a alguien, cómo es su vida, es ella honesta?- las preguntas se 
amontonaban en la boca de un ansioso don Alvaro. 

- Señor, no me meto en vidas ajenas a cuenta de que no se metan en 
la mía, si gustáis puedo conseguiros una bota del mejor vino del arcipreste, 
pero preferiría que otro os hable de otras cosas... 

- ¿ Vinos del arcipreste, de qué arcipreste hablas? 

- Del de Hita, por supuesto, don Juan Ruiz, ¿quién otro? Yo soy su 
pregonero. 

- Ya veo, largo es el brazo del Arcipreste... oye, es mi conocido, de 
hecho estoy alojado en su casa, así que puedes hablarme con confianza. 

- Yo he jurado no hablar de nadie si nadie habla de mí y de mi 
familia, y con quien hiciere lo contrario juré matarme si es necesario. 

Tal hice para vivir tranquilo, que me perseguían habladurías de mi 
mujer, aunque no me rfiero a vuestra merced, por supuesto, vusted es 
un caballero y yo soy un pobre hombre y un hombre pobre cuya única 
preocupación es mantener su casa. 

- Mira, patán, marrullero, si no quieres no hables, que no me sacarás 
más dinero Yo averiguaré el resto... ¡y vete ya, picaro, que me irritas con 
tanta reticencia! 

Hizo una inclinación de cabeza el hombrecillo y siguió con su 
camino y su ruidoso pregón. Se quedó don Alvaro mirando hacia el 
portal por donde había desaparecido la joven mujer. A los lados del 
mismo, a una altura de dos metros, veíanse ventanas enrejadas, cada 
una con su cantero de alegrías, glicinas y caléndulas. Por un momento 
creyó ver tras los blancos cortinados de encaje un rostro atisbando la 
calle, pero enseguida los resplandores del dorado atardecer rebotando 
en los vidrios ocultaron la visión. Pero bastó ese instante para que el 
caballero se retirara de la esquina con el corazón volteándole como una 
campana. 

Se quedó un rato en las inmediaciones, masticando lentamente 
las empanadas para mejor entretenerse, esperanzado en que se 
repitiera la visión, pero se le pasaron las horas y nada ocurrió. 
Anochecía cuando regresó a la casa del arcipreste con una mezcla de 


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exaltación y ensimismamiento. El sacerdote ya se encontraba a la mesa 
cuando entró, bebiendo plácidamente un vino en cuya etiqueta se leía, 
dibujado con primorosa caligrafía “Vinos del Arcipreste”. Le extendió 
una copa al caballero y le dijo: "¡Toma, bebe, éste es el mejor producto 
de mi bodega, y luego comenta y extiende su fama allí donde vayasl” 
“Estamos de festejo ”, pensó don Alvaro, tomó la copa y bebió a sorbos 
pequeños, poniendo cara de gran satisfacción para agradar a su amigo. 
Levantó el vaso y lo puso al trasluz, era un líquido oscuro con reflejos 
rojizos, bastante seco y suave al paladar, ligero. Lo degustó con fruición 
y luego prorrumpió con los esperados elogios. Feliz el arcipreste llamó 
a su servidor y le pidió la cena. 

- Hoy he pensado en agasajaros -dijo- y ordené un manjar muy 
apreciado en esta tierra. 

Regresó el criado portando dos cabezas de carnero doradas y 
adobadas, relucientes. Tragó saliva el caballero, quien no era castellano 
sino catalán, y al cual no le parecía éste un manjar ni cosa que se le 
pareciera. Pero hizo de tripas corazón para no desairar a su anfitrión. 
Tomó el arcipreste la cabeza con sus manos y comenzó a comerla a 
grandes dentelladas, mientras alentaba a su amigo a que lo imitara, 
que no hiciera ceremonias. Prefirió el caballero cortar algunas lonjas 
de carne adheridas a la cabeza, haciendo grandes aspavientos como si 
comiera abundantemente; luego llamó a Florisbelo y le dijo: 

- Tiempo ha me venías diciendo que querías degustar este manjar, 
¡toma pues, aquí tienes la oportunidad, que yo lo compartiré contigo, 
come y triunfa! 

Hízole mil morisquetas su escudero pero terminó aceptando el 
presente, y se sentó a roer la cabeza en una esquina de la habitación, 
pensando que más valía eso que contentarse con caldo y pan. A todo 
esto el arcipreste le daba fin a la suya, no habiendo dejado ni un rastro 
para repostar: ojos, lengua, sesos, todo fue a dar a su abultado vientre, 
y tras roer los huesos de la quijada hizo el plato a un lado; satisfecho, 
bebió un gran trago de vino y se limpió la boca con la manga de la 
sotana, que lucía encerada y brillante. 


35 



- O sois de natural inapetente o no aprecias mucho las comidas de 
esta tierra...- dijo entonces el arcipreste. 

- Ni una cosa ni otra, sino que he debido comerme una media 
docena de empanadas esta misma tarde- -respondió don Alvaro, 
aunque no habían sido más que dos-, y eso y otras cosillas me han 
quitado el apetito- y siguió contando el episodio vivido esa tarde, 
expresando enfáticamente el deslumbramiento provocado por aquella 
mujer apenas entrevista en la iglesia, y como la siguió y la posterior 
conversación con el picaro, sin olvidar mencionar las empanadas, y lo 
que éste le había dicho. 

- \Estoy seguro que ella se quedó allí- agregó-, mirándome a través 
de las persianas, pude presentirlo, incluso en un momento me pareció ver 
su blanco rostro asomarse entre el cortinaje! 

- ¡Cuánta sensibilidad e imaginación!- expresó asombrado el 
Arcipreste- Conozco a la joven que dices, doña Elvira Valenzuela, pero 
no es mucho lo que puedo deciros, pues le he tomado confesión y casi todo 
lo que sé de ella está protegido por el voto de silencio...os confirmo que es 
ahijada de don Ximeno Ximénez, Almacenero Real, quien es un grave 
escollo para cualquier pretendiente. Habéis elegido un hueso duro de roer, 
os hubieras ido al arroyo, como os aconsejé... 

- ¡Decidme más, por favor! ¿ Tiene asignado un esposo, pretendientes 
poderosos, la espera el convento, por qué es tan difícil llegara ella? 

- Pues... me parece que el pretendiente poderoso no es otro que el 
propio don Ximeno... y no diré más porque me estoy exponiendo a cometer 
pecado mortal. Mi consejo es que vayas a golpear otras puertas. 

- ¿Don Ximeno, su propio tutor, su tío? ¡Malos diablos se lo lleven 
y lo hagan arder en el Infierno! ¿Puede haber un canalla mayor que 
alguien que pretende a su propia sobrina y pupila? ¡ Tomaría a ese villano 
por el cuello y lo arrastraría por la plaza a la vista de todo el mundo! 

- ¡ Teneos, que esto que os digo no salga de acá, que pondrías en riesgo 
mi situación y mi fortuna! Don Ximeno tiene poderosos amigos, entre 
ellos el propio Comendador de Hita. No os recomendaría una acción 
tan descubierta, debes ser discreto y astuto si es que estás tan enajenado 


36 



como para no aceptar razones, de lo contrario no llegarás a nada y sólo 
expondrás tu vida... y la mía! 

- ¿Qué puedo hacer entonces?, decidme vos, que tanto conoces del 
mundo... No tengo mucha experiencia en cosas del amor. Ya escapé una 
vez a un matrimonio poco atractivo allá en mi tierra de Lanz, cuando 
huípara unirme a las huestes del Conde, y desde entonces sólo he tenido 
experiencias desafortunadas; he vivido en los caminos, y poco sé yo de 
galanteos. ¿Qué me aconsejas? 

- os aconsejo? Bueno, creo que vas a necesitar alguna ayuda, 
os encomendaré a mi vieja, mi benefactora, Trotaconventos, a quien ya 
conoces, ¡si algo se puede hacer, ella lo hará! Y os brindaré los medios, os lo 
debo, pero recordad que estoy fuera de esto, ¡estáis por la vuestra! 

- Asumo el riesgo, pero decidme, ¿qué debo hacer para ganar su 
corazón? 

Se rascó la nariz el Arcipreste, y contestó: 

- Pues respondo mejora eso con mis coplas- bebió un generoso trago 
de vino, tomó el laúd y comenzó a extraerle plañideros acordes. 

- ¿Conoces los consejos que Amor le dio al gran Ovidio?- y sin 
esperar respuesta entonó: 

“No todas las mujeres con tu amor bien se avienen 

No pretendas amar damas que no te convienen 

Gastar amor en vano de gran locura viene 

Siempre pobre será quien amor falso tiene ” 

-¿Y cómo podré yo saber si es amorfalso o verdadero, si sólo he visto 
a la dama una vez? Aún no hablo con ella ni escucha mis razones... ¡pero 
lo que decís me abisma y me aterra! ¿Y si ella me rechaza?- respondió 
anhelante el caballero. 

- Para todo hay remedio, oye: 

“Si no tienes pariente toma una de estas viejas 

Que frecuentan iglesias y conocen callejas, 


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Con santos en el cuello su experiencia es añeja, 

Y con magia de lágrimas encantan orejas ”. 

"Son estas viejas incansables, 

Las llaman Trotaconventos, 

De ellas usan frailes, monjas y beatas, 

¡Pocas mujeres de ellas escapan!” 

- Te agradezco el consejo, pero, ¿cómo he de presentarme? ¡No soy 
caballero de alcobas, muy breve es mi experiencia, de hecho las pocas que 
he tenido terminaron desastrosamente! Sólo soy un caballero de fortuna, 
y muy poca por cierto... 

- Ya lo veo, en lides amorosas eres un aprendiz, pero has dado con el 
mejor maestro- dijo el Arcipreste, y continuó con sus coplas: 

"Dale joyas hermosas cada vez que pudieres, 

Y cuando dar no pudieres o cuando no quisieres 
Promete mucho y bueno aunque no lo dieres. 

Luego ella confiada hará cuánto pidieres. 

- No es ese consejo muy cristiano- acotó el caballero. 

- Si lo que quieres es hacer méritos para el Cielo mejor hazte 
ermitaño, que no te aconsejo convento ni monasterio, pero si lo que quieres 
es gozar de tu amada, sigue los consejos de Amor, escucha: 

"Sírvela, no te canses, que sirviendo el amor crece. 

Que siempre el gran trabajo todas las cosas vence. 

Requiérela a menudo, no tengas vergüenza 
Cuando con ella estuvieres, estando con mujer 
No hagas alarde de pereza ni miedo, trabaja 
Diligente el buen fuego mientras arde”. 

- Das por sentado que semejante esfuerzo siempre obtiene b que se 
propone- objetó melancólicamente el caballero. 


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- Amor a amar obliga,- respondió el Arcipreste- y una vez que 
hayas obtenido lo que deseas recuerda el dicho: 

“Mujer, molino y huerta siempre requieren uso: 

Molino andando gana 

Huerta mejor labrada da la mejor manzana. 

Mujer muy atendida siempre está fresca y lozana " 

Rieron de buena gana el caballero y su escudero, recuperando 
aquél su buen humor y su optimismo, a lo que también contribuyó el 
generoso consumo de vino. Levantó su copa y a su invitación dieron 
los tres varios ¡hurras! al dios Amor y a todas las dueñas, jóvenes y 
viejas que en el mundo han sido, luego se tendió en el banco y se quedó 
profundamente dormido. 


VI. Cuando comienzan los trabajos y se termina 
la tranquilidad. Visita a Trotaconventos. 


Siguiendo de los consejos del Arcipreste el que mejor le venía, 
“sírvela, no tengas vergüenza ", fuese el caballero a la calle donde vivía 
la joven y acechó durante varios días, dejándose ver en la esquina o 
pasando frente a su casa con aire despreocupado. Un día le pareció verla, 
y al otro, y al otro también. Ella se había percatado de su presencia, no 
había duda, y sus intenciones debían estar claras para la mujer, así que 
ahora restaba esperar la oportunidad. Si ella estaba interesada, actuaría 
en consecuencia. El domingo, extasiado, volvió a verla en misa. Esta 
vez ella lo miró fijamente, apenas un instante, y luego volvió la vista, 
sonrojada. El caballero recordaba los versos del Arcipreste, según éste 
las mujeres aprecian más al hombre decidido, que sabe lo que quiere y 


Es redundante repetirlo: Estas coplas provienen del Libro de Buen Amor 


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no lo esconde, así que resolvió seguirla. Iba ella del brazo de una dueña 
madura que tenía visibles dificultades para caminar, quién en ningún 
momento pareció darse cuenta de nada, pese a que ella miró un par 
de veces por sobre el hombro, riéndose francamente y sacudiendo 
la cabellera, ahora libre de la cárcel de la pañoleta, segura del efecto 
que causaba. Le agradó esto, ella sabía que estaba allí, no había duda, 
y estaba “actuando” para él. Cuando se detuvieron en una esquina 
pasó caminando a su lado, siguió unos pasos y se quedó discretamente 
oculto tras unos saledizos. Desde allí escuchó una breve discusión. La 
joven terminó por despedir a su acompañante, que no valía la pena 
que la acompañara, que ya estaba llegando a su casa, que debía cuidarse 
esa pierna, etc., etc.; luego risas, besos y cada cual por su camino. £1 
corazón le quería salir del pecho, pero se dispuso al asalto. “]Ay Dios- 
pensaba-, qué talle de garza, qué cabellos, qué andar, cuánta dulzura y 
belleza!” 

- ¡Perdón señora, una sobrina mía que vive en Toledo sus saludos 
os envía!- Dijo saliéndole al paso, tras voltear a uno y otro lado la 
cabeza para asegurarse que la calle estaba vacía esa plácida mañana de 
domingo. 

- \Caballero, ni os conozco a vos ni a esa persona de la cual me 
habláis, y no conviene a mi decoro hablar con desconocidos a media calle! 
- fue la rápida y esperable respuesta. 

- ¡Pues mucho mal harías si no me dejaras hablar! ¡Muy buenas 
señas me dio de vos, de manera que fácil fue reconoceros: me dijo que no 
hay nadie que os iguale, así engracia como en discreción y honestidad! 

Un relámpago juguetón y prometedor iluminó los ojos de 
la joven, al menos eso juraría después el caballero, aunque ella diría 
que no, que había sido una mirada burlona, ante la obviedad de sus 
intenciones. 

- ¿Ycómo se llama esa señora que decís!- dijo ella, entreteniendo 
el paso. 

- Doña Inés tiene por nombre- contestó él, que empezada a ver el 
asunto aparejado a su gusto. 


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- ¿Doña Inés...? Creo conocer a muchas con ese nombre, pero 
decidme: ¿importa acaso?Muy audaz es vuestro comportamiento, no se 
aborda a una mujer decente en plena calle, señor... 

- Alvaro Bercells, caballero de Lanz, por mis padres y por mi señor 
natural, el Conde de Barcelona. Y si me permitís me dijo mi sobrina que 
es vusted la dama más hermosa de Hita, por ese dato os reconocí, ¡y me 
dijo también que el caballero que obtuviera vuestro favor sería el más 
afortunado del mundo! 

- Muchas cosas os dijo vuestra sobrina, y muy aduladoras por cierto, 
pero permitidme, ya me habéis dado esos saludos, debo seguir mi camino... 

Instintivamente le cerró el paso el caballero, desviándola hacia un 
amplio y sombrío portal, oculto por los saledizos y las enredaderas que 
colgaban de los mismos, a lo que ella no pareció oponer resistencia, y 
allí le dijo con gran fervor: 

- Señora, escuchadme antes, mi sobrina me habló tanto de vos que 
sin conoceros mi corazón rebosaba de amor y pasión, y ahora que os conozco 
siento que no os hice justicia. Ardo en vuestra contemplación como dicen 
que ardían los santos en la contemplación beatífica, decidme una palabra 
sola de esperanza para que mis días sean más llevaderos. ¡Una palabra 
y seré vuestro más devoto servidor, y si no es así permaneceré bajo vuestro 
balcón día y noche, con sol y con lluvia, hasta ablandaros el corazón! 

La mirada de la muchacha pareció calibrar a su interpelante, y lo 
que vio seguramente no le desagradó. Era don Alvaro un hombre joven, 
de buena planta y facciones agradables. Era una mirada prometedora, 
pero las palabras fueron graves y recatadas. 

- La calle es libre- dijo-, pero no os recomiendo que permanezcas 
mucho tiempo bajo mi balcón, no es bueno para vos ni para mí. ¡Y ahora 
debo irme antes que mi tío extrañe mi retraso, o que llamemos la atención 
de algún viandante, que el honor de la doncella es como la endrina, que 
apenas la han tocado el dedo le dejan señalado! Dejadme marchar, si sois 
un caballero como decís. 

- ¿Y cómo y cuándo señora, podré hablar con vos?- reclamó 
angustiado. 


41 



- Los hombres tienen libertades de las que las mujeres carecemos- 
fue la contestación, de la joven, cuando ya su vestido dejaba una estela 
en la memoria del caballero. Pero lo más memorable fueron sus 
últimas palabras, que sembraron en la tarde un reguero de esperanza- 
El cómo y el cuándo lo debes encontrar vos, y espero que sea tanta vuestra 
discreción como el afecto que declaras... 

Se quedó arrobado contemplándola hasta que ingresó a su casa, 
y le pareció que volteaba la cara al entrar para ver si seguía él allí. Por 
supuesto que estaba, sombrero en mano, enmarcado por un arco y 
como emergiendo de las sombras en un atractivo contraluz, y allí 
permaneció largo rato reviviendo el momento, evocando su rostro, su 
figura, el timbre de su voz, e interpretando sus últimas, promisorias 
palabras. 

En los días siguientes rondó la casa de su amada, pero recordando 
sus advertencias no se detenía. Pasaba distraídamente y se quedaba feliz 
si alguna vez veía, o le parecía ver un rostro blanco tras los cristales, 
que daba por hecho era el suyo. Pero la cosa por ahí no iba, demasiado 
bien sabía cuán guardada debía estar, como toda dama joven de buena 
familia, sobre todo si tenía pretendientes encumbrados y un futuro 
cifrado en un desposorio ventajoso. Así que una vez más se refugió en 
los consejos del Arcipreste. 

- Sus palabras y actitudes os permiten concebir esperanzas- le dijo 
éste-, pero recuerda que tienes un enemigo poderoso. Su tío y tutor tiene 
todo lo que vos carecéis: influencias, dinero, gente; en vuestro favor sólo 
juegan la juventud y apostura, sin duda cuando ella os compara con su 
protector o sus posibles pretendientes vos ganáis en el cotejo, pero debes ser 
prudente, no debes contender abiertamente con él ¿No os decía yo que 
debías mirar con respeto a mi vieja?, ¡pues muy rápido las cosas vienen 
a dar en que necesites sus servicios, si es que quieres llegar a algo... y no 
arruinarte en el intento! 

-¿Yes ella tan buena como decís? 


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' ¿Qué s * es buena en su oficio? ¡Más de mil virgos se han hecho y 
desecho por ella en la ciudad! ¡A las duras peñas promoverá a lujuria si 
se lo propone! 

- ¿Lujuria? ¡No es ese mi propósito, que soy enamorado y respetuoso 
de su virtud! 

Esbozó una risita el sacerdote pero la cortó abruptamente ante la 
mirada recriminatoria de don Alvaro y rápidamente acotó: 

- \No pongo en duda su virtud, es de la naturaleza humana que 
descreo, o más bien creo, creo que somos todos iguales! No juzgues ser 
diferente, eres como todos los hombres, ¡y ella es como todas las mujeres! 
Yo te encaminaré a Trotaconventos, y verás como el asunto se apareja a 
tu gusto. 

Al otro día el Arcipreste acompañado por el caballero y su criado 
se encaminó hacia las afueras. Llevaba el primero ropas seglares y una 
capa oscura y con capucha que le ocultaban totalmente la figura y el 
rostro, “que no conviene que me vean dirigirme a casa de Trotaconventos, 
y menos acompañado por vos, que grandes problemas os aguardan, si 
mucho no me equivoco”. 

Vivía ella en una zona apartada, cerca de las curtiembres. 

- Mal olor le siento a este asunto- dijo el caballero apretándose la 
nariz. El olor de los cueros a medio preparar y las piletas de orín de vaca 
cuyo amoníaco se usaba para el proceso invadían el aire. 

- Pues ahí está la ganancia de mi vieja, que es experta fabricante 
de perfumes y cremas que disimulan todos los olores; ¡en ningún otro 
lugar podría tener más fortuna que en éste ja, ja, ja!- rió francamente 
el arcipreste. 

- Pues este barrio no es muy recomendable, ¿como podrá ella entrar 
en casa de sociedad? 

- Entrégate a sus designios, sé lo que hablo, y mira, sé generoso, que 
la pobre vieja debe alimentarse a sí mismo, a sus numerosos hijos que 
andan diseminados por el mundo, que ninguno tiene profesión conocida, 
y a sus discípulas, buenas muchachas desheredadas y abandonadas de la 
fortuna. 


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“No veo de que manera podría yo ser generoso” pensó el caballero, 
mirando de reojo a su escudero, quien instintivamente llevó la mano a 
la faltriquera para proteger sus escasas monedas. 

- Aquí es, muéstrate alegre y reconocido al verlas, que a estas mujeres 
les gusta ser apreciadas, como a todas. 

Llegaron a una vieja casa de dos pisos, un tanto destartalada, 
protegida de las miradas por un trozo de muralla de un antiquísimo 
castrum romano. Golpearon la aldaba y desde el otro lado de una 
puerta desvencijada se oyó una voz de mujer joven, con típico acento 
de suburbios: 

- <Quién es, y qué buscan vuestras mercedes por estos contornos? 

- No preguntes- contestó el Arcipreste en voz baja, tratando de 
hacerse sentir por las rendijas de la puerta- y ábrenos, que soy harto 
conocido de vuestra ama. 

- Es el cura, el de la monja y la otra, y viene acompañado, ¿abro?- 
gritó a voz en cuello la mujer del otro lado, mientras el arcipreste se 
quejaba por lo bajo de la falta de discreción de algunas mujeres. 

- \Es mi querido arcipreste, el mejor hombre de Hita y el más galán, 
abre, abre mujer!- escuchó la voz de la vieja que ya conocía. 

Oyeron todavía unos murmullos y la voz queda de un hombre. 
Arrimó el oído curioso el caballero y escuchó la voz femenina que 
decía “¡sube, sube, que vienen visitantes de alcurnia, salte por la ventana 
de arriba, que encontrarás una escalera arrimada a la pared!” 

Se miraron el arcipreste y el caballero y aquél encogió los 
hombros, hizo un gesto y dijo: 

- Aquí deberás dejar tus prejuicios del lado de ajuera de la puerta, y 
atenerte sólo a lo que vienes, no lo olvides. 

Cuando por fin abrieron la puerta se ofreció a sus ojos una mujer 
bastante joven, no fea, con el busto apretado por una ancha faja que lo 
empujaba hacia arriba, y que se mostró en toda su redondez cuando se 
inclinó cortésmente para hacerlos entrar, lo cual hizo que Florisbelo 
diera un gran tropezón en el único escalón y cayera abrazado a la joven 
puertas adentro. 


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Se levantó ella riendo y mirando con picardía al escudero quien 
avergonzado trataba de balbucear una excusa, pero aún así los ojos le 
brillaban y no los podía apartar de la mujer. 

- Elisa- dijo la vieja, dándose cuenta de los bueyes con que araba-, 
atiende a este mozo, llévalo arriba mientras yo me entiendo con estos 
señores. ¡Y quita ese ramo de flores que está a la ventana, que ya han 
tomado suficiente sol! Esta sobrina mía, siempre tan descuidada! ¿Qué 
pensarán los señores? 

- ¡ Ya voy tía, es que no esperaba a nadie hoy! Y tú, ven conmigo, que 
estos señores tienen que hablar cosas de caballeros. 

- Esta es mi vieja querida, Trotaconventos, - dijo el Arcipreste con 
expresión arrobada- tuya la conoces, séleflanco y dile lo que te quita el 
sueño. 

- ¡Señora, de vuestra gloriosa ancianidad espero la ayuda y consejo 
que me abrirán las puertas del Edén! - exclamó con exaltación don 
Alvaro-. Me ha dicho el arcipreste que vos tenéis la llave que abre las 
puertas y los corazones, en vos cifro todas mis esperanzas...! 

- Pues vamos entonces por el camino más corto- le atajó la anciana- 
que como decían los antiguos "la vaca no habla, pero da la leche”. 

- ¿ ”La vaca no habla ”, y eso que significa?- preguntó por lo bajo el 
caballero al arcipreste. 

- "Res non verba”- respondió el interpelado-, Trotaconventos tiene 
su propia traducción... creo que quiere hablar de su ganancia antes que 
nada. 

- Bien señora, sabed que sufro por amores de una dama, doña 
Elvira de Valenzuela, ahijada de don Ximeno Ximénez, en cuya casa 
vive, y creo que no le soy indiferente, pero tiene un tutor celoso y de malas 
pulgas según me han dicho, que no le permite ni asomarse a la ventana. 
Necesito verla y hablarle en un lugar reservado, que la mitad del camino 
creo que está andado. Dinero no tengo, soy un caballero de fortuna que no 
ha tenido demasiada, pero podéis contar con un par de anillos y un collar 
que guardo como reliquias, que los primeros me los dio mi madre cuando 
me hice al camino, y el collar es un obsequio del Conde de Barcelona, el 


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más magnífico de los príncipes- y diciendo estas palabras don Alvaro se 
quitó un anillo y lo depositó sobre la mesa. Era un anillo de plata y 
sobre un engarce de oro mostraba una piedra roja que emitió destellos 
cuando Trotaconventos la expuso a un rayo de sol que se filtraba por 
una ventana. 

- No hay muro que no penetre ni corazón que no ablande, pero 
habéis elegido mal rival, habrá que andarse con mucho cuidado pues 
nuestra ruina está a la vuelta de la esquina. Los gastos naturalmente 
serán mayores... de la piedra tengo dudas, pero servirá para los primeros 
gastos- expresó Trotaconventos, mientras guardaba el anillo y con 
la vista codiciosa buscaba el otro, cuya piedra azul refulgía aún en el 
anular del caballero, no por mucho tiempo seguramente. 

- Será tuyo- dijo éste exponiendo la mano a la luz- con todo lo que 
tengo si consigues lo que deseo. 

- Habladme de vos entonces, contadme algo con que pueda 
enternecerla, y decidme con que contáis, vuestra fortuna y vuestro origen, 
aunque creo que todo lo que tienes es lo que está a la vista... que no es poco. 
¡Ah, si yo tuviera unos cuantos años menos os olvidarías de esa dama tan 
sólo al verme, que en mis tiempos mozos jamás estuve en lugar alguno que 
nofuera tema de conversación, y era andar por la calle para que hasta el 
aire se conmoviera! 

- No lo pongo en duda- respondió el caballero-, \pero el tiempo es 
cruel, y el mío también pasa y tengo urgencias que me están matando! 

La conversación se extendió por un rato más yendo al punto, 
hasta que el caballero se retiró haciendo mil reverencias, seguido por 
el arcipreste. Cuando cayó en la cuenta que no había ni rastros de su 
criado llamó desde la puerta: 

- ¡Florisbelo, Florisbelo,! ¿Dónde estás hombre de Dios? 

- ¡Aquí, señor aquí!- contestó éste, bajando la escalera desatacado 
y con el rostro brillante y sudoroso. 

- Vaya- le dijo el caballero ya en la calle- ¡sí que aprovechas el 
tiempo, si no estuvimos más de media hora! 


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- ¡Más que suficiente señor, que esa mujer tiene el diablo en el 
cuerpo, y que cuerpo, uy! 

- Y dime, Florisbelo, como arreglaste lo tuyo, ¡no parecía una mujer 
desinteresada, precisamente! El ramo que estaba a la ventana cuando 
llegamos me da que pensar... 

-¿Que es una ramera, dices?¡Puedeser, pero de corazón muy tierno, 
no le hice más que promesas, la próxima vez que la visite le traeré un 
regalo, una falda, o una camisa, si os dignáis pagarme alguno de esos 
realitos que me debéis!- contestó el aludido. 

- \ Ya veo por donde vienes, picaro, esas visitas tuyas van a costarme 
caro! Tú sabes que mi suerte no es la que y o desearía, debes tener paciencia, 
Florisbelo, por no echar la soga tras el caldero, que yo te resarciré con creces 
tu lealtad. 

- ¡Paciencia, paciencia, de promesas vivo yo, que me habéis 
prometido de todo!, ¿qué será lo próximo, un reino, una ínsula?- contestó 
el escudero, y continuó rezongando por lo bajo. 

También refunfuñó algo el caballero entre dientes, pero prefirió 
no seguir con el tema y volvió todos sus pensamientos hacia su amada 
y un futuro del que lo esperaba todo. 


VIL Trotaconventos en acción 


Un par de días después el caballero tuvo noticias de su amada, 
naturalmente por conducto de Trotaconventos, como la llamaba 
el Arcipreste por su profesión, aunque Urraca era su nombre de 
bautismo, y ambos muy adecuados, por cierto. 

- Señor- le espetó sin más trámite- acá vengo a dar razón de vuestro 
encargo. Logré acercarme a doña Elvira bajo pretexto de venderle unos 
ungüentos muy buenos de mi propia hechura, ámbar, algalia, pachulí, 
almizcle, exóticos ingredientes adquiridos a mercaderes árabes en la 


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frontera, de esos que transportan el alma y los sentidos, y vuelven a las 
damas más sensibles y dispuestas a los placeres... 

- Es música lo que decís, pero id al grano que ardo de impaciencia, 
¿ qué os dijo ella, me recuerda, está bien predispuesta hacia mí, podré 
encontrarla algún día en un lugar donde hablarle pueda a mi gusto?- 
interrumpió impaciente el caballero. 

- ¡Cuánto apuro hombre, que ni Dios con todo su poder hizo todo en 
un momento, que se tomó seis días y todavía el séptimo descansó! 

- ¡Señora por favor hablad!- imploró aquél. 

-¿Qué si se acuerda de vos? ¡No se que medio has usado para 
encantarla, pero bastó mencionaros para que os describiera con pelos 
y señales! Escríbele una nota conceptuosa, y es seguro que aceptará 
encontrarse con vos en algún sitio escondido. 

- ¡Balsámicas palabras! Así se hará, volved hoy a la tarde y te daré 
la carta que solicitas. 

-Señor, que tengo mis años y mis piernas, que antes fueran las 
mejores del mundo, ya no me sostienen como quisiera, y además es 
peligroso andar por esas calles luego del anochecer, que hay muchos santos 
y también muchos picaros en los caminos de Dios.. 

-Está bien, os mandaré la misiva por mi escudero, y temprano. 

- Mandad también algo que haga liviana la tarea, si es que me 
entendéis... 

- ¡Que os entiendo y muy bien! Tendrás vuestro pago cuando 
conciertes la entrevista. 

Y diciendo esto despidió a la mujer con grandes muestras de 
deferencia y se quedó pletórico y algo preocupado a un tiempo. Para 
los siguientes pasos iba a necesitar recursos de los que andaba escaso. 
La respuesta fue recurrir una vez más al arcipreste, a quien le pidió que 
escribiera la carta, ya que la lanza y la espada eran su fuerte que no la 
pluma. 

- Os daré letra- dijo el arcipreste, y empuñando la mandolina 
agregó- ¡Escribid! 


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- ¡Ah no, que escribir no es mi fuerte, no he sido entrenado en esos 
menesteres!- llamó a su criado y le ordenó que escribiera los dichos del 
arcipreste, alcanzándole un trozo de papiro raspado. 

- A ver que os parece esto- recitó don Juan: 

“¿No ven vuestros ojos esta tristefigura? 

Sacad de mi corazón la saeta que perdura, 

Curadme esta herida con amor y dulzura, 

Que no queden sin bálsamo mi llaga y mi amargura. ” 

-¡Bellísimos versos, quien podrá resistirlos, si yo mismo estoy tentado 
de saltaros encima y comeros a besos!- exclamó el caballero, oyéndole 
extasiado. 

- ¡Espero que no, que eso pondría fin a nuestra amistad!- respondió 
el juglar, y continuó: 

“¿Hay muyeren el mundo tan brava y tan dura 

Que al que es suyo, tan herido, le niegue su cura? 

Ante vos me hinco rogando, con amor y quejura 

Que el gran dolor me hace padecer sin mesura." 

- ¡Cuanta galanura, cuánta invención! ¿Y los habéis creado de 
intento y para mi usufructo? 

- ¡Oh no, son de un libro que estoy forjando, en el cual cifro todo mi 
esperanza de gloría futura, de esa que excede el humano tiempo! Pero 
me agrada prestaros su uso y autoría, si así voy comprobando su efecto... 


Libro de Buen Amor- Estrofas 60Sy 606. 


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VIII. Donde el caballero alcanza sus propósitos 


- ¡Hermosos y conmovedores versos!, ¿puedo ser tan dura para no 
escuchar lo que me susurran dulcemente al oido ? 

- ¿Qué dices, Elvira, con quien te encuentras? 

- ¡Aquí, tío y señor mío, con esta vieja que ha venido a ofrecerme 
algunos ungüentos y maquillajes que me harán ver más hermosa!- 
contestó la aludida escondiendo la carta en el escote abultado por la 
apretada camisa. 

- No hay mayor belleza que lafrescura y la sencillez- dijo el hombre 
entrando de improvisto a la habitación. Era un sujeto alto, cincuentón, 
cuya cara casi no se veía por efecto de una gran barba y espesas cejas 
bajo las cuales apenas se entreveían unos rasgos muy escuetos, casi 
inexistentes, excepto por una cumplida nariz que parecía extenderse 
sobre todas las cosas. Vestía una gran casaca negra, de anchas mangas y 
faldones, y zapatos de chapín. La impresión general era funambulesca, 
y hubiera movido a risa de no ser por la posición social y el aire 
amenazante de su portador. 

- ¡Quépoco entendéis de mujeres señor, que sin esos afeites estamos 
como desnudas e indefensas ante las injurias del tiempo! ¡Necesario es que 
adquiera algunos para mantenerla lozanía yfrescura, que bien os placerá 
que me vea siempre joven y bella! 

- ¡Somos gente de guardar, no conviene andar aquí con cosas 
frívolas, así que terminad rápido vuestro asunto y enviad fuera a esta 
mujer, que su presencia en esta casa no es grata ni anuncia nada bueno! 

Trotaconventos inclinó la cabeza en señal de acatamiento. 

* Ya me iba señor- dijo, y luego dirigiéndose a Elvira-; perdón 
hermosa joven, no quise causaros problemas, y como testimonio de buena 
voluntad y agradecimiento a vuestra benevolente acogida os obsequio esta 
crema que tanto os ha agradado. 


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* ¡No aceptamos dádivas en esta casa- interrumpió colérico don 
Ximeno-, toma lo que quieras de esos ungüentos y menjunjes y yo lo 
pagaré con gusto si con ello abreviamos la presencia de esta vieja! 

Escuchó la cifra fijada por Trotaconventos, quien no desperdició 
la oportunidad para subir el precio y obtener una buena ganancia. 
Protestó el dueño de casa, que eran muy caros, que seguramente 
eran groseras falsificaciones, que se aprovechaba de la ingenuidad de 
Elvira, y Doña Urraca que no, que la injuriaba gratuitamente, que 
los había recibido esa misma semana de un mercader de Venecia que 
traficaba con los turcos del Mar Negro, que todos los ingredientes eran 
legítimos, ámbar, algalia, almizcle, estoraque, y que la mujer que los 
usara prolongaría la juventud y lozanía de su piel por todos los días de 
su vida y que... 

- ¡Basta- interrumpió colérico don Ximeno-, toma, confórmate 
con estoy salte ya de mi vista!- y tiró sobre la mesa unas monedas sacadas 
al voleo de su bolsa. El ojo clínico de la vieja le permitió advertir de un 
vistazo que entre blancas y medias blancas había un par de maravedíes, 
y que era excelente la ganancia por unas cremas creadas en su cocina con 
sus propias redomas e ingredientes de baja calidad. Rápidamente hizo 
desaparecer las monedas en su faldón y se retiró haciendo reverencias 
y protestando su honestidad, que así no se trataba a una honrada 
comerciante, que iba a pérdida, que no buscaba sino la felicidad de sus 
clientes, etc., etc. Le siguió la joven con el pretexto de franquearle la 
salida, y por lo bajo alcanzó a decirle Trotaconventos: 

- Esta noche a las nueve mi criada aguardará respuesta bajo vuestra 
ventana. 

- ¿Quédice la vieja?- preguntó desde adentro el desconfiado tutor. 

- ¡Que use la crema todas las noches- respondió más que rápido 
Elvira- para conservarme perfumada y tersa como una flor! 

Gruñó algo el hombre y luego, suavizando la voz agregó: Ven, 
hay un asunto que quiero tratar con vos... 

- Un momento- exclamó Elvira, quién dirigiéndose a una ventana 
entreabierta, arrojó la crema de Trotaconventos sobre un montón de 


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basura que en la calle estaba y se limpió las manos con gesto de asco-, 
ya estoy con vos... 

Esa noche, cuando don Ximeno dormía, aunque con la llave 
bien guardada y los oídos siempre alerta, doña Elvira tuvo pronta su 
respuesta, que como estaba previsto dejó caer a través de la reja. Poco 
después la misma estaba en manos del caballero. 

“ Caballero y señor mío..” leyó penosamente y se reprochaba por 
no haber prestado más atención a los intentos de su preceptor por 
enseñarle los placeres de la lectura, pero como el Arcipreste dormía 
y Florisbelo había ido muy de su gusto a acompañar a Elisa, la pupila 
de Trotaconventos, hasta su casa, debió hacer de tripas corazón y a la 
luz insignificante de la vela continuó su lectura. “Mi corazón y mi alma 
ambicionan libertad, pero mi cruel tutor me encierra bajo siete llaves ...". 
El corazón le saltaba por la boca mientras maldecía a don Ximeno y 
besaba el papel una y otra vez. “La vieja que vos conocéis me ha ofrecido 
su auxilio. El domingo próximo iré a misa, como siempre, me encontraré 
allí con su criada quien de forma escondida me conducirá hasta un sitio 
donde podamos vernos y hablarnos. Pero para ello antes debes enviar 
lejos ami tutor o distraer su atención con cualquier artificio y mantenerlo 
ocupado durante el tiempo suficiente para que mi partida y regreso pasen 
indaver... invaert... inadvertidos” ¡eso es, idverna..., bueno, como sea!- 
exclamó el caballero y continuó a tropezones la lectura- “debes actuar 
con discreción y buen juicio, no compor...comprometas mi honor ni el 
tuyo”. 

- ¡Oh, claro que no, mil veces no, amada, seré un modeb de 
discreción y respeto, no os daré motivo de queja! “Bajo siete llaves me 
encuentro, pero de vos espero un gran efuerzo de imaginación y valentía, 
que no hay torre que procure más satisfacción ganar que aquella que está 
mejor guardada. Vuestra, quien vos ya sabéis.” ¡Dios, Dios,- exclamaba 
a voz en cuello el caballero- que gran premio, que alto honor, la promesa 
basta para elevarme hasta los serafines y los ángeles que se gratifican en la 
presencia del Señor!”. 


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Estos gritos despertaron al Arcipreste, quien se presentó en la 
sala con los ojos lagañosos y expresión malhumorada. 

- ¡Gracias a Dios has despertado, toma, lee!- le espetó el caballero 
sin más trámite, y siguió atentamente las expresiones del cura mientras 
leía- ¡ Tarea harto difícil se nos presenta, siete llaves dice!, a menos que no 
hable en serio sino... como se dice... 

- En sentido metafórico, pero no te preocupes, cuando una mujer 
desea algo no son suficientes siete puertas ni siete eunucos armados para 
detenerla, ¡ella obtendrá lo que se propone! ¡Si ella quiere, ya tienes 
ganada la partida! 

- ¡ Tus palabras me excitan! ¿Pero que haré? ¡Necesito tu ayuda más 
que nunca! 

- Os lo debo, pero estamos en el punto en que debemos andar con 
pies de plomo. Es posible que tengamos que separamos, al menos en 
apariencia. Ya os he dicho que don Ximeno es hombre de cuidado. 

- ¡Peroyo soy un caballero! 

- Eso importa poco acá, estás en su tierra, los tiempos están 
cambiando, y los villanos ricos, como Ximeno Ximénez tienen mucho 
poder. Mira, no puedes seguir abjándote en mi casa, estaremos más a 
cubierto si vas por tu camino y yo por el mío. Te daré consejo y dinero, 
debes alquilar una casa en lugar reservado y hacerte ver poco, mientras 
tanto deja todo en manos de Trotaconventos. 

- ¿Pero cómo haré para alejar a su tutor, que siempre está como el 
perro pastor encima de su oveja? 

- Bien, ya veremos, déjame pensar en algo... 

Ese domingo, muy temprano, un hombre pobremente vestido, 
larga barba, encapuchado, llegó a la puerta de la casa de don Ximeno 
Ximénez. De su cayado colgaban varias perdices vivas, atadas por las 
patas. 

- ¡Perdices frescas, más que frescas, de las que todavía aletean y 
sueñan con verdes prados, muy baratas, a mitad de lo que valen, que 


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quiero llegar rápido donde mi familia me aguarda para un bautismo!- 
dijo a la criada cuando esta asomó la cabeza por la puerta. 

- ¡Calla, impertinente, que mi ama aún reposa y no hay quien 
duerma con tu alharaca! Espera, aquí, callado, que yo iré a consultar al 
señor de esta casa- fue la respuesta. 

- ¡Un maravedí y serán todas suyas, ocho perdices gordas, de aquí 
salen sobrados almuerzo y cena! 

Don Ximeno estuvo de acuerdo en que el precio era muy 
conveniente, y un momento después volvía la criada con el maravedí. 

Se deshizo en agradecimientos el perdiguero y como quien no 
quiere la cosa preguntó: 

- ¿ Vuestro amo es pariente quizás de un talXiménez que tiene una 
quinta con su casa de retiro como a tres o cuatro horas en el camino de 
Segura? 

- Podría ser, ¿por qué lo dices? 

- Ayer tarde, cuando caminaba hacia aquí, vi una casa ardiendo 
en llamas, y unas gentes que retiraban cosas y las cargaban en carros, 
pregunté a un campesino que acertaba a pasara quién pertenecía la casa 
y me contestó que a un tal Ximénez de Hita. Le pregunté qué estaba 
pasando y me dijo que no sabía nada y que no era asunto suyo, ¿qué raro 
no? 

Escuchar estas palabras la criada y meterse a la carrera en la casa fue 
todo uno. Un instante después volvía acompañada por un desaforado 
don Ximeno, quien a los gritos y totalmente alterado le hizo repetir 
palabra por palabra lo que había dicho a la criada. El vendedor repitió 
y agregó detalles en medio de protestas y quejas de que en mala hora 
había hablado, que el no sabía nada, que era un soldado licenciado y 
en el camino se había hecho de aquellas perdices para no volver sin 
blanca a su tierra de Calatrava, donde le aguardaban para el bautismo 
esa misma tarde de un hijo suyo que le había nacido en su ausencia, 
y juraba y lloriqueaba, y decía que se sentía muy infeliz porque no 
recordaba cuando había hecho aquel hijo, y dudaba que fuera suyo, 
etc., etc. 


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Pero ya don Ximeno no lo escuchaba, solo profería amenazas 
contra el mundo entero, incluido el mensajero, y lo más rápido que 
pudo mandó preparar su coche y acompañado por dos criados armados 
partió poco después hacia el camino de Segura. A voz en cuello gritaba 
que iba a escarmentar a todo el mundo, que no se podía confiar en 
nadie, y como último gesto antes de perderse en el camino esgrimió 
su puño contra el perdiguero y le amenazó con todos los tormentos y 
que no tendría lugar en el mundo para ocultarse si hábía faltado en un 
punto a la verdad. 

Un rato después el vendedor de perdices, ya sin barba y con el 
jubón enrollado bajo el brazo entraba en casa del arcipreste. 

- \Vaya- decía-, qué hombre tan desconfiado, con gente así es 
imposible tratar, todo lo pone en duda, hasta la palabra de un honesto 
vendedor de perdices, de Jesús dudaría si lo tuviera enfrente! 

- Pero, ¿te creyó?- le preguntó ansioso el caballero. 

- ¡ Claro que me creyó, que para eso está mi pasado como cómico de la 
legua, ah, esosfueron buenos tiempos, que no sé por que dejé el oficio para 
servirte, me acuerdo una vez que...! 

- ¡Es suficiente, seguro ya me lo has contado! ¿Qué hizo don Ximeno? 

- ¡Pues me hizo rodear por sus criados y contarle lo que había 
visto con pelos y señales, que por suerte me había informado bien con el 
arcipreste y el miedo le dio alas a mi lengua, que si no, no estuviera yo 
aquí contigo! 

- ¿Ydónde está ahora? ¡Contesta rápido que no tengo tiempo que 
perder! 

- Tomó el camino de Sotos Albos, y no volverá antes de seis u ocho 
horas. 

- ¡Excelente, vamos pues a casa de Trotaconventos, ya! 

- Bien, de camino os contaré de aquella vez que la Santa Hermandad 
le cerró el paso a nuestro carretón de comediantes, y tuve que hacer la 
mejor de mis actuaciones para convencerlos de que nada teníamos que 
ver con unos jamones serranos que habían desaparecido de un monasterio 
donde los habían puesto a ahumar sobre unos braseros, y ocurrió que 


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pasando nosotros cerca nos nubló la razón y la conciencia aquel olorcillo 
y...- pero ya Don Alvaro se había encasquetado el sombrero y con su 
larga pluma azul a la rastra tomaba la calle rumbo a las afueras- ¡eh, un 
momento por favor, no me dejes atrás que a mí también me esperan y 
por éste y otros servicios no olvides de aquí en más la ínsula prometida! 

- ¡Qué dices, villano, que no recuerdo haberte prometido nada por 
el estilo! 

- ¡Bueno, vos no, pero a un tío mío, muy rústico por cierto, un 
anciano caballero se lo prometió una vez por acompañarb en no sé que 
descabelladas empresas, y aconteció que...! 

- ¡Cállate ya, que no debemos llamar la atención!- le cortó el 
caballero, quien embozado y ansioso volaba por las callejuelas, mientras 
su escudero resoplaba, sudaba y murmuraba sobre la desconsideración 
de su amo. 

Caminó por una calle de aleros bajos y columnas de madera, 
se metió por un callejón de olor fétido insultando profusamente a 
quienes arrojaban sus excrementos y demás residuos a la acera, pasó 
sin prestar atención al chistido de las rameras ni al reclamo de los 
mendigos, llegó a las primeras estribaciones del cerro de Hita, rodeó 
los restos del antiguo castrum y emergió como guiado por la Estrella 
de Belén junto a la casa de Trotaconventos. 

- ¿Ha llegado?- preguntó ansioso en cuánto le franquearon la 
entrada. 

- Calma, señor, que la joven dama cumplirá su promesa, como 
espero que cumplas la vuestra... me refiero al pago prometido. 

- ¿Cómo dices? ¡En este momento no puedo pensar en eso, mis 
pensamientos amorosos son demasiado puros para envilecerlos pensando 
en dineros, yo os pagaré, palabra de caballero! 

- ¿Ah sí? ¡Pues lástima, entonces permanecerás en ayunas! Había 
preparado vino, pan, dulces y fiambres, como me has encargado, pero 
tendré que devolverlo todo, ¡soy una mujer muy pobre para costear 
placeres ajenos! 


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- ¡No, no hagas eso, que ya viene mi amada y debo agasajarla como 
ella merece...'. - y mientras decía estas palabras se tanteaba buscando 
algo de valor, pero ya nada le quedaba, todo lo había sacrificado en 
el aras de aquel amor. Cuando la mano llegó a la empuñadura de la 
espada una idea y un dolor punzante entraron al mismo tiempo en su 
mente. “¡La espada- pensó-, lo mejor, lo más valioso de cuánto poseo!”. 

- ¡Señora- exclamó con súbita resolución-, la necesidad me obliga 
a ofreceros mi bien más valioso y preciado, digno di un duque o un conde!- 
y extrayendo la espada de la funda la colocó delicadamente, sobre sus 
palmas y la ofreció a la vista de la alcahueta. 

- ¡Acero de Toledo, el mejor del mundo- bramó exultante- que yo 
no diera esta espada por nada que no Juera el amor de la más hermosa 
y pura doncella de esta tierra! Os la ofrezco a cambio del hospedaje y la 
comida, ¡pero sólo como prenda, que yo vendré con el pago a rescatarla, y 
ay de vos si no la recupero! 

- ¡Un momento, señor, y sofrenad vuestro orgullo, que hemos de 
justipreciar el bien!- examinó la espada Trotaconventos y no le pareció 
tan valiosa como afirmaba el caballero. Un par de piedras semipreciosas 
engarzadas a la empuñadura no le llamaron la atención, pero la hoja 
era de buena calidad, fina y bien templada- ¡Acepto la prenda, pero si no 
me resarcís lo acordado al cabo de treinta días tendré que venderla, que 
no sacaré gran cosa por ella, pero no soy yo prestamista, ni tengo casa de 
empeños, que Dios y la Iglesia no lo permiten, sólo soy una pobre vieja que 
trata de vivir honestamente de su trabajo! 

Refunfuñó el caballero algo sobre que la espada valía muchas 
veces lo adeudado y se propuso recuperarla lo antes posible, pero esa 
era de momento su segunda preocupación, otra mucho más urgente 
lo apremiaba. 

- Alguien viene- alertó Florisbelo desde la puerta- son dos mujeres 
embozadas... 

- ¿No tienes nada que hacer?, necesito algo de privacidad... - le espetó 
el caballero a la vieja, oscilando entre el mal humor que le provocaba 
haber entregado su arma y la expectación del ansiado encuentro. 


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- Tengo que hacer algunas entregas- respondió Trotaconventos-, 
pero mi criada permanecerá en la casa, será discreta, está acostumbrada, 
y os servirá en cuanto, necesites. 

- ¡Sólo vamos a hablar! 

- Si, claro, por las dudas la cama está aprestada con finas sábanas 
de holanda y las viandas dispuestas... que os aprovechen, pero no os 
aconsejo extenderos mucho más allá de la media tarde. Por lo que sé don 
Ximeno estará de regreso a la caída del sol, y es conveniente para todos 
que encuentre a la dama en su casa..:- dijo Trotaconventos y se marchó. 

Se quedó don Alvaro pensando que, a su vida siempre le faltaba 
algo, sin la espada no se sentía un verdadero caballero. La irrupción de 
una mujer encapuchada y envuelta en una larga y tosca mantilla de lino 
le sacó de sus cavilaciones. Los latidos de su corazón le dijeron que se 
trataba de Elvira. Detrás de ella venía Elisa, quien se había quitado la 
capa y se veía provocativa en su escotada almilla. La seguía su escudero, 
con los ojos casi fuera de las órbitas. 

- Ven - le dijo la mujer tomándolo de la mano y conduciéndolo a 
la habitación contigua, que era la suya. 

Se quitó entonces su caperuza doña Elvira y el caballero cayó a sus 
pies, tomando su mano y besándola apasionadamente. Era aquella la 
primera vez que tocaba la piel de su amada y el contacto le comunicaba 
una inefable, vibrante felicidad. Le parecía lo más hermoso que hasta 
entonces había visto, le hizo mil promesas de amor al tiempo que 
ella bajaba púdicamente lo ojos para confesarle que sentía la misma 
atracción, pero que el amor era cosa seria y quería conocerlo más para 
estar segura, y con estas y otras consideraciones fueron los enamorados 
tomando confianza y aproximándose el uno al otro. Una copa de 
vino encendió las mejillas y la mirada de Elvira, cuya mano se alzó 
para acariciarle el rostro. Sintieron ambos sus cuerpos estremecerse. 
Los suspiros y tiernas miradas dejaron lugar a un buscarse de manos y 
cuerpos, las bocas unidas, pero todavía retenidos por un velo pudoroso 
que les impedía dar el paso más importante. 


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En esc momento en que parecían estancarse en gestos repetidos, 
algo vino en su auxilio. De la habitación contigua llegaron gemidos, 
grititos sofocados a medias, y un golpeteo acompasado, inconfundible. 

- ¡Florisbelo, maldito imprudente, como te atreves, voy a matarte! 
- exclamó por lo bajo don Alvaro. Miró a su amada, temiendo que 
saliera disparada de su lado, molesta, herida en su honestidad. Pero lo 
que vio fue el rostro de su amada súbitamente iluminado por una luz 
desconocida. Se diría que un pequeño demonio danzaba en sus ojos 
al tiempo que la boca dibujaba una sonrisa plena de picardía. Era una 
Elvira desconocida, nunca soñada siquiera. Tomó ella su mano y lo 
llevó hasta la pared donde aplicó primero su oreja, dejando escapar 
una risa que con su mano libre intentaba vanamente sofocar. Buscó 
luego una hendija, lo que no fue difícil encontrar en aquella desbastada 
medianera, y arrimó un ojo. Hizo lo propio el caballero y vio lo mismo 
que su amada, a Florisbelo resoplando sobre la desnudez de la criada, 
la cabeza hundida entre sus voluminosos pechos, mientras esta gemía y 
se revolvía como una poseída. 

- ¡Esto es demasiado, voy a...!- alcanzó a decir don Alvaro, antes 
que Elvira le interrumpiera con un chistido imperioso a la vez que le 
apretaba fuertemente la mano. La miró y vio una expresión extasiada, 
la boca abierta, hasta le pareció que un hilillo de saliva le resbalaba 
entre los labios abiertos. Su propia cabeza se volvió un revoltijo de 
emociones encontradas, pero imperiosas. Tomó suavemente a su 
amada por detrás y la besó en la nuca. Con un hondo suspiro aflojó 
ella el cuerpo, luego se volvió y asiendo su cabeza le hundió la lengua 
en la boca casi ahogándolo. Segundos después el vestido de la dama 
con todos sus complementos caía a sus pies ofreciéndose a los ojos 
extasiados del caballero los muslos más espléndidos de la creación. 
Con los vestidos de época nunca se sabía antes de llegar a la intimidad 
con qué se iba a encontrar un hombre bajo la falda, y lo que a su vista 
se ofrecía sin pudores superaba largamente sus expectativas. Cayó a sus 
pies con una audacia inesperada para sí mismo y le besó frenéticamente 


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las manos, los muslos, los senos. Un instante después, entre bramidos y 
estertores se revolcaban sobre la cama olvidados del mundo. 

Tras los apasionados transportes del amor se cubrieron apenas, 
satisfechos y sin pudores, y se sentaron a la mesa, disponiéndose a 
disfrutar de la comida: jamones ahumados de la Sierra Madre, vinos 
del Arcipreste (faltaba más), quesos de Francia, perdices en escabeche, 
conserva de higos negros y fino pan blanco, exquisiteces prohibidas 
para el común de las gentes, pero que por el momento no le hicieron 
recapacitar sobre el alto costo que habían tenido. Se contemplaban 
arrobados, los ojos del uno puestos en el otro, mientras devoraban con 
sensualidad aquellos manjares que les permitían recuperar fuerzas 
para homenajear una y otra vez al amor, hasta quedar completamente 
exhaustos y satisfechos... durante un breve lapso. 

¿Cuántas horas pasaron, tres, cuatro, cinco? Unos golpes cortos, 
imperiosos, les devolvieron a la realidad. 

- Señores, debo recuperar mi casa- se escuchó la voz de la anciana-, 
además ya van corridas tres horas de la tarde, cuanto menos, debe 
retornar cada uno a su vida habitual mientras hay tiempo... 

Recordó el caballero que la ida y vuelta de don Ximeno 
hasta su finca rural era cosa de media jornada a lo sumo, por lo que 
hubieron de vestirse más que rápido, mientras se juraban amor y 
reencuentros futuros una y mil veces. Se despidieron cálidamente y 
hubo de apretar el paso Elvira para regresar a su casa. Le acompañó 
el caballero, con el rostro rigurosamente cubierto ambos, hasta que 
abandonaron la protección de las cerradas callejuelas. La dejó ir con 
pena, contemplándola hasta que desapareció por los portales de la 
plaza. Tomó entonces su propio camino. Una inenarrable sensación 
de plenitud y placer le adormecía los sentidos, pero a otro nivel le 
preocupaba cuándo volvería a ver a su amada, dónde y cómo, ya que sus 
menguados recursos no le ofrecían buenas perspectivas, sin contar que 
llevaba permanentemente la mano al costado, donde sentía la ausencia 
de la espada como la falta de un miembro. 


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En esc momento unos jinetes pasaron a su costado con sus 
cabalgaduras resoplando, trepando la cuesta que conducía al barrio 
acomodado de Hita. Reconoció a don Ximeno y sus criados. “¡Justo 
a tiempo!”- pensó el caballero, aunque este pensamiento le provocó 
cierta pesadumbre, le hubiera gustado tomar del cuello al acomodado 
burgués y exigirle ahí mismo la libertad y la dote de su amada. Se sintió 
frustrado porque la vida de ella, ypor lo tanto la suya dependían de una 
voluntad ajena y porque iba a ser muy difícil repetir las expansiones 
de aquella tarde. Ignoraba por falta de experiencia que los placeres 
robados eran los más sabrosos y lo que la monotonía hace al amor. 
De momento sólo le interesaba la disposición plena de su amada, 
cuya ausencia le dolía cada minuto. Con las caricias de la tarde aún 
retenidas en su piel y prometiéndose renovados placeres llegó a casa 
del Arcipreste, “tengo mucho que contarte”\t dijo, pero no pudo, se fue 
quedando dormido, cansado, feliz, preocupado. 


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IX. Las peripecias de un enamorado 


En los días siguientes volvió a rondar la casa de Elvira, ansioso, 
enamorado, hasta que una carta cayó misteriosamente a sus pies 
cuando pasaba frente a la misma, no muy casualmente. 

“Señor mío: cada hora de mi vida me lleva al recuerdo de la 
maravillosa tarde que compartimos. Pero debo preveniros y solicitaros: 
alejaos de esta calle, mi tutor se volvió muy desconfiado desde el día en que 
lo enviastefalsamente a Segura. Y a vuestro criado que ni asome la nariz 
por aquí, si llega a sospechar siquiera que se trata de la misma persona 
que lo engañó es capaz de ordenar acuchillarlo en el acto. Y vos tampoco 
os dejéis ver, tiene siempre consigo dos hombres armados y resueltos a 
todo. Es gente artera y dispuesta a cualquier traición, más diestra con 
el puñal que con la espada. Daos por avisado, no quiero que vuestra vida 
corra peligro, que en ello va también la mía. Pero se me ha ocurrido una 
idea para paliar nuestra necesidad: debes hacerte de cualquier forma con 
las llaves de una casa desabitada que está como a media cuadra de la 
calle principal, junto a la tienda de mimbres. Linda por los fondos con 
la casa de dos costureras que a más de encargarse de mis vestidos son mis 
amigas y confidentes. Desde una casa puedo pasarfácilmente a esotra por 
los altos sin que nadie me vea ni sospeche nada. Es una casa vieja y medio 
derruida, por lo que descuento que llegarás a un acuerdo con su dueño; si 
es así en un par de días iré a las susodichas modistillas a probarme unos 
vestidos, temprano, a la hora en que don Ximeno acude a los graneros 
con sus guardianes, y allí se pasa toda la mañana esquilmando a la pobre 
gente. En un santiamén pasaré a vuestra casa y haré allí según vuestro 
deseo y el mío. Por favor, sé paciente y discreto y todo será a nuestro gusto. 

Vuestra, quien vos sabéis”. 


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Estrujó apasionadamente la carta, la besó, volvió a leerla, ahora 
con menos dificultad porque recordaba cada palabra, y luego la guardó 
contra su pecho como la mejor prenda de amor que hubiera recibido 
en su vida. 

Al día siguiente, alquiló la tal casa de altos, grande pero maltrecha 
y absolutamente desprovista de mobiliario, cerca de la calle principal. 
Se comprometió a pagarle al dueño dos reales a la semana, que no 
imaginaba de donde iba a sacar como no contara con la generosidad 
del Arcipreste. Agregó un par de maravedíes por el alquiler de un 
camastro y un colchón delgado como un galgo. Hizo transportar una 
mesa y un par de sillas desde la casa del Arcipreste. Eso, un candelabro, 
una aljofaina y una jarra completaban el mobiliario y los utensilios. 
No lo conformaban, pero la casa era una excelente fachada para sus 
pretensiones de respetabilidad, y además ganó en libertad y se alejó 
de la casa del Arcipreste, quien estaba bastante preocupado por las 
consecuencias que su “conversación” con doña Elvira pudieran traerle 
en la sociedad de Hita. Daba por descontado el sacerdote que la 
juventud, inexperiencia y tozudez de don Alvaro le costarían un gran 
dolor de cabeza, más temprano que tarde, por lo que contribuyó con 
el primer pago, pero advirtiéndole que su generosidad no sería eterna, 
y que como caballero que era debía proveer su propio sustento. Estas 
palabras preocuparon a don Alvaro, pero sus expectativas inmediatas 
eran mucho más fuertes. Como en todos los enamorados el ya y el aquí 
y ahora eran lo único que importaba. 

Desde el día anterior el nervioso ir y venir de las modistas, 
muchachas jóvenes y de buen parecer que provocaban la inquietud de 
Florisbelo y por lo que pudo ver de muchos más, sus risitas y miradas 
furtivas hacia la casa tras cuyos visillos atisbaba el caballero, le dieron 
indicios de que estaban en el> secreto y que disfrutaban del episodio 
como de una aventura de esas que dan sentido a la existencia de las 
mujeres. 

El día y la hora señalados esperó ansioso tras las ventanas hasta que 
vio venir a su amada, hermosa, desenvuelta, con un vestido entallado, 


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oscuro, que resaltaba mejor su figura y la blancura de su piel, el pelo 
negrísimo retenido por un broche con una rosa roja sobre una de sus 
orejas. El conjunto era maravilloso, y le volteaba el corazón en el pecho 
de sólo pensar que toda aquella belleza sería suya en momentos. Venía 
acompañada por una dueña, lo cual significaba una molestia adicional, 
pero suponía que ya habría ella imaginado la forma de sacarla del 
medio, lo cual confirmó cuando vio que la despedía en la puerta, y 
con una cesta de mimbre se dirigía obviamente a hacer las compras del 
día. Se dirigió a los altos de la casa y después de unos minutos que le 
parecieron eternos la vio emerger por una portezuela de bohardilla y 
salir al tejado desde donde se deslizó ágilmente a la casa de al lado para 
caer en los brazos de su enamorado caballero. La introdujo sin palabras 
en el cuarto de altos donde los invadió un olor mefítico que obligó a 
la mujer a cubrirse la boca con un pañuelo perfumado mientras con la 
otra recogía su vestido y avanzaba en puntas de pie. 

- ¡Mil veces perdón señora, la única puerta que da a la terraza es 
la del común, sólo ayer entré a esta casa y todavía no pude disponer lo 
necesario! ¡Daré órdenes estrictas a mi escudero deque boy mismo proceda 
a limpiar este albañal! ¡Ya debía haberlo hecho, pero se pasa los días 
retozando en casa de Trotaconventos y no cumple con sus obligaciones! 

Los orines y excrementos acumulados en aquel cuarto casi 
desmayaron a la joven, pero resistió estoicamente, atravesó la fétida 
estancia y salieron cerrando tras de sí. 

- ¡Señora, os juro que esta ofensa...!- pero no pudo terminar, unió 
ella su boca a la suya haciéndolo callar y se sintió invadido nuevamente 
por el fuego abrasador. 

- Calla- le dijo ella en cuanto retiró la lengua de su boca- y 
muéstrame el resto de la casa, ¡será mejor que esto, supongo! 

-No encontraréis orines, aunque si olor a humedad y encerramiento... 
no esperéis lujo, mi condición no me lo permite en éste momento, hasta 
que reciba unas rentas de ciertas tierras que tengo en mi patria... 


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-¡Oh, está todo bien,yo se de vuestras dificultades actuales, bienque 
temporales, como caballero joven y esforzado que sois.., no me preocupa, 
dejadme acariciar vuestros cabellos! 

- ¡Señora!- exclamó él hincándose a sus pies, mientras ella 
hundía con placer sus dedos en la dorada cabellera. Apenas se fijó en 
el desvencijado camastro. Simplemente se despojó se sus vestiduras, 
exhibiendo otra vez el espectáculo de su babilónicas caderas, su silueta 
de ánfora. Creyó don Alvaro agotar todas las caricias posibles, pero 
igualmente se le hizo corto el encuentro. Había pasado una hora, 
quizás dos cuando se levantó ella como si despertara súbitamente y 
comenzó a vestirse. 

- Debo irme... la dueña que me acompañaba ya debe, estar 
aguardándome a la puerta. Es bizca, renga y un poco tonta, pero es 
incondicional de don Ximeno. ¡Yos advierto que tengas cuidado con sus 
hombres, tienen órdenes de acuchillar a cualquiera que se me acerque, me 
considera de su propiedad! 

- Me siento halagado por los riesgos que corres por mí, ¡pero os 
advierto que son ellos los que deben tener cuidado conmigo! 

-¡Nada de peleas ni bravatas!, si quieres conservar este amor debes 
actuar con prudencia. Volveré de aquí a cuatro días. Mi tutor tendrá 
audiencia con el comendador y el enviado real, estará todo el día ocupado. 
Hasta entonces debes tener paciencia y no cometer locuras. Y ahora, a 
pasar otra vez por el cuarto de altos... - concluyó con resignación 
empuñando nuevamente el pañuelo y llevándolo hacia la cara. 

- Me declaro avergonzado, os prometo que no volverá a ocurrir... 

El resto de la jornada lo pasó el caballero suspendido en una 

vaporosa nube de sueños, en los que ya se veía casado con Elvira y 
dueño de un castillo rodeado de campos cultivados en los cuales se 
movilizaban cuadrillas de siervos cargando sobre los carros grandes 
fardos de trigo que enormes bueyes normandos remolcaban luego 
hacia los molinos, todo ello en medio de una alegría permanente y 
natural que explotaría en canciones y danzas espontáneas. 


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Este hermoso e irreal cuadro se vio interrumpido por la llegada de 
Florisbelo, que le recordó la inmediatez de sus necesidades materiales. 

- ¡Te arrancaré la nariz, esperpento! ¿No te ordené acaso limpiar 
los altos? ¡Me has hecho pasar una gran vergüenza!- exclamó mientras 
lo asía amenazante del cuello del jubón. 

- ¡Señor, he estado muy ocupado! 

- ¿Ocupado en qué, si en esta casa no hay más mobiliario que una 
camay una mesa? 

- ¡Pues alguien debe ocuparse de conseguir la comida y de atender 
vuestro caballo, que de lafalta de ejercicio ha perdido el brillo y la energía, 
y se está poniendo gordo y sobón, que más parece caballo de verdulero que 
de hombre de armas! 

Reflexionó don Alvaro que había olvidado esos “pequeños” 
detalles de la vida cotidiana y abandonó su ira, estaba demasiado 
contento para enojarse con su viejo amigo y escudero. No tenía 
pensamientos más que para Elvira. 


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X. Aquí se cuenta como las cosas empezaron a 
ponerse difíciles 


Así pasaron los días, lentos, monótonos los más, alternados con 
intensos aunque breves y esporádicos encuentros con Elvira, mientras 
Florisbelo rezongaba un día sí y otro también por la inercia de su amo, 
que no parecia el mismo, que se había dejado sorber el seso, que no se 
ganaba el sustento y ya no sabía como iban a hacer para sobrevivir, etc., 
etc. Por suerte para él don Alvaro parecía abstraído de este mundo, 
y apenas empezaba su escudero con su retahila de reproches entre 
dientes dejaba de prestarle atención y caía en estado de suspensión 
animada. 

Hasta que un día se acercó a la ventanay miró hacia la calle, donde se 
manifestaba el abigarrado mundillo de la villa, la que vivía su momento 
de mayor esplendor en aquellas primeras décadas del mil trescientos. 
El espectáculo reclamó su atención: gentes de pueblo, campesinos 
que iban y venían cargados con cestos de hortalizas o pescado, otros 
con ristras de ajos, cebollas o puerros, perchas de las cuales pendían 
sandalias y cinturones, plumeros, sombreros, etc. Todos voceabaq a 
voz en cuello sus mercaderías, los más inútilmente. También pasaban 
señores y señoras emperifollados, que iban seguramente hacia la Iglesia 
de Santa María o a la plaza donde se concentraban mercaderes de telas, 
artesanos, prestamistas judíos realizando sus transacciones sobre sus 
típicos bancos, por lo cual también se les llamaba “banqueros”, moros 
traficantes de hermosos caballos árabes, elegantes y ágiles, ideales para 
andar, pero poco prácticos a la hora de la batalla, al menos para los 
cristianos y también algunos carros que rebotaban sin misericordia 
en el empedrado destruyendo la espalda y las posaderas de sus estoicos 
ocupantes. Todo ese cuadro contrastaba con los harapientos cubiertos 
de costras y moscas que a uno y otro lado de la calle extendían sus 
manos clamando por una moneda o una migaja de pan, mientras por el 


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arroyo o canalón del medio corría un insignificante hilillo de agua que 
transportaba o más bien extendía por la ciudad excrementos, orines y 
restos de toda naturaleza. Por esas callejuelas estrechas se arrastraban 
periódicamente las víctimas de las pestes, las hambrunas y las guerras 
que azotaban aquel mundo medieval. 

Al caballero la escena no le hacía del todo feliz. Hubiera preferido 
que se extendiera antes sus ojos el camino, las verdes lejanías, los 
campos cultivados o mejor aún los campos de batalla o de torneos, en 
los cuales cifraba todas sus esperanzas de futuro y de hacer reales sus 
sueños. 

- ¿Qué hay de comer?- preguntó volviendo de golpe a sus 
necesidades más inmediatas. 

- Pan, vino y fiambre, y como siempre gracias a la despensa del 
Arcipreste. 

- Este pan está, duro, ¿de donde salió, del fondo del arcón de los 
bodigos? 

- El pan tiene un par de dias de horneado, pero a buen hambre no 
hay pan duro, ni vino agrio, ni fiambre de cabeza de chancho- respondió 
el escudero dando dentelladas a un trozo de pan con fiambre y 
sorbiendo grandes tragos de vino.-... ¡y el vino no es de los peores! El que 
quiera mejores viandas... debe ganárselas. 

Mordió filosóficamente su emparedado el caballero y desde la 
ventana, ubicada a un par de metros sobre el nivel de la calle, al estilo 
de la época, contempló al sol hundirse entre los montes lejanos al 
tiempo que sentía una antigua, conocida comezón: ¿es que comenzaba 
a extrañar los caminos, las posadas, las aventuras de la Vía Láctea, como 
se denominaba a la ruta de Santiago de Compostela? 

En un episodio en este camino había salvado a unos viajeros 
del asalto de unos bandoleros. En esa acción, de la que estaba 
particularmente orgulloso, había ganado gloria y a Florisbelo. Uno 
de los peregrinos, que resultaron ser comerciantes acomodados, 
perdió la vida en la acción. Ese precisamente era el amo de Florisbelo, 
quien perdió a su protector pero salvó su propio pellejo, y admirado y 


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agradecido a un tiempo se había pasado con muías y equipaje a servir 
a don Alvaro, convirtiéndose desde entonces en su escudero y amigo. 
De lo obtenido de la venta de las muías y el equipaje del comerciante 
habían vivido un buen tiempo. Suspiró, ¡aquella había sido una buena 
época!, no como ahora que se avergonzaba ante Elvira de sus obvias 
penurias económicas. 


XI. Donde se cuenta como las cosas se pusieron 
aún más difíciles 


Los días pasaban monótonos, entre los suspiros del caballero, 
las cada vez más esporádicas “escapadas” de Elvira y las protestas de 
Florisbelo que cada día debía ocuparse de proveer ante la inanidad de 
su amo. 

Una tarde, al abandonar la casa para ir a ocuparse de las 
cabalgaduras de ambos, que vegetaban en un perdido corral de las 
afueras, Florisbelo se topó con una pareja que venía resueltamente 
hacia él y lo interpeló: 

- ¡Oye tú!- dijo el hombre-, ¿eres el criado de esa persona que se hace 
llamar Caballero de Lanz, no es así? ¡No te molestes en negarlo, que te 
hemos visto con él! 

- Bueno, eso según- respondió Florisbelo, levantando la voz para 
ser oído de su amo-, en todo caso sería su escudero, que criado no lo fui 
de nadie en la vida... y lo sería si me pagara la soldada que me debe, y 
como no es así no soy de nadie y ya me voy a mis ocupaciones, con vuestro 
permiso... 

- ¡Pues no te irás de aquí si antes no comparece tu amo, o lo que sea, 
reclamamos de inmediato su presencia!- quien tomó aquí la palabra fue 
la mujer, desgreñada y gritona, cerrándole el paso. 


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- Pues no será posible, porque el caballero no se encuentra en casa, 
ha ido a un lugar donde debe cobrar una importante suma, y no volverá 
hasta tres o cuatro días, cuando menos, así que debéis tener paciencia. 

- ¡Paciencia hemos tenido y de sobra, que aún no hemos visto un real 
y ya va para un mes que ha entrado ala casa! 

-¡Y a mi me debe el alquiler de los muebles!- acotó la mujer. 

- Señores, mi amo es hombre honorable, y encontraréis que es 
grande su agradecimiento. A su regreso os pagará un real sobre otro, y 
con intereses, os lo aseguro, quejamás ha dejado de pagar sus deudas y de 
satisfacer a gente honorable, como vosotros. 

- ¡Pues más vale que pague, sino de aquí a tres días vendremos con 
el alguacil y tomaremos cuenta de la casa y nos quedaremos con todo lo 
que encontremos en ella y encomendaremos a él y a vos a la justicia y lo 
que no se cobre en dineros se cobrará de vuestro cuero, que aquí no valen 
títulos que nadie conoce! 

Se quedó clavado Florisbelo mirando a la pareja que reclamando 
a voces y con grandes ademanes se alejaba por la callejuela rumbo a 
la plaza. Y como los males no vienen solos, de repente, saliendo de 
la nada, dos hombres corpulentos lo empujaron dentro de la casa y 
entraron cerrando tras de sí. 

* ¿Qp¿ ocurre? ¡Ayuda que me atropellan!- alcanzó a gritar 
Florisbelo antes que uno de los hombres lo apretara contra la pared y 
le pusiera una espada en el cuello. 

- ¡Cállate, gañán, que te rebaño el cuello, y no vengas con que tu 
amo no está que hace horas que esperamos y nadie lo vio salir! ¿Donde 
está? 

- ¡No sé, no sé, os llevaré a recorrer la casa si queréis, acá no hay 
donde ocultarse, pero no me hagáis daño, que sólo soy un servidor, no sé 
que cuenta tenéis con el caballero, pero yo soy inocente!- y gritaba esto a 
voz en cuello para ser oído de su amo. 

- ¡Está bueno, pero ve delante y no hagas nada que no lo cuentas! 

A todo esto don Alvaro había permanecido en su puesto de 

observación en lo alto de la escalera. Su primera reacción fue acudir 


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en ayuda de su escudero, pero cuando llevó la mano al costado echó 
en cuenta la falta de la espada y se quedó maldiciendo interiormente 
a su suerte y a Trotaconventos, y comenzó a buscar desesperadamente 
con la vista algo con que armarse, pero fue inútil, tan desnuda estaba 
la casa, y ya no tuvo tiempo para más, los esbirros subían la escalera 
llevando del cuello a Florisbelo que estaba tan pálido del susto que 
brillaba en la penumbra. Cuando llegaron arriba uno de ellos atontó 
a Florisbelo con un golpe de empuñadura en la cabeza y se lanzaron a 
recorrer la casa cada uno por su lado, espada en mano. 

- ¡Esta casa es peor que una cárcel, ni muebles ni perchas, ni 
candelabros, como puede este vagabundo meterse con una dama de 
alcurnia 1 .- dijo uno. 

- ¡Calla, que no es asunto nuestro, y te come la envidia, que yo he 
visto como miras a la dama esa, que te la comes con los ojos! 

- ¡Que no te metas tú en la mía, que yo miro a quien me da lagaña, 
y no necesito de dama alguna que muy bien me arreglo con la mora 
Moriana! 

- ¡Sí, sí, tú y unos cuantos más, y ya calla y aguza la vista que en esta 
penumbra puede estar escondido en cualquier lado, de tan cobarde que es 
el tal señor de Lanz, que a todos esos caballeritos, les daría yo por el culo, 
que es lo que les gusta, ja, ja, ja! 

-¡Ya ti también, a lo que parece, jo, jo, jo!- rió el otro que había 
quedado picado. 

- ¡Oxte puto, que se te ha torcido la boca, y te la arreglo de un 
planazo! 

- ¡Que no faltará la oportunidá, pero ahora a lo que vinimos, mira 
bien y cierra el pico, que no se escape el caballerito, que debe estar bien 
escondió, como le gusta a él y a los de su clase! - y diciendo estas cosas 
desparramaron y despanzurraron alevosamente las escasas pertenencias 
del caballero y su escudero- ¿Y así vive un caballero? ¡Pues a mí déjame 
en lo llano, que mejor vivo yo que éste! 


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- ¡Aaahhh, que jedentina tan repunante sale de este cuarto, que 
parece que aquí crían cerdos!- dijo el que se había asomado a los altos, 
esforzó la vista en la penumbra y luego retrocedió, asqueado. 

- ¿Has mirado bien?, ¡buen rezongo nos hemos de llevar si se nos 
escapa! 

- ¡Que no está, te digo, ya lo encontraremos otra vez, que las moscas 
vuelven a la torta hasta que les arreas un buen trapazo! 

- ¿Qué hacemos con el criado, que está como muerto ? 

- ¡Pues ganas me vienen de darle al escudero la cuchillada que 
prometimos al amo, para no hacer el viaje de balde! 

Temblaba Florisbelo al escuchar estas palabras, pero mantuvo la 
inmovilidad mientras uno de los sujetos lo movía con el pie. Un hilo 
de sangre le corría por la sien abajo. Lo pinchó con la espadilla en la 
espalda ante lo cual el escudero sobresaltado no puedo reprimir un 
quejido. 

- ¡Pues mira que rápido resucitó este muerto! 

- ¡Bah, déjalo, que entre elgolpecito y el susto ya está más muerto 
que vivo! ¡Oye, palurdo, dile a tu caballerito que no se arrime nunca más 
a la dama de marras o le alegraremos la vida con una sonrisa de oreja 
a oreja, si no termina con unas cuantas puñaladas tirado en cualquier 
arroyo! 

• ¡Y más vale que se pierdan de una vez, que ya nadie los quiere por 
estos rumbos! ¡Váyanse mientras pueden, que de aquí a un par de días 
volveremos y no habrá lugar en Hita dónde puedan esconderse! 

El esbirro completó el efecto pasando la espada ante los ojos 
aterrados de Florisbelo. Luego, satisfechos, riendo y comentando 
alegremente el éxito de su algarada salieron por la calle abajo sin volver 
la vista, erguidos, orgullosos y con grandes aspavientos. 

- ¡Señor, señor, dónde estás!- preguntaba Florisbelo mientras 
subía medio atontado la escalera. En eso vio emerger de las sombras a 
don Alvaro.- ¿Estás vivo, me alegro, pero, donde estabas mientras a mi 
me picaban como a un fiambre? 


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-¿Y qué podía yo hacer si estoy desarmado? Estaba atento a lo que 
ocurría, ¡si tu vida hubiera corrido peligro habría corrido a ayudarte con 
mi puños, si no encontrara otra cosa! 

- ¡Sí, claro!, en fin... me alegro que estés entero,¡pero hueles y no a 
rosas! 

- ¡A ti te lo debo, que no hay fuerza ni amenaza capaz de convencerte 
deque limpies el común !Aunque esta vez creo que debo la vida a tu descuido 
y holgazanería, los secuaces de don Ximeno retrocedieron mientras yo me 
sumergía bajo un poyo, en el rincón más oscuro y maloliente... 

- Je, je, je...- comenzó a reír por lo bajo Florisbelo, solapadamente, 
hasta que no pudo reprimir la risa y ja, ja, ja, franca, sonora, 
confianzuda- \disculpa señor, es difícil no reír, nos hemos salvado de una 
buena, y todo gracias a esas extrañas charreteras que luces en la casaca!- y 
jua, jua, jua, la carcajada incontenible, y el caballero que no podía evitar 
reír también, aunque ya medio picado, y "¡basta insolente, antes que te 
estropéelos belfos así aprendes mejora burlarte de tu amo!” y el escudero 
“ perdón, que son los nervios”, y que sería mejor que se quitara la ropa 
que se la iba a lavar porque no le habían dejado camisa sana y tendría 
que esperar a que secara la que tenía puesta. 

Un rato después refunfuñaba todavía el caballero envuelto en 
una manta hecha jirones, mientras su criado con la cabeza vendada 
trajinaba con su ropa en la pila del patio, la cual revolvía mientras iba 
echando lejía y agua caliente. 

- Amo, las cosas se están poniendo difíciles por aquí. Creo que es 
mejor ir levantando el campamento antes que nos caiga la desgracia... 

- ¿Desgracia, desgracia dices, cuando he alcanzado la mayor fortuna 
que un hombre puede alcanzar? 

- Entiendo las cosas del corazón, señor, que yo también las he 
sufrido, pero has contraído deudas que no puedes pagar, y nos siguen los 
esbirros de don Ximeno y las habladurías de la gente, que sois comidilla en 
todos lugares donde se reúnen dueñas a desollar cristianos, y la conversa 
pronto llegará a oídos de la justicia, ¿cuánto crees que demorará la Santa 
Hermandad en venir por nosotros en defensa de las buenas costumbres 


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y la moral de estas hipócritas gentes? Y eso sin contar las leyes, que hay 
edictos contra los vagabundos y la gente sin trabajo y sin vasallo... 

- ¡Vagabundo yo, un hijodalgo que me gané mis blasones en el 
campo de batalla, caballero de la Orden del Temple... 

- ¡No lo digas en voz alta, que los caballeros que decís no son bien 
vistos hoy en día! 

-... y señor de Lanz por mi padre! 

- ¿Que no eras segundón ? 

-¡Yya verán esos malditos de que es capaz un £4¿¿//m>/-y olvidando 
su desnudez se puso de pie y llevó la mano al costado, sólo para caer 
una vez más en la cuenta cuán inerme y desarmado se encontraba. 

- ¡Más poder tiene hoy el dinero, señor, que los tiempos están 
cambiando, y no estará mal advertirlo! Además no es ante mí que tienes 
que defenderte y justificarte, pronto volverán los asesinos, y también 
vendrá la justicia, y quien sabe que más, ¡por nuestra vida, debemos hacer 
algo, y rápido! 

- ¡Bien, ya calla y déjamepensar, que no estamos en las carnestolendas 
para que te creas con derecho a decirme cualquier dislate, como hacían los 
criados romanos con sus amos! ¡Saldremos de ésta, como de otras, como 
que me llamo Alvaro de Lanz! 

Y allí se quedó el caballero, cabizbajo, pensativo. Entendía las 
razones de su escudero, pero una fuerza poderosa lo retenía en Hita, y 
al mismo tiempo no consideraba digno que un verdadero hombre de 
armas se viera en aquellos predicamentos. 

Unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento. 
Arrimó un ojo Florisbelo a la mirilla y dijo que era la vieja. 

- ¡Abre, abre- gritó desde el piso de arriba el caballero- sin duda 
trae noticias de mi amada! ¡Pasad, pasad gloriosa señora mía, vuestras 
palabras son bálsamo para mis heridas, que más duelen las del alma que 
las del cuerpo! 

Le miró con sorna Trotaconventos, a quien como se ha dicho le 
resbalaban las palabras y fue directo a los hechos. 


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- Alguien que os quiere bien y se preocupa por vos, al tanto de 
algunos hechos, me encargó que os entregara esto... - dijo, y sacó de entre 
sus ropas un largo objeto envuelto en tela que alcanzó al caballero. 
Lo desenvolvió éste presurosamente y allí estaba la espada prendada. 
La asió con fervor y le dio de besos, olvidando al punto la manta que 
cubría sus desnudeces, la que cayó a sus pies exponiéndolo al natural 
a los ojos de la tercera, quien lejos de desviar la mirada o afectar falso 
pudor soltó una carcajada al tiempo que lo miraba descaradamente. 

-¡Señora, que no conviene a vuestro decoro y al mío...!- alcanzó a 
decir don Alvaro mientras trataba de recuperar la manta sin abandonar 
la espada. 

- ¡Descuida caballero, que os puedo asegurar que ya lo he visto todo 
en este mundo!- contestó ésta- Y a veo por qué doña Elvira está tan 
prendada de vos, esbelto cuerpo el que tienes, y bien proporcionado, ja, 
ja, tiempo hace que no veía uno tan joven y gallardo, que a mis años poco 
puedo esperar. ..pero en mis añosjóvenes, ah, solía enloquecer a los mozos, 
que yo era su tema donde quiera que iba, y muchas fiebres de mayo he 
provocado, de esas que solo se curan con mucha cama!- y reía a carcajadas, 
muy a su gusto con la situación que enrojecía a don Alvaro y provocaba 
también la risa de Florisbelo, quien le decía que no se acongojara, que 
no era Trotaconventos mujer melindrosa, y que había regenteado el 
mejor prostíbulo del que se tuviera noticias en Hita, y que dondequiera 
que iba se la conocía y reconocía, si bien todos disimulaban. 

- \Es más- dijo Trotaconventos ya lanzada-, si entre cien mujeres 
voy y alguien grita “¡Puta vieja!" alegre doy vuelta la caray respondo que 
por tal me tengo y me mantengo! 

- Me doy por enterado- dijo el caballero, ya recompuesto y 
cubierto a medias-, ¿y cómo podré pagaros por este bien que me haces al 
devolverme mi espada ? 

- Ya está pago, caballero, que si esperara por vos... me manda doña 
Elvira, quien no desea que te veas desarmado e indefenso ante vuestros 
enemigos, que creedme son muchos y poderosos, al menos aquí en Hita. 


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Ella me ha pagado vuestra deuda, y con generosidad, tanto que aún 
queda un saldo a vuestrofavor... 

- ¿Doña Elvira me la envía? ¡Oh, Dios, me siento humillado, no 
sé si aceptarla! 

- Mejor aceptas, no es la primera vez que cubre vuestros gastos... 

- ¿Qué dices, deslenguada, insinúas que ella me ha estado 
manteniendo? 

-¿Vas a esgrimir tu espada contra una mujer, y anciana por 
añadidura? Sólo os digo la verdad. ¿Acaso pensabas que con un par de 
anillos y una cadena demediada ibas a pagar los banquetes que os habéis 
dado y los trabajos que me he tomado? ¿De donde crees que sale el pienso 
y el alojamiento de tu caballo?; y ahora mismo me ha mandado saldar 
la cuenta con tus caseros. Y por favor ten la manta en alto, reserva el 
espectáculo para alguien másjoven y que pueda disfrutarlo... 

- ¡ Tiene razón Florisbelo, esta situación debe terminar, no soy digno 
de ella! Pero, ¿quépuedo hacer? 

- Por lo pronto quiere que os lleve a su presencia... -acotó 
Trotaconventos. 

-¿Cuándo? 

- Hoy mismo. Su tutor se ha ido a sus negocios y no volverá hasta 
mañana. Pero debes andar con cuidado, ha dejado a dos de sus hombres 
vigilando la casa, creo que son los mismos que os han hecho andar por los 
altos... 

- ¡Ah, miserables, que con mi espada nada tengo que temer de ellos 
ni de nadie! 

- Retened vuestro ímpetu que sólo vas a empeorar las cosas. Ella 
saldrá sin ser vista alpatio defrutales y yo os llevaré a su presencia por una 
puerta lateral enrejada y disimulada entre las enredaderas de la tapia. 
No es posible que te encuentres con ella como quisieras porque la llave sólo 
la tiene don Ximenoy no se la cede a nadie, pero podrás hablarle, creo que 
tiene cosas importantes que decirte. 

- ¡ Ya mismo, llévame a ella! 


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En cuanto dijo esto cayó en la cuenta nuevamente de su 
desnudez actual. Su ropa estaba aún empapada, y los esbirros de don 
Ximeno no le habían dejado prenda sana, creyó que la desesperación 
lo enloquecería, ¡hasta las cosas más pequeñas se volvían en su contra! 

- ¡Tranquilo, que debemos esperar que anochezca! Aún tienes una 
hora. Yo os conseguiré alguna ropa, aunque no será de caballero... 

- ¡Importa poco, que ardo en deseos de verla nuevamente! ¡Esta 
misma noche se definirá nuestro futuro! 

- Así sea. Parto, y regreso en una hora con lo prometido. 


XII. Donde se cuenta como todas las cosas 
humanas tienen su principio y su fin 


- ¡Amada mía, ya desesperaba por volver a verte, el mundo entero se 
ha puesto en contra nuestra! 

- Ya lo creo, están las cosas más difíciles de lo que crees. Veo que te 
has disfrazado convenientemente. 

Hizo un gesto de resignación don Alvaro, quién no se había 
disfrazado voluntariamente, aunque se sentía ridículo en las ropas 
que le había conseguido Trotaconventos: unas calzas verdes muy 
ajustadas, que según le comentara con buen humor Florisbelo 
“resaltaban su hombría”, unos tamangos de campesino, un jubón 
gastado y un sombrero, “gascón” le había dicho la vieja, que se le 
atornillaba extrañamente en la cabeza. Las manos unidas a través de 
la reja suspiraban los enamorados, aunque él creyó ver en sus ojos una 
chispa burlona, una risa interior, que lo escocieron un poco, aunque lo 
atribuyó a su descoordinada vestimenta. 

- ¡Debes partir!- continuó Elvira- ¡Tu vida corre peligro si 
permaneces en Hita! 


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- ¡No partiré sin vos, aunque tenga que matar al mismísimo 
Ximeno Ximénez! 

- ¡No harás tal, que me dejarás desvalida, sin protección y sin 
hacienda! ¡Además don Ximeno tiene amigos poderosos, el alcalde y el 
Comendador lo apoyan y le han dado carta blanca para que haga con vos 
lo que quisiere! 

- ¿ Cómo sin hacienda, no administra él lo que te pertenece ? 

- ¡Pues lo que me pertenece es nada! ¡Mis padres no me dejaron 
un mísero sueldo, solo deudas y una tierra sin ningún valor de tan 
abandonada que estaba! ¡Me aguardaba el convento, en el mejor de los 
casos! 

- ¡Huid entonces conmigo, nos iremos lejos y nos casaremos en 
secreto! 

Esto dijo don Alvaro mirándola fijamente, con expresión 
enajenada, dispuesto a todo. Lucía ella hermosa como nunca, su 
blanco rostro enmarcado en aquella negrísima cabellera que tanto le 
gustaba, resplandecía como una luna en la noche oscura. Pero una risa 
breve, casi sarcástica le contuvo, le sobresaltó, le devolvió a la realidad, 
más allá de todos sus sueños. 

- ¿Por qué razón señora mía os reís, acaso os parecen graciosos mis 
sentimientos.,, ? 

- Es que terminas de hacerme la propuesta más disparatada que ha 
hecho hombre alguno... ¿cuán lejos crees que llegaríamos con los hombres 
del Comendador y los de don Ximeno tras de nuestros pasos? Además, 
sois un caballero sin fortuna y sin feudo, ¿te imaginas cargando conmigo 
sin recursos, escondidos, perseguidos, con la vida pendiendo de un hilo, a 
lo Tristán e Isolda? 

- ¡Os ofrezco a cambio un amor que no conocerá pausas ni treguas! 

- Ah, eso no lo dudo, que me has dado abundantes pruebas... pero 
recapacita, no es vida para mí, y para vos pronto sería una carga, un 
peso muerto que llevarías como una condena por la vida... ¡llegarías a 
odiarme! 

- ¡Mi amor es eterno, nada podrá cambiarlo ni amatarlo! 


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- ¡Ah señor caballero, que poco conoces la naturaleza humana! 
Mira, seré honesta con vos: os amo, pero mi lugar está aquí, en esta casa, 
en estas tierras. Me casaré con don Ximeno, yo no tengo más pariente que 
él, y él no tiene más parientes que yo. ¡ Un día todo cuánto posee será mío! 
Ese día seré libre, y rica, y si aún me amáis... 

- ¡Muy largo me lo prometéis! 

- Es cuánto puedo por ahora... 

- Pero... ¿y vuestra vida no vale nada acaso, no viviréis con terror de 
que ese villano sepa quefuiste mía antes que suya? 

- ¿Correrpeligro mi vida? ¡Oh no, nada de eso, don Ximeno me 
ama más que a su vida! ¡Lo hubieras visto anoche mismo, se arrastró a 
mis pies ofreciéndome el oro y el moro para arrancarme una promesa! En 
fin, que le di palabra de matrimonio a cambio de que olvidara el pasado 
y os permitiera partir, pero debes hacerlo cuánto antes, no estoy segura 
de que cumpla, os odia demasiado, debes entenderlo, ¡has disfrutado de 
balde lo que a él le cuesta su honor y su hacienda! 

- Señora, ¿cómo puedes hablarme así? ¡Si hasta parece que desearas 
mi partida! Y mi vida se queda con vos... 

Sus ojos debían engañarlo, le pareció advertir un mohín en su 
rostro, como un gesto de fastidio. 

- ¡Debo irme -dijo-, la dueña que me acompaña es quien nos 
ha vendido! Está trajinando en la cocina, pero en cualquier momento 
extrañará mi ausencia y saldrá a buscarme. ¡Adiós caballero mío, don 
Alvaro, no me olvides! 

Se arrancó de sus manos, lo miró fugaz pero intensamente, 
después hizo un último gesto de despedida, se volvió y corrió hacia la 
casa. Esas fueron las imágenes que don Alvaro guardó en sus retinas 
para siempre: aquella última mirada: profunda, amorosa, irónica, 
indescifrable, luego su ondulante cabellera negra, su vestido rojo como 
una flama entre los árboles. 

Entendió que ya nada tenía que hacer allí y desprendiéndose de la 
reja emprendió cabizbajo el camino de regreso. 

- ¿Dónde iremos ahora, mi fiel Florisbelo ? 


79 



- Me he tomado la libertad dejuntar las pocas cosas que nos quedan, 
vuestra lanza y vuestro armadura las recuperé de casa del Arcipreste y 
las dejé donde nuestra cabalgaduras, debemos hacernos cuanto antes al 
camino, ¡hasta las piedras queman en Hita! 

- Fuerza es hacerlo, pero antes debo pasar por casa del Arcipreste, 
que es de hombres de bien ser agradecidos... 

- Ya es de noche, creo que podremos llegar sin ser vistos, para ello 
debemos movemos con sigilo y convenientemente embozados. 

- ¡Ah, es absurdo que yo, caballero de los caminos de Santiago, 
miembro de la orden del Temple, señor de Lanz, defensor de humildes y 
afligidos, siervo confeso de Amor, deba emprender el incierto camino bajo 
amenaza, desairado, a escondidas, como un villano cualquiera! 

- Pues el camino y el tiempo curan las heridas, que habrá otras villas 
y castillos donde caballerosjóvenes y de buen parecer, como vos, sean bien 
recibidos, y lejos del peligro de las batallas podrás medrar en torneos y 
en placenteros ejercicios de salón, donde los caballeros son premiados por 
hermosas damas. Entiendo que algo del arte poético has aprendido con el 
Arcipreste en las horas lentas de la huerta... 

- No lo suficiente para lucirme entre trovadores de verdad. 

- No olvides que fui comediante y domino las artes musicales, 
practicaremos por el camino y ya verás que en algún tiempo serás uno de 
ellos, ¡y con vuestrajuventud y apariencia harás el resto! 

- No te creo, pero al menos eso hará más corto el camino, amenizará 
las nochesjunto alfuego... 

- ¡Así se habla! ¡ Y si queremos que sea cierto, debemos partir lo antes 
posible! 

- Antes vamos a casa del Arcipreste. Creo que esta noche voy a 
embriagarme y mañana partiremos temprano, antes del amanecer. 


80 



XIII. Última noche en Hita 


Ya reunidos con el Arcipreste, preguntaba éste ansiosamente 
si alguien los había visto llegar. Las cosas no le iban nada bien. 
Persecuciones del Arzobispo que le recriminaba insistentemente 
por lo que llamaba “su desarreglada vida de seglar”. Nubarrones de 
intolerancia y prejuicio se aproximaban. Para empeorar las cosas 
el “mal de Ñipóles”, la peste negra, llegada del Oriente, se extendía 
por Europa, y no pocos acusaban a la corrupción reinante en la 
Iglesia como causante de la misma; era el castigo que se merecían 
por haber convertido el sacerdocio en un ejercicio de prevaricación 
y lujuria. Monjes enajenados como los que ellos mismos habían visto 
antes, resentidos y vengativos recorrían los caminos con su corte de 
seguidores, acusando a unos y otros de herejía, brujería, simonía, 
sodomía, y ¡cuidado aquél sobre el cual depositaran su mirada y su ira, 
casi seguramente terminaría en la hoguera! El populacho embravecido 
buscaba culpables por cualquier lado, cualquier ordalía servía para 
prevenir males mayores. 

- ¡Deben partir mientras pueden- les dijo- antes que les alcancen 
persecuciones mayores! ¡Aunque no es fácil escapar, la peste, como los 
tártaros en otros tiempos, nos cerca por todas partes! 

- Lo entiendo- respondió don Alvaro-, partiremos antes del 
amanecer, he venido a despedirme de vos, y a compartir una última copa 
de vino. Sijuera por mí permanecería para siempre en Hita sin importar 
el riesgo, pero mi amada quiere que parta, y no es de caballero desoír su 
voluntad y mandato... ¡quizás el destino nos vuelva a unir! 

- No contaría con eso- dijo el Arcipreste-, la experiencia me dice lo 
contrario: fugit irreparabilis tempus". 

Sirvió abundante vino, luego tomó su laúd y entonó, tristemente: 

i 

u La salud y la vida muy pronto se van, 

En un punto se pierden y ya no volverán; 


81 



Mirad, que no sabéis si mañana estarán 

Aquellos que os aman, o si por vos llorarán " 

Vete sin mirar atrás, “Carpe diem”, como dijo el poeta latino, 
*'atrapa el día". Si no veme aquí, entre el Arzobispo y la peste presiento 
que mis días están contados, pero poco importa, no desandaré mis pasos, 
cada momento valió la pena... 

Rasgó el instrumento y volvió a cantar: 

*Pobre de mí, ¿escaparé? Miedo tengo de ser muerto, 

A todas partes miro y no puedo hallar puerto; 

Toda mi esperanza es ahora desconcierto: 

Sólo puede salvarme quien me trae penado y yerto " 

El arzobispo me condena, Amor me abandona, la muerte me cerca. 
En estas coplas, como Ovidio, cifro todas mis esperanzas de salvación y mi 
gloriafutura. 

Era notorio el abatimiento del Arcipreste. 

- ¿ Tan mal están las cosas? 

- Aún peores, que a vos nada os ata, pero yo tengo aquí mis raíces, 
todo cuanto poseo... ¡parte, parte tú que puedes y no mires hacia atrás! 

- Pero... ¿cómo podré olvidar este amor, como podré entregar 
resignadamente a mi amada a los brazos de ese hombre mucho mayor 
que ella, de ese abusador y pervertido? 

- Mira caballero, hora es que dejes caer la venda de Amor, no es tan 
malo don Ximeno, tiene suspecadillos, claro, pero el mayor es amar tanto 
a esa muchacha tan avisada e ingeniosa, que lo lleva y lo trae como a toro 
de las narices, que ella hace con él lo que quiere, por ella pena y muere 
cada día, por sus andanzas y sus engaños, y todo lo perdona a cuenta 


82 


Op.cit. vs. S32-S3S. 
Op. cit. vs. S36-S39. 



de la promesa de un matrimonio que convenientemente estira ella para 
mantenerlo sojuzgado. 

- ¿Que no es ella mujer pura y tierna de corazón me dices?, ¡pues yo 
la tuve virgen, y maldito sea y conmigo se bata a muerte quien afirme lo 
contrario! 

- ¡ Tranquib, señor caballero, que soy hombre de Dios, y enemigo de 
peleas yjuramentos! Pues mira, no hay daño que no se repare ni roto que 
no pueda coser Trotaconventos... - y rió tras estas palabras recuperando 
momentáneamente el buen humor. Las mismas resultaron en cambio 
misteriosas para don Alvaro quien afortunadamente para el Arcipreste 
no las asoció con las que éste le había dicho tiempo atrás: "cientos de 
virgos ha hecho y deshecho en esta ciudad”, pero de todas formas tenía 
una expresión de furia que le oscurecía el rostro. 

- ¡Calma, señores, calma!- interrumpió oportunamente 
Florisbelo- ¡son bromas del 

Arcipreste, don Alvaro, y debes aceptarlas y reír de ellas, que no 
hay hombre que haya perdido la cabeza por una mujer que no las haya 
sufrido y soportado! El Arcipreste es nuestro amigo, y el único que tenemos 
por estas tierras... 

- No lo he olvidado- dijo el caballero-, pronto partiré, no quiero 
causaros más problemas, ni a vos ni a ella, pero la altura y perfección de 
mi dama... 

Unos golpes en la puerta posterior de la sacristía interrumpieron 
esta disquisición. 

- Señor Arcipreste, que soy yo, Lázaro, tengo algo importante que 
deciros...- dijo una voz que pretendía ser discreta. 

- Es mi pregonero, Lázaro, no temas, es de confianza y me presta 
importantes servicios. 

- Él y su mujer también- le dijo por lo bajo Florisbelo a su amo 
cuando el sacerdote acudía a la puerta. 

- Calla, que no es de hombres agradecidos murmurar de sus 
benefactores. 

- ¿Y no eras vos el que hace un momento casi lo toma por el cuello? 


83 



Se encogió de Hombros el caballero en el momento en que el 
Arcipreste introducía a una persona en la habitación. 

- Éste es Lázaro, mi servidor, mis oídos y mis ojos. Escucha lo que 
tiene para decirte. 

Era éste aquel hombrecillo que nuestro caballero había 
conocido el mismo día que vio por primera vez a doña Elvira. Vestía 
modestamente, a la manera de los siervos, con calzas cortas y camisa 
parda, no demasiado limpias. Les sonrió a manera de saludo y mostró 
la falta de varios dientes y cicatrices antiguas en torno a la boca y en las 
mejillas. 

- Tengo entendido que estás enemistado con don Ximeno Ximénez, 
por razones que ambos sabemos, pues bien, si es así vuestra vida está en 
serio peligro, como que dos de sus hombres, los más rudos, os esperan en la 
esquina, escondidos bajo un portal. Es gente de la Corte de los Milagros, 
que ahora medra bajo su protección y tienen campo abierto para sus 
atropellos, esquilando campesinos... 

- Esquilmando querrás decir - corrigió Florisbelo. 

-... bueno, eso- continuó el siervo-, apretando viudas y huérfanos 
hasta dejarlos sin recurso alguno, y dando rienda suelta a todos sus vicios 
y mala entraña... 

- Por favor, termina lo que vienes a decir- le interrumpió el 
Arcipreste-, y deja el resto para otra oportunidad. 

-... es que si me interrumpís todo el tiempo... bueno, que los escuché 
hablar en la taberna, oí que mencionaron al Arcipreste y me pareció que 
algo sucio maginaban, así que los seguí hasta aquí y vi que se apostaban 
en la esquina mirando hacia esta casa, entonces entré a la mía y por los 
fondos, que están comunicados con la sacristía para que mi mujer y yo 
mejor podamos servir al amo me vine a poneros sobre aviso... 

- ¿Estás seguro Me apremió el Arcipreste- me parece que llevas 
algunas copas de más... 

- El vino es mi compañero desde muy niño, nunca me engaña si 
yo no quiero, y os puedo asegurar que oí muy bien vuestro nombre, y 
estaban de muy mal humor porque hacefrío y quieren volver a la taberna 


84 



y aseguran que esta vez no se escapará no sé que caballero de pacotilla. 
Eso decían entre trago y trago mientras prometían tantas y cuántas 
puñaladas y otras maldades relacionadas con una parte del cuerpo que 
siempre paga las culpas del resto ... 

-Es a mí a quien buscan, no hay duda. 

- Así es señor,- respondió Lázaro-^ os aconsejo que abandones la 
ciudad cuánto antes. 

-¡Tú también ! ¿ Ypor qué debería hacerlo, si no he cometido crimen 
alguno? 

- Perdonadme la franqueza, caballero, pero vuestro asunto con 
doña Elvira anda en todos los corrillos de la ciudad, ya se cantan coplas. 
¿Quieres oír una?- y sin esperar respuesta entonó con su voz ronca de 
pregonero: 

“Muy contento el caballero 

Sube y baja la ventana 

De un dama muy guardada 

Que no le niega nada 

k 

Crecen cuernos a su tutor 

Mientras ella se refocila 

Con su caballero pobre 

Gran señor de las pocilgas ” 

- ¡Basta, es suficiente picaro, si no quieres perder los pocos dientes 
que te quedan! 

- ¡Don Alvaro, no castigues al mensajero! -intervino el Arcipreste- 
¡Asísonen Castilla las cosas del honor! ¡Voxpópuli, voxDei, portudecoro 
y el de la dama es mejor que dejes el campo, ésta es una batalla que no 
puedes ganar, sólo puedes terminar muerto y agregar más maledicencia 
al nombre de tu querida!- 

- ¡Cuánta insolencia, cuanta maldad y envidia; nos iremos esta 
misma noche, ya lo había decidido, pero antes debo saldar una cuenta! 


85 



¡Así que señor de las pocilgas, eh, ahora verán quien es el caballero de 
Lanzl- y diciendo estas palabras airadamente desenvainó la espada con 
gran sobresalto del Arcipreste y de Lázaro. Al advertirlo don Alvaro 
los tranquilizó- ¡Que no es con vosotros la cosa, sino con esos esbirros 
que me aguardan emboscados! ¡Florisbelo, sal sin ser visto, ve por mi 
cabalgadura y la tuya, cárgalas y encuéntrame en el corral que está a la 
vuelta de esta calle! 

Esta vez su tono imperioso no admitía réplica, bien lo sabía su 
criado. Se volvió hacia el Arcipreste. 

- Don Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, fue un placer conoceros, os 
deboy me debéis, demos nuestras cuentas por saldadas. Quizás volvamos 
a encontrarnos... 

- No lo creo, caballero. Se acercan tiempos terribles, para Hita y 
para mí- su voz adquirió un dejo plañidero, el caballero advirtió en 
su rostro y su gesto una infinita pesadumbre y malos presentimientos 

- ¡Vamos, si vos siempre tan alegre y animoso os dejáis abatir de esa 
manera, pensad en mí, que ahora me voy a la aventura, dejando aquí 
mi único bien, el más preciado, y me voy sin nada, sin amor, sin patria, 
sin señor y sin soldada, sólo me aguardan el camino y quien sabe cuántas 
penurias hasta encontrar un lugar en el mundo para mí, si es que existe!- 
las palabras brotaron torrentosas, cálidas, como una expiación de la 
boca del caballero. 

- Pues te llevas más de lo que a mí me dejas... pero aguarda un 
momento, tengo algo para ti...- buscó en un cajón y extrajo una bolsa 
que agitó a los ojos de don Alvaro haciéndola tintinear. 

- ¿Y que tiene que ver esa bolsa conmigo? 

- Son unos dineros que os envía doña Elvira, mujer generosa como 
pocas, lo hace porque os quiere bien y desea... 

Retrocedió espantado el caballero poniendo los ojos en alto y 
una mano en el pecho, y agitó la otra rechazando enérgicamente el 
ofrecimiento. 

- ¿Qué es esto, acaso soy un don nadie o un rufián para aceptar 
dinero de una mujer a la que he amado?¿Quésignifica ésta bolsa, es una 


86 



limosna, un pago por mis servicios... o algo aún peor?- y en éste punto la 
voz se le quebró en un sollozo. 

* (Peor?- preguntó el Arcipreste. 

- ¡Así es, un... soborno, para que le deje el campo libre! 

- ¡Señor, don Alvaro, no lo tomes así! La dama sólo quiere vuestro 
bien, considéralo un préstamo, lo devolverás sin duda cuando la Fortuna 
toque tu puerta, lo que ocurrirá más temprano o más tarde, ¡estoy seguro! 

-¿Quépuerta tocará Fortuna, si no tengo ninguna ? - respondió el 
caballero entre gemidos, y luego recomponiéndose- No puedo aceptar 
la dádiva, pero venga vuestra merced acá, que deseo estrecharos en un 
abrazo. Si no volvemos a vemos, quiero que sepas que os considero un 
amigo y que nuestros pecados, aunque escandalicen al mundo, no me 
hacen a mí un mal caballero ni a vos un mal fraile. ¡Pocos como tú saben 
dar consuelo y abrigo a quienes lo necesitan, hombres o mujeres! 

- Cada uno es como es- dijo el Arcipreste-^ sólo Dios sabe por qué. 

- “No escudriñarás al Señor", te lo oí decir en uno de tus sermones.... 

- Así es verdad como fue dicho. 

Se apretaron estrechamente, en silencio. Cuando se separaron el 
caballero se volvió hacia Lázaro: 

- Condúceme ahora por los fondos, no quiero que me vean salir de 
la casa del Arcipreste. 

Y el Arcipreste se quedó lamentando la triste suerte de su amigo 
y la suya propia mientras don Alvaro, espada en mano, se precipitaba 
tras de Lázaro. 

Un momento después, por un callejón de tierra con olor a 
estiércol e iluminado por una redonda luna de sangre, el caballero 
salía a la calle y sigilosamente desandaba el camino hacia la sacristía. Al 
llegar a la esquina se mostró de golpe tras los dos hombres arrebozados 
que lo aguardaban semiocultos bajo las sombras de los saledizos. 

- ¿Me buscaban? ¡Acá estoy, ahora sabrán lo que es el honor! 

- ¿Qué dijo éste, el honor o el olor ?- respondió uno de aquellos 
cuando se hubo recuperado de la sorpresa, empuñando su espada 
ancha y corta de rufián. 


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- ¿Asi que vosotros malandrines invadisteis mi casa y en mi ausencia 
mancillasteis mi nombre y mi enseña? ¡Ahora veréis quien es el Caballero 
de Lanz! 

-¡Sabemos perfectamente quien eres, SeñordeMalolorySinblanca!- 
rcspondió el otro y enarbolando sus espadas se separaron tratando 
de colocarse a ambos lados del caballero. Pero en lances similares 
se había visto éste, y para algo debían servirle ahora sus largas horas 
de entrenamiento en el patio de su casa paterna y con los hombres 
del Conde de Barcelona. Se dirigió a uno de ellos tirando un par de 
golpes ampulosos para alejarlo unos pasos del otro, luego giró de golpe 
parando la artera estocada que le dirigía el que había quedado a su 
espalda, con el mismo movimiento su espada describió un giro y se 
impulsó hacia delante hiriendo seriamente a su contrincante en mitad 
del pecho. Liquidado éste se volvió hacia el otro que solo no era rival, 
un par de tiros y la espada voló a la vez que el hombre se tomaba el 
brazo del cual manaba un chorro de sangre y emprendía carrera calle 
abajo. El caballero no quiso seguirlo. 

- ¡Ahora que sabes bien quien soy que el diablo se ocupe de ti!- le 
gritó, e ignorando los gemidos del herido volvió sobre sus pasos, dobló 
la esquina y protegido por las sombras de un árbol se sentó en la puerta 
del corral a esperar el regreso de Florisbelo. La luna sangrienta del 
anochecer se iba poniendo ahora amarilla y subía lenta hacia el cénit. 
Así en el ánimo del caballero la efusión de la venganza iba dejando 
lugar a una sorda desesperación. Su mirada distraída, ensimismada, 
advirtió entonces unas luces rojas, como de incendio, que aparecieron 
sobre el horizonte y le pareció oír unas voces lastimeras que se alzaban 
apenas audibles desde el fondo oscuro de la noche. “Un incendio- 
pensó-, alguna vela calda habrá provocado una tragedia”. 

De estas preocupaciones le sacó la llegada de Florisbelo, quién se 
presentó a lomos de su muía, trayendo de la rienda al caballo de don 
Alvaro, con la lanza, el escudo y la coraza colgando a un costado. 

- ¡Ah, mi buen amigo, volvemos a los caminos!- dijo extendiendo su 
mano para tomar la rienda. Cuando puso su pie en el estribo el caballo 


88 



se movió de costado evitando el contacto- ¿Qué ocurre?- preguntó en 
voz alta-, ¡aaah, ya entiendo, qué fácil se acostumbran hombres y bestias a 
la buena vida!Pues lo siento, volvieron los tiempos difíciles...- y diciendo 
esto tomó impulso y de un salto se enhorquetó sobre el lomo. 

- Id haciendo camino despacio caballero, debo regresar a casa del 
Arcipreste a buscar algunas cosas- le advirtió su escudero-. Espérame 
porfavor en la encrucijada, y a propósito, ¿has decidido ya el camino que 
vamos a tomar? 

- Pues... pensé en dirigirme al país de los francos, pero dime, ¿no 
te arriesgas demasiado volviendo a casa del Arcipreste? No tardarán 
en ponerse tras nuestros pasos, más aún después del lance que acabo de 
tener... 

- Tienen algo más importante en que preocuparse, me dijo el 
caballerizo que la peste ha llegado a Hita, por ahora está en las afueras, 
pero muchosjuntan sus cosas y se aprestan a huir, quemando lo que dejan, 
pronto los caminos estarán llenos de gente que escapa de una muerte 
segura. Debemos tomarla ventaja, porque muchos llevarán la negra peste 
consigo... 

- Apresúrate entonces, por ese y otros motivos debemos partir antes 
del amanecer. Aunque mi pensamiento vuelve hacia mi amada, con lo 
que me dices no sé si deba abandonarla en este momento... 

- “Allea jacta est” amo, sólo empeoraras las cosas si te quedas. 
Don Ximeno es hombre de recursos, sin duda le procurará un refugio 
apropiado, lejos de la ciudad, perdona, pero es más de lo que tú puedes 
ofrecerle- le respondió el escudero tratando de conformarlo. 

- Puede ser- refunfuño el caballero-, ¡pero recuerda que no eres mi 
conciencia! Ahora ve y regresa rápido, haré camino despacio hasta que me 
alcances, y ten cuidado, no quiero tener que regresar por ti. 

- No señor - dijo Florisbelo y partió a escape dejando la muía 
atada al palenque. 


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XIV. Epílogo 


Lencamente avanzó el caballero, y al contrario de lo que aconsejaba 
la prudencia tomó por la calle principal con el evidente propósito de 
pasar frente a la casa de Elvira. Los pasos del caballo resonaban sobre la 
calzada de piedra en el silencio nocturno. Le pareció que alguna gente 
abandonaba su reposo para asomarse discretamente a las persianas. 
Bajo la luna redonda y amarilla el caballero andaba una vez más el 
camino del destierro. 

u Burgalesa e burgalesas por lasfinestras soné”, recordó. Eran unos 
versos del Poema del Mío Cid que había oído recitar a un juglar una 
noche lejana, en una de tantas posadas. Su destierro no prometía gloria 
alguna, pero al menos su figura en la noche, la lanza enhiesta en el 
ristre, el escudo embrazado, el casco empenachado sobre su cabeza y la 
gran cruz atravesada en el pecho debían provocar una fuerte impresión 
en las personas de pueblo, comunes, que lo veían pasar. Pensó que 
recuperaba su verdadera naturaleza, se sintió como el último caballero 
internándose en la noche tras un destino incierto. Cuando pasó bajo 
las ventanas de Elvira le pareció advertir un ligero estremecimiento 
de las cortinas, casi adivinó como tantas veces su rostro pálido 
en las penumbras, deseó que se asomara, pero eso nunca ocurrió. 
Seguramente desde otra ventana el propio don Ximeno lo observaba 
con odio. “Sal, ven a defender lo tuyo”, deseó, pero sin sus esbirros 
no era nada, no se atrevería nunca a hacerle frente. Con un gesto de 
desprecio hacia el burgués se dispuso a seguir. En ese momento una 
sombra blanca aleteó desde la ventana y cayó a sus pies. Con la lanza 
enganchó la rama de la cual pendía una perfecta flor, y la atrajo hacia 
sí. Nada revelaba la presencia de Elvira en la ventana. Los maceteros 
se veían cargados de flores de todos colores. ¿Casualidad o propósito? 
Lo consideró una despedida, la única posible. Gentilmente inclinó la 
lanza y la cabeza en señal de acatamiento, colocó la flor entre el peto y 


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la camisa y continuó su camino. Se sentía muy triste, pero digno, ¿qué 
otra cosa podía hacer? 

Ya en las afueras vio de más cerca el resplandor del fuego en las 
últimas casas de Hita, era una zona que conocía bien. Para ese lado 
estaba la casa de Trotaconventos, que había frecuentado en más de una 
oportunidad. Con el humo y la quemazón se olfateaba la desgracia en 
el aire. Un escalofrío le corrió por el cuerpo y apuró su caballo hacia 
el punto acordado con Florisbelo. No pasó mucho tiempo antes que 
sintiera el galope desacompasado de la muía y apareció su criado, quien 
extrañamente ufano para las circunstancias se ubicó a su costado. 
Mostró un saco que pendía de su montura. 

- ¡Pan, vino, fiambres y queso, no pasaremos necesidades en el 
camino!- dijo. 

- ¡Pues ya vámonos- respondió el caballero- la noche está llena de 
fantasmas! ¡No quiero permanecer más tiempo en esta ciudad! 

Asintió su escudero y apuraron sus cabalgaduras rumbo a 
Guadalajara, alejándose de los peligros pasados, al menos eso creían. 
No habían avanzado un gran trecho cuando unas sombras recortadas 
difusamente por la luz de la luna que avanzaban tomadas de la 
mano como en una danza macabra y profiriendo ayes lastimeros se 
interpusieron en su camino. 

- ¡Como vos dijiste - exclamó el escudero espantado sofrenando la 
muía-, son fantasmas, debemos ir por otro lado, rápido! 

- ¡No somos fantasmas, aunque pronto quizás lo seremos!- dijo 
una de las sombras separándose del resto- ¿Es que no me reconoces 
Florisbelo ? ¡Bien que disfrutaste de mi compañía hasta hace muy poco! 

- ¡Elisa, Elisa! ¿Eres tú, qué ha pasado, quiénes son estas gentes? 

- La peste- contestó la mujer tristemente-, la peste nos ha expulsado 
de nuestras casas, ¡ha muerto Trotaconventos, y con ella otras personas! 
Entonces vinieron hombres del Comendador, nos echaron a los caminos 
y prendieron fuego a todo, no pudimos sacar nada ¡el barrio entero está 
ardiendo, ni los enfermos pudieron salir y se retuercen ahora en medio 

i 



91 



- ¡La peste -exclamó el caballero-, es el fin del mundo: Peste, 
Hambre, Destrucción y Muerte, los Jinetes del Apocalipsis! ¡Nada 
podemos hacer por esta gente, Florisbelo, vámonos ya, la Muerte va con 
ellos, hasta me parece ver su guadaña! 

-¡Apenas un momento don Alvaro! ¡Elisa, por el gran recuerdo que 
me llevo de vos voy a entregarte una última prenda! 

Y diciendo estas palabras el escudero metió una mano entre sus 
ropas, sacó una bolsa y la lanzó a los pies de la mujer. 

- ¡Ten, quizás esto te ayude a sobrevivir... adiós Elisa, adiós, que te 
quise bien...! 

Y habiendo dicho estas palabras dieron vuelta la grupa y partieron 
a galope a través del campo. 

Poco más adelante retomaron el camino de Guadalajara y 
anduvieron un buen trecho en silencio, cavilosos, cada uno en lo 
suyo. El caballero dejaba escapar algún quejido de tanto en tanto 
mientras recordaba a Elvira, y lo propio hacía Florisbelo pensando en 
la lujuriosa Elisa, y no era poco el temor que les infundía la peste, y 
volvían la cabeza de vez en cuando como si alguien los persiguiera. La 
del amanecer sería cuando oyeron correr agua entre las rocas. 

-Algún arroyuelo hay por aquí cerca, amo, es mejor que busquemos 
un lugar donde repostar y descansar un poco, que el cuerpo no aguanta 
más- señaló Florisbelo. 

- Busquemos algún bosquecillo- respondió el caballero-, aunque 
sea ralo y achaparrado, que no es conveniente en estos tiempos acampar 
en un lugar donde desde lejos podamos ser observados. 

Asintió su criado y siguiendo el ruido del agua bajaron por una 
barranca al pie de la cual las primeras luces les permitieron advertir 
unos cuantos chopos, árboles típicos de la meseta castellana, de los que 
suelen crecer junto a los cursos de agua. 

Luego de dar de beber a las bestias las ataron bajo los árboles, 
en un lugar húmedo donde crecía bastante pasto, y se dispusieron a 
comer. 


92 



- ¡Por suerte no nosfaltará comida en el camino!- dijo Florisbelo 
recuperando el buen humor, mientras metía la mano en su bolsa y 
extraía pan y queso. 

- Ni comida, ni de lo otro... - respondió parsimoniosamente don 
Alvaro mirando fija e insidiosamente a su escudero. 

- ¿A qué os referís señor? 

- A la bolsa que has vuelto a buscar a casa del Arcipreste, y que se me 
ocurre no es otra que la que mandó doña Elvira, y no te atrevas a negarlo 
porque te conozco. 

-Ah, eso, pues no voy a negarlo. Iba a esperar que anduviéramos una 
buena jomada para decírtelo, no fuera que me obligaras a devolverla. 
¡La necesitamos don Alvaro, que bastantes privaciones hemos sufrido ya! 
¿Pero, cuándo y cómo lo supiste? 

- Me hizo sospechar tu intempestivo regreso, y lo confirmé cuando 
le entregaste a Elisa nuestras últimas monedas. Sólo la posesión de una 
cantidad mucho mayor te hubiera hecho actuar con tanta generosidad... 

- Veo que vas conociendo a los hombres, en buena hora... Señor, 
créeme, no te lo iba a ocultar, os estimo, y nos necesitamos mutuamente. 

-Ya lo sé. Si hubieras querido robarme te hubieras ido en dirección 
contraría... eres un servidor algo marrullero, pero leal, y por eso te quiero 
bien. Tú manejarás esos dineros, yo no pienso tocarlos, la sola idea me 
ofende... 

Asintió enérgicamente Florisbelo, pero al mismo tiempo 
pensaba: “¡Pero bien que comerás y dormirás a resguardo gracias a estos 
dineros! ¡Caballeros, caballeros, que van a liberar el Santo Sepulcro y 
terminan saqueando tierras de cristianos!”. Pero en el fondo no creía 
que Don Alvaro fuera de éstos, conocía su buen natural y su corazón 
gentil. Y con estas razones se quedaron dormidos. 

Ya estaba el sol arriba cuando despertaron y decidieron retomar 
el camino. Reconfortados de alguna manera por la comida, el descanso 
y un sol tibio que calentaba los huesos y mitigaba los fríos nocturnos, 
miraron el mundo de una manera nueva, como si hubieran dejado 
atrás una etapa y comenzaran otra. 


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Ya en el camino Florisbelo se dirigió a su amo. 

- Debo preguntarte nuevamente adonde vamos, ¿ya lo has decidido? 

- Ya te lo dije, iremos hacia el sur, en la ruta del Cid Campeador, 
pero no entraremos a tierra de moros, las bordearemos en dirección al 
país de los francos. Esperaremos en alguna posada una caravana de 
mercaderes, y luego a través de los Pirineos iremos a la región de Oc, en 
la Provenza. El Arcipreste me habló de las Cortes de Amor, no parece 
mal lugar, antes bien es el sueño de cualquier caballero. Fiestas galantes, 
torneos, salones, ¡la buena vida Florisbelo, por fin la buena vida! 

- ¡Son veinte días de viaje según me han dicho, veinte largos, 
agobiantes y peligrosos días, señor! 

- Los haremos sin apuro y con mucho cuidado de nuestras personas. 
¡Y alégrate, como yo lo hago en este momento Florisbelo, recuerda al 
Arcipreste, “vive cada día”, que son tiempos dificiles, y hay que andar con 
ánimo la jomada que nos resta! 

Corría el año de mil trescientos cuarenta y nueve. Mientras la 
peste arrasaba Europa grandes cambios se avecinaban en España 
y en el mundo. En Hita caía enfermo el Arcipreste y según noticias 
de viajeros, un año después otro sacerdote ejercía su ministerio en la 
Iglesia de Santa María. Y nada más se supo de él, ni de nuestro caballero 
ni de doña Elvira. Por esa misma época o quizás un siglo después, ¡hace 
tanto tiempo! un noble muerto en batalla llevaba en su pecho unos 
versos que decían: 

¿Qué se hizo el rey Don Juan? 

Los Infantes de Aragón 

¿quése hicieron? 

¿Quéfue.de tanto galán, 

quéde tanta invención 

que trajeron? 


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¿Fueron sino devaneos, 
qué fueron sino verduras 
de las eras, 

lasjustas y los torneos, 
paramentos, bordaduras 
y cimeras? 

¿Quise hicieron las damas, 
sus tocados y vestidos, 
sus obres? 

¿Quise hicieron las llamas 
de los fuegos encendidos 
de amacbres? 

¿Quise hizo aquel trovar, 
las músicas acordadas 
que tañían? 

¿Quise hizo aquel danzar, 
Aquellas ropas chapadas 
Que traían?' 

“'Fugit irreparibilis tempus” 


Jorge Manrique “Coplas a la Muerte de su Padre” 


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LA PLAYA DE LA CALAVERA 


1. Días tranquilos en Rocha 


La joven parejita tironeó de lo que parecía ser la argolla de un 
arcón de metal que emergía apenas entre la arena y las rocas en un 
escarpado sector de la costa. No lo pudieron desenterrar ni mover, así 
que se desentendieron del mismo, bajaron hacia la playa y volvieron 
contemplando el azul intenso del mar, ligeramente ondeado y 
aparentemente apacible, pero con corrientes profundas y traicioneras. 
Las gaviotas se disputaban algún resto de pescado y sobre la franja 
estrecha se solazaba al sol un grupo de lobos jóvenes, los que apenas 
levantaron la cabeza para observarlos pasar. 

- No hay caso- dijo el joven-, los adolescentes molestan en todas 
partes... mira estos lobos jóvenes, los más viejos los echan de la colonia 
de las islas, y sólo podrán volver cuando estén en condiciones de pelear 
por un trozo de territorio y unas cuántas hembras... 

La muchacha se rió y devolvió un guiño picaresco. 

- Pues, si tú hubieras tenido que pelear por mí quizás me valorarías 
un poco más... 

- Yo sí te valoro, y mucho, lo que voy a pasar a demostrarte en este 
instante- y un segundo después rodaban abrazados entre gritos y risas, 
con escándalo de las gaviotas y la mirada sorprendida de los lobos. 

El día asomaba dorado y azul. El carro pasó como pudo, trepando 
y bajando entre las dunas, amenazando derrumbarse de costado, 


97 



hasta dejar atrás el promontorio rocoso que invadía la playa como la 
empuñadura de una espada colosal hundida en el mar. Ya en la arena 
su conductor aguzó la vista hasta dar con el bulto que asomaba entre 
las rocas, a escasos metros del agua. Habían sido bastante exactas las 
referencias que le habían dado los muchachos: tercera o cuarta punta 
rocosa, en la vasta costa que se extiende entre Valizas y el Polonio, un 
pequeño barranco, donde comienza la desierta y escabrosa Playa de la 
Calavera. 

£1 hombre descendió del carro, empuñó la pala y se puso a cavar 
hasta desenterrar el objeto. No era la primera vez que salía en busca de 
un albur, de algún cajón o bidón que la marea hubiera arrojado hacia la 
playa, heredero remoto, casi genético de aquellos bergantes que ante el 
menor indicio de naufragio salían con sus carros, munidos de cuerdas, 
ganchos y todo lo necesario para rescatar los restos diseminados en 
la playa. “Buitres” les llamaban algunos, pero aquellos tiempos ya 
habían pasado, ahora la expectativa era mucho más modesta, y estaba 
relacionada con alguna “mercadería” que los contrabandistas dejaban 
semihundida en el mar, señalada por alguna boya, y que luego volvían 
a recuperar cuando la situación lo hacía propicio. Arrastrados por las 
corrientes o por alguna tormenta aquellos bultos derivaban a veces 
hacia la playa, y constituían una módica recompensa para los habitantes 
permanentes de la costa. “El Canario”, que así le decían al hombre, 
un viejo y robusto trabajador de la zona, había logrado rescatar un 
par de veces objetos de cierto valor, y desde entonces vivía pendiente 
de la posibilidad de repetir el hallazgo, aunque una y otra vez se veía 
frustrado porque los recipientes que llegaban a la playa solo contenían 
arena y una mezcla de algas y moluscos que les crecían adentro y afuera, 
protegidos pero a la vez condenados a derivar eternamente por los 
mares. 

Esta vez no pudo abrir el sólido arcón de metal, cuya herrumbre 
había aherrojado totalmente su superficie, por lo que con bastante 
trabajo lo alzó y depositó en el carro, cuestionándose si valdría la pena, 
aunque un raro presentimiento y una inexplicable ansiedad le decían 


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que no debía abandonar el empeño. Mientras regresaba a Valizas el 
Canario lo miraba con una mezcla de aprehensión y codicia. ¿Sería ese 
el golpe de suerte que había esperado tanto tiempo, casi resignado a 
una existencia que para los demás era “pintoresca”, pero para él era más 
bien mezquina y sin objetivos? Una vez había encontrado un bidón 
repleto de una sustancia venenosa, posiblemente un agro tóxico, que 
le había provocado un serio problema dérmico, pero estaba seguro 
que éste no era el caso, la forma y la antigüedad de la caja de metal le 
decían otra cosa. En estas cavilaciones llegó a su rancho ubicado junto 
al arroyo, a un par de cuadras del mar, depositó el pequeño aunque 
pesado arcón en la parte posterior del mismo, bajo un alero, protegido 
de miradas ajenas por el parrillero y las acacias, y se sentó a mirarlo, 
agotado. Luego de un rato se levantó, ingresó al rancho y volvió con un 
martillo y una cuña. 


2. Un cadáver en la playa 

El enorme “camello”, camión con tracción en las cuatro ruedas, 
de los que hacen habitualmente la travesía desde la Ruta 10 hasta 
el Polonio por los arenales intransitables, se detuvo sobre la playa 
desolada, cuyo altísimo oleaje barría amenazante la orilla, cavando 
una profunda y peligrosa fosa que comenzaba ahí nomás, a pocos 
metros de la superficie visible de la arena. Como siempre, el hedor 
de los lobos muertos se apoderaba del aire en aquellos parajes. A un 
centenar de metros de la playa gaviotas, gaviotines, cormoranes y 
garzas se arremolinaban aprovechando la hoya mortal que el océano 
cavaba y llenaba de pequeños peces y crustáceos, una mesa servida para 
aquellos expertos pescadores de aguas revueltas. Una gaviota se elevó 
con un sirí colgando del pico, pero el gran cangrejo azul se revolvió y 
con su enorme pinza semejante al brazo de un atleta atacó el cuello de 
su captora, que no tuvo más remedio que soltarlo, y cayó pesadamente 


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hundiéndose en las aguas mientras el ave se alejaba profiriendo su 
agudo grito, mezcla de queja y furiosa amenaza. 

El Suboficial Diago bajó del camello pensando que por una vez 
la lucha por la supervivencia había favorecido al más débil. Expresó 
una vez más sus disculpas y su molestia a modo de excusa por haber 
tenido que desviar el vehículo de una empresa particular al no tener 
la comisaría de la zona un vehículo apropiado. “Qué control bárbaro 
el que tenemos de estos lugares-expresó, y ya lanzado continuó- 
¿Cómo controlamos ciento cincuenta kilómetros de playas, médanos 
y arenales sin la cantidad suficiente de vehículos adecuados? ¡Vamos 
a poner carteles en todas las playas solicitando a los delincuentes 
que tengan a bien delinquir solamente en sitios a los que tengamos 
acceso!”. Satisfecha su necesidad de protestar Diago prestó atención a 
lo que le señalaba su ayudante, un pozo de no más de medio metro de 
profundidad en cuyo interior se encontraba el cuerpo de un hombre. 
Un agente con un triciclo arenero estaba parado junto al mismo y le 
contestó algunas preguntas, las pocas que podía contestar. “No tiene ahí 
más de tres o cuatro días, aunque eso lo dirá mejor el forense; le decían 
“el Canario”, es un trabajador rural que tiene un rancho en Valizas...” 
“lo conozco- dijo Diago- todo el mundo conoce al Canario en Valizas, 
me bastó verlo para saber quién es... o era”, “una lástima, un buen tipo, 
muy servicial y trabajador”, “¿cómo lo encontraron, y de qué murió?” 
preguntó Diago, “como en las películas, lo encontró un perro, se puso 
a escarbar furiosamente, el dueño vino a ver y ahí estaba, en cuánto 
a cómo murió creo que tiene un balazo en la nuca”. “Una ejecución- 
pensó Diago-, era un hombre trabajador y sin complicaciones, ¿que 
razón pudo haber existido para una ejecución?, si no aparece algo 
concreto enseguida va a ser difícil encontrar el móvil...” 

Estudió minuciosamente el cuerpo, lo dio vuelta, “acá no hay 
mucho que ver, pensó, seguro estaban apurados, por eso lo enterraron 
superficialmente, este es un sitio desolado pero es lugar de tránsito 
para los muchachos que van caminando desde Valizas al Polonio y 
viceversa”. El mismo había hecho ese trayecto varias veces cuando era 


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más joven, “dos horas subiendo y bajando médanos y rocas, y luego el 
largo camino de la Playa de la Calavera” recordó con un dejo nostálgico. 

- ¿Le revisaron los bolsillos”- preguntó en voz alta. 

- No señor, sabemos que tenemos que esperar a la técnica. 

- Muy bien, así se hace- dijo Diago mientras pensaba que si el 
occiso tenía algo de dinero quizás ya habría cambiado de bolsillo, pero 
eso no era importante, a menos que fuera una suma desacostumbrada, 
y ese difícilmente sería el caso. Sólo encontró un peine desdentado, 
llaves de candados que supuso eran del rancho del ñnado y un par 
de tickets de almacén, por yerba, pilas y esas cosas. Ningún indicio 
de importancia. “Habrá que ver que hizo los últimos días, con quien 
estuvo... ¡esto no va a ser fácil!”. 


3. Verano en Valizas 


- ¿Así que usted era amigo del occiso? 

- Sí, amigo de verdad, aunque nos veíamos poco, solo en las 
vacaciones de verano. Era una buena persona, un criollo servicial. 
Recuerdo un año que llovió mucho, usted sabe como es Valizas, se 
inundó todo. Yo estaba acampando con mi compañera y un hijo 
pequeño. La carpa quedó flotando, no tenía nada seco, pues bien, él 
nos recibió en su rancho durante tres días, sin aceptar nada a cambio, 
hasta que pude volver a instalarme... el que le hizo eso es un canalla. 

- De acuerdo, era una buena persona y no parece haber razones 
para lo que le pasó, pero usted estaba acampando en su terreno, dígame 
si vio algo extraordinario en los últimos días, algo fuera de lo común, 
cualquier cosa puede ser importante... 

- Solo sé que un día salió temprano con el carro, para el lado de 
las dunas y volvió unas horas después, se metió en su rancho y se quedó 
ahí, sin darle bolilla a nadie, algo raro en él, era muy sociable, le gustaba 
charlar, jugar al truco... y al otro día volvió a salir, y al otro, pasaba 


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muchas horas afuera y volvía de noche, apenas nos hablaba, y después 
desapareció, casi una semana sin verlo... ¡hasca esto! 

El interrogatorio de Diago no dio para mucho más, el Canario 
andaba en algo raro, eso le quedaba claro, pero el acampante no podía 
agregar nada más, por ahí no iba a ningún lado. Ya estaba oscuro 
cuando decidió ir a comerse un asadito a la parrillada del Meló, el 
“No-tanque-tan”, y aprovechar para jugar una partidita de ajedrez con 
el mencionado, un ritual repetido cada vez que iba por Valizas. En 
verano hasta era posible encontrarse allí con un Gran Maestro europeo 
esgrimiendo los trebejos frente a un aficionado de manos surcadas por 
las cicatrices de las redes. 

Se consideraba un jugador mediocre, entre otras cosas le faltaba 
práctica, y lo sufría cuando se enfrentaba a esos pescadores que pasaban 
largas horas de invierno sentados frente al tablero. Casi sin esperanzas 
inició su partida contra el Meló, quién entre jugada y jugada se 
levantaba a despachar un choripán, se soplaba una que otra caña y con 
voz afinada cantaba un tango bajito, como para no molestar. Cuando 
se devanaba los sesos para decidir cuál de las torres debía mover para 
ocupar uña columna semiabierta, como había oído recomendar a 
un Gran Maestro sueco en ese mismo lugar años atrás, una parejita 
joven, de apariencia tímida, se acercó calladamente. A Diago le 
pareció que estaban más atentos a su persona que a la partida, pero 
que iban a esperar respetuosamente a que terminara la misma. Eso y 
sus cavilaciones sobre el crimen que investigaba lo hicieron perder el 
control de la posición y más que rápidamente, con dos golpes aviesos el 
Meló “lo pateó del tablero”, cómo se dice en la jerga. “Cuando la suerte 
que es grela/ fallando y fallando...” entonó sarcástico el Meló cuando 
ya Diago, agitando las manos como quien ha tenido bastante, se volvía 
hacia la parejita. 

- Bueno, ya pueden desembuchar... - y dándose cuenta que estaba 
de mal humor suavizó el tono- es broma, muchachos, ¿son ideas mías o 
quieren hablar conmigo, nos conocemos? 


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- Sabemos quien es usted- tomó la palabra el joven-; es sobre el 
Canario... 

Las palabras mágicas, Diago no tenía ninguna pista, y estaba 
dispuesto a oír a cualquiera que tuviera algo para decirle. 

- Vamos a otro lugar-dijo, y mientras caminaban hacia la comisaría, 
a unas tres cuadras por la polvorienta calle principal, esquivando autos 
y peatones que caminaban despreocupadamente, los invitó a hablar. 

-Estamos alquilando un ranchito por la laguna, junto al del 
Canario, bueno, el caso es que el otro día le contamos al Canario que 
encontramos una especie de cofre de metal, medio enterrado, y muy 
pesado, tanto que no pudimos moverlo. El nos dijo que iba a ir a ver de 
qué se trataba al día siguiente, y creemos que eso fue lo que hizo. 

Llegaron a la comisaría, entraron, el suboficial saludó y los invitó 
a sentarse junto a una mesa. 

- No sabemos qué encontró, ni que relación tiene con su muerte... 
el hecho es que hace unos días nos regaló algo... muy valioso- y aquí miró 
el muchacho a su compañera, que con un gesto lo incitó a continuar- es 
esto...- y depositó sobre la mesa de la comisaría una enorme y reluciente 
moneda dorada. 

Lasorpresade Diago fue grande, sabía poco y nada de numismática, 
pero al tomar la moneda y darla vuelta un par de veces supo que era 
muy antigua, que era de oro y que tenía mucho valor. De un lado 
tenía una cara, la efigie de un rey bajo la cual se leía dificultosamente 
“Fernando VI Rex” y del otro lado un sello, una inscripción ilegible, 
seguramente de la ceca o casa de la moneda y unos números romanos: 
“MDCCL”: ¡ 1750! ¿Sería legítima, y si fuera así cuánto valdría una de 
estas raras monedas? Creyó recordar que en algún lado había leído un 
valor tentativo, algo así como dos mil quinientos dólares, “para muchos 
esa cantidad es suficiente para matar, <y el Canario que por únicas 
posesiones tenía un ranchito y un carro la regala generosamente?, me 
parece que por aquí anda la madre del borrego...” 

- Muchachos, lo siento, pero voy a tener que quedarme con la 
moneda para investigar- advirtió la mirada de reproche del joven y el 


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gesto apesadumbrado de la muchacha quien hizo un ademán que quería 
decir “y que podíamos hacer, era nuestro deber”, entonces rápidamente 
agregó - ¡Pero esto queda entre nosotros eh, les voy a hacer un recibo y 
cuando descubra de donde vino se la devuelvo!- el gesto de reproche se 
transformó en un especie de alivio esperanzado. - ¡Y ahora tienen que 
mostrarme donde encontraron el... cofre o lo que sea, vamos! 

Mientras esperaba el vehículo que los transportaría hasta el sitio 
del supuesto hallazgo, lo que obtuvo tras una larga discusión telefónica 
con los responsables de la patrulla costera, Diago miraba en lontananza 
la siniestra Punta del Diablo, coronada por el Cerro de la Buena Vista 
y más lejos la Isla del Marco, que recortaba sus torres en el horizonte. 
Una naturaleza hermosa, pero artera, sitio de innumerables naufragios. 
Desde allí hasta el Cabo Polonio y más lejos el Cabo de Santa María se 
encontraba una costa erizada de rocas, bancos de arena y traicioneras 
corrientes que habían provocado tantos naufragios como el Triángulo 
de las Bermudas, con todos sus dramas y misterios. Una tarea más que 
interesante sería investigar si algún barco había naufragado en esa costa 
poco después de la fecha indicada en la moneda. Buscaría en el libro de 
Várese, “Naufragios en las costas de Rocha”, pero eso debería esperar, lo 
que importaba ahora era descubrir a ¿1 o los responsables del asesinato, 
¿o ese antiguo episodio sería parte de la investigación? 


4. Una calavera en la playa 


Un par de horas después Diago llegaba al sido indicado. Se trataba 
de un trozo de costa junto al cual el mar había excavado profunda y 
pacientemente durante siglos, hasta provocar un desmoronamiento, 
que había dejado al descubierto lo que ocultaba en su seno y creado una 
peligrosa barranca. Allá abajo, donde el agua golpeaba y se retiraba para 
volver a embestir, estaba el lugar que los jóvenes marcaron sin dudar. “Habrá 
que apurarse, pensó Diago, antes que la marea alta lo cubra todo”. No sabía 


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que esperaba encontrar en ese lugar. Algún indicio, ¿pero de qué? La 
antigua historia del tesoro enterrado revoloteaba en su mente, pero si hubo 
alguna vez algo valioso en aquel lugar era seguro que ya no estaba. Aún así 
quería relacionar lo que allí pudo haberse encontrado con el asesinato del 
Canario: era una pista, un comienzo, quizás fuera el motivo que andaba 
buscando. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por su subalterno, quien 
pala en mano trataba de agrandar el hueco, que los finos hilos de agua que 
se escurrían entre las rocas comenzaban a llenar progresivamente. 

- ¡Oficial, tiene que ver esto!- exclamó. A la vista se ofreció algo que 
parecía ser un hueso, o unos huesos. Ayudó a remover la arena mojada y 
pronto quedó al descubierto una osamenta humana, medio desperdigada 
y descoyuntada, seguramente por efectos del derrumbe. Se trataba de un 
adulto, masculino supuso, acompañado con algunos restos de metal: una 
hebilla, una llave antigua y un cuchillo del que sólo se conservaba la hoja 
herrumbrada. El resto de la vestimenta seguramente había sido corroído 
por la sal marina. La calavera parecía abrir desmesurada y ansiosamente sus 
orificios negros al cielo, después de quien sabe cuantos años de oscuridad 
y silencio. “¡Otro cadáver!... ¡esta playa sí que hace honor a su nombre!”, 
pensó Diago, mientras revolvía los restos. Sin mucha sorpresa, quizás era 
lo que estaba buscando, ubicó un balín, un pequeño plomo redondo entre 
los huesos. Las circunstancias de ambas muertes empezaban a parecerse, 
presentía que lo que allí había estado ya había cobrado dos vidas, como 
mínimo. Y podía cobrar aún más si no lo encontraba pronto. Recordó el 
“ankus” de Mowgli en “El Libro de las Selvas Vírgenes”, un objeto sin vida 
que resultó ser el más despiadado de los asesinos.' 


(“Esc objeto mata", le advirtió la cobra a Mowgli, quien no le creyó. ¿Cómo podía matar 
un objeto inanimado? Un par de dias después el hombrecito de la selva lo devolvió a 
la custodia de la serpiente, ¡que no salga nunca más de acá, dijo, ese objeto ya mató 
siete veces en dos días! El objeto, “el ankus del rey” era un bastón cubierto de piedras 
preciosas, de incalculable valor, que se usaba en antiguas ceremonias religiosas para 
conducir elefantes. Episodio de “El Libro de las Selvas Vírgenes” de Rudyard Kipling). 


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5. La investigación se traslada a Montevideo 


Un par de días después Diago ingresaba a una casa de compra-venta 
de monedas en la calle Rincón. Depositó sobre el mostrador una lujosa 
fotocopia en colores de varias monedas antiguas y dijo al vendedor que 
estaba interesado en adquirir monedas de esas ediciones o acuñadas en la 
misma época, por cuenta de compradores del extranjero. 

El dependiente, traje oscuro, camisa rosa y corbata roja, puso su 
índice sobre la hoja y recorrió cuidadosamente cada una de las nueve 
monedas, retratadas de ambas caras. El corazón de Diago dio un salto 
cuando el dedo se detuvo un instante sobre la moneda que le habían 
entregado los jóvenes unos días antes, y luego continuó su recorrida. 
Esperó no haberse traicionado cuando el hombre levantó sus ojos 
inquisitivos, estudiándolo. Vestía Diago de sport, pantalón claro, 
camisa celeste de marca y un elegante saco italiano. Pensó que había 
pasado el examen. 

- ¿El señor es un coleccionista?- preguntó el cambista, con amable 
solicitud. 

- Más o menos-mintió-, en realidad soy un intermediario. 
Represento a clientes del exterior, casas de remates de Nueva York y 
Londres, principalmente. 

El hombre volvió a examinar la hoja. 

- Podría conseguir algunas quizás. ¿Cuántas desea adquirir? 

“Por fin un pique” pensó. Estaba recorriendo casas similares 
desde temprano y ya lo estaba ganando el mal humor. Como un 
cazador se puso al momento sobre el rastro. 

- ¿Cuántas puede conseguir? Se imaginará que mis clientes no me 
hablaron de una cantidad específica, cuántas más mejor. 

- ¿Estamos hablando de Sotheby’s, de Christie’s? 

- ¡Oh, no tan importantes, pero ampliamente reconocidos!- 
Diago acercó su rostro a su interlocutor por sobre el mostrador y 
sonrió- Usted perdonará que me reserve el nombre de los compradores 


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hasta que se concrete la transacción... -dijo con tono confidencial- ¡es 
mi negocio, no quiero que me lo soplen! 

- No hay problemas, yo también actúo en representación de 
terceros, tendré que hacer algunas llamadas... ¿conoce el valor de estas 
monedas? 

- Su valor de catálogo oscila entre dos mil y dos mil quinientos 
dólares cada una, pero eso es un precio estimativo de subasta, mis 
compradores están dispuestos a pagar hasta un ochenta por ciento 
de esa suma, según las circunstancias, claro. Pero en el medio estamos 
usted y yo. Creo que la mitad del precio de catálogo sería una cantidad 
justa. 

- ¿Mil doscientos cincuenta dólares como máximo dice usted?, 
¡no creo que a mis... proveedores les satisfaga esta transacción! 

- Saque cuentas: mil doscientos cincuenta dólares para el 
vendedor, luego están su parte y la mía, y la ganancia de la casa matriz, 
además están los impuestos, el riesgo y el trasporte de seguridad, que 
es carísimo... incluso con ese precio tendrá que ser una buena cantidad 
de monedas para que valga la pena...- el hombre se quedó mirándolo- 
mi tarjeta- dijo Diago, que no quiso parecer muy ansioso- llámeme 
cuando tenga algo. 

En el cartoncito blanco ribeteado de azul se leía: Agenor D. 
Romero- Agente de Importaciones/ Exportaciones- seguido de un 
teléfono de línea, un celular y una dirección, obviamente apócrifa, 
pero eso era algo que sólo él sabía. Luego saludó y se retiró. No quería 
parecer ansioso. Había repetido un ritual semejante en varios lugares, 
pero este había sido el más prometedor. El Suboficial Diago estaba 
pescando. 


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6. Un pique en la línea 


Al otro día regresó a Rocha y se fue derecho a su escritorio a 
revisar sus mensajes. Casi saltó de alegría cuando comprobó que el pez 
había tirado de la línea. Diago tenía un teléfono guardado bajo llave en 
un armario de la comisaría, y que sólo él manejaba para sus contactos, 
sabía que un celular inspiraba desconfianza, con un teléfono de línea la 
cosa era distinta, era más serio. Allí encontró un mensaje grabado, un 
nombre y un número: era de la casa de cambios que había visitado el 
día anterior, la última, después de esa no había ido a ninguna otra. Le 
parecía que ése era “el” lugar, si no encontraba respuesta no veía claro 
cómo continuar la investigación. Esperanzado llamó: 

-... así que hay un vendedor, excelente, ¿ y de qué monedas estamos 
hablando?... Ah, de la que tiene la efigie de Fernando VI y la Ceca de 
Santiago, ¿y la fecha?... ¡1750!- el corazón le volteaba en el pecho 
al Suboficial, pero debía contenerse, tenía que dar un poco más de 
cuerda- ¿y que cantidad, una, dos, diez?... ¡hasta cien! Bueno, debo 
consultar, es una inversión muy grande... sí claro, podemos hablar del 
precio antes, pero debo comprobar su legitimidad, estas monedas no se 
cotizan sólo por el metal, sino por su valor numismático, una imitación 
por buena que sea vale sólo el metal del que está hecha... sí, ya sé que no 
tengo que repetirle eso, usted es un experto, ¡es que la transacción debe 
hacerse con todas las garantías para las partes!... En cuanto al precio, 
por un lote de cien habría que hacer un precio especial, digamos mil 
cada una, ¿le parece bien? Son cien mil, una linda suma, usted se cobra 
su comisión de esa cifra, y yo les cobro la mía a los compradores, ¿de 
acuerdo ?- sabía que debía regatear, y parecer avaricioso, sólo así el otro 
creería estar ante un verdadero intermediario-... ¿Qué cómo sacaremos 
las monedas del país, que no quiere problemas? ¡Ah, usted no se 
preocupe, ese es asunto nuestro! Me las vende a mí, una operación 
totalmente legal, los nuevos propietarios decidirán qué hacer con ellas, 
usted queda excluido del asunto... 


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Cuando cortó la llamada le había ganado una intensa expectativa. 
Confirmó sus sospechas de que detrás de las monedas antiguas estaba 
el motivo que buscaba. No tropezaba evidentemente con delincuentes 
comunes, era un desafío totalmente nuevo. Apenas podía esperar. 

Unos días después el S. O. Diago se hizo presente en la casa 
de compra-venta de acuerdo a lo arreglado con el encargado. Fuera, 
fumando, lo esperaba un funcionario de la División Delitos Complejos 
de la Jefatura, a la que había dado cuenta de su investigación. Habló 
un momento con el mismo dándole instrucciones y entró. El mismo 
hombre de antes lo reconoció al instante y lo hizo pasar al fondo. 
Extendió su mano y sobre un escritorio puso a su alcance un estuche 
de terciopelo negro. Diago lo abrió y encontró unas monedas similares 
a la que ya sabemos. Las contó. “Acá hay diez monedas, dijo, hablamos 
de cien”. “Hay más de dónde vinieron esas- contestó el encargado-, 
éstas son para que vaya viendo que va en serio y haga sus controles. 
Queremos una seña, son doce mil quinientos dólares, un precio 
especial, y es un regalo, una ganga, valen veinticinco mil o más, pero 
el dueño no quiere publicidad... Lo que quiere es ver dinero, y rápido, 
pague estas diez y van a aparecer las demás”. 

Diago soltó un bufido, molesto. La entrega en cuentagotas no 
estaba en sus cálculos, ¿de dónde iba a sacar los dólares necesarios para 
seguir soltando cuerda? Era necesario cobrar la pieza, y rápido. Pero 
antes sacó de sus bolsillos una lupa, una balanza pequeñita y un frasco. 
Tomó la fotocopia y miró alternativamente con la lupa la moneda y 
la hoja, luego la pesó y finalmente echó un par de gotitas del frasco, 
de todo lo cual había sido asesorado convenientemente en Interpol 
unas horas antes. Se quedó satisfecho al menos en algo: no había duda 
de que las monedas eran legítimas. Abreviemos algunos aspectos de 
la conversación subsiguiente en la que Diago trató inútilmente de 
sonsacar al intermediario; de nada valieron promesas, sobornos, 
amenazas veladas, se estaba viendo con un individuo ducho en 
transacciones al margen o en los límites de la ley. Cuando advirtió que 
la aparente seguridad del hombre iba dejando lugar a la desconfianza, 


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decidió pasar a la acción. Sacó el carné de policía y habiendo dejado su 
celular prendido durante toda la conversación, reclamó la presencia de 
su asistente, quién ingresó sin más, trayendo consigo a un dependiente 
que había quedado en la parte delantera de la tienda, teniendo buen 
cuidado de cerrar la puerta y dar vuelta el cartel que colgaba de la misma 
y que pasó a decir “Cerrado”. Diago conñscó rápidamente el celular del 
vendedor, que lo miraba con una mezcla de odio y aprehensión. 

- ¿Prefiere que hablemos solos o en presencia de su empleado? 

- Yo no soy el que oculta cosas acá... - dijo el hombre con rabia- 
pero será mejor que hablemos solos... 

- Lléveselo al lado y cuide la puerta- dijo Diago a su subalterno. 

- ¿Qué es lo que quiere?, ésta es una transacción absolutamente 
legal... 

- No estoy tan seguro. ¿Usted es el dueño del local? 

- ¡Ojalá lo fuera! Sólo soy un encargado, el dueño viene una 
vez por mes, a ver cómo van sus ganancias... siempre anda por ahí 
comprando o vendiendo antiguallas que él llama “objetos de arte”, 
mientras yo estoy clavado entre estas vitrinas... 

- ¿Está el propietario al tanto de este tema de las monedas? 

El hombre puso una expresión preocupada...que no, que el dueño 
no estaba enterado, que no había por qué molestarlo hasta que el 
asunto estuviera concretado, y que por favor no pensara otra cosa, que 
podía poner en peligro su empleo si se lo malinterpretaba. 

Diago esbozó una sonrisita irónica y aprovechó esta debilidad para 
reclamar absoluta y total colaboración a cambio de cierta discreción en 
el manejo de la información. Satisfecho con el giro que tomaban los 
acontecimientos preguntó quien era el proveedor de aquellas monedas 
y cómo podía localizarlo. 

- No tengo una dirección- fue la desesperante contestación-, sólo 
un nombre, ni siquiera un apellido, y un celular. 

- No juegue conmigo, recuerde que si me oculta algo tiene mucho 
para perder- Diago prefería no mencionar por el momento el tema del 


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asesinato, prefería mantener el asunto en el ámbito de una investigación 
sobre transacciones ilegales. 

-... una mujer, rubia teñida, ropa de cuero muy ajustada fue la que 
me trajo estas monedas, me dio un celular y un nombre: Jackie. No 
quiere papeles, sólo dinero... 

- ¿Como se contactó por primera vez? 

- Simplemente vino, me tiró la moneda sobre el mostrador y dijo 
“¿interesa?”. Me bastó mirarla para darme cuenta que era un auténtico 
doblón español. Le pregunté de dónde la había sacado, y me dijo que 
no era asunto mío, pero como no quería suspicacias me iba a contestar, 
era de un coleccionista amigo suyo que quería vender algunas porque 
andaba necesitado de dinero. Si le conseguía un comprador “silencioso” 
me haría un buen precio. Y eso fue todo, ¡hasta que apareció usted! - 
dicho esto se quedó viéndolo con expresión cejijunta, rencorosa, había 
creído que era una oportunidad dorada, y se encontraba con esto... 

- ¡Ahora ya está metido en una operación de contrabando y 
evasión de impuestos- contestó Diago-, tendrá que colaborar si no 
quiere terminar procesado y que le cerremos la tienda, y por si fuera 
poco el dueño se enteraría de que anda haciendo negocios por su 
cuenta! ¡Se sale una palabra del libreto y está perdido! 

- ¿¡Qué libreto!? 

- Ahora voy a pensarlo... 

Se quedó sentado unos minutos, concentrado. 

- ¡Déme el celular de esa mujer y su nombre- reclamó 
repentinamente- y abra la ventana! 

Tomó el teléfono de línea y apretó los botones. Quería que el 
número registrado por el destinatario fuera el de la propia tienda. Del 
otro lado le respondió una voz ronca de mujer, aunque por el timbre 
calculó que no era nada vieja, un tono sensual, invitador: “una voz de 
noche, cigarrillo, alcohol, y quién sabe qué más” pensó. 

-Jackie, ¿quién habla? 

Desde la calle llegaba un ruido ensordecedor de voces y vehículos, 
que obligaba a hablar muy fuerte para ser oído del otro lado. 


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- ¡Compraventa Universal- casi gritó-, tengo la plata, y necesito el 
resto de las monedas! 

Confiaba en que la mujer no recordara bien el timbre de voz 
del encargado, que por otra parte no tenía nada de particular, y que la 
“suciedad” de la línea hiciera el resto. 

- Ah, eso...- dijo del otro lado la mujer, adoptando ahora un tono 
más impersonal, aunque no hostil - muy bien, me alegro, yo lo llamaré 
para concretar. 

- Bien, pero en adelante nos comunicaremos por celular, es más 
seguro. Anote... - le dio un número, el suyo, y agregó- Pero le advierto 
algo, mis clientes no son de los que esperan mucho tiempo, por razones 
que usted comprenderá. ¡Si no se hace rápido, se van a otro lugar! 

Del otro lado hubo un breve, casi imperceptible titubeo. 

- Yo lo llamaré- repitió la voz ronca. 

- ¿Cuándo? 

Clic. 

“Cherchcz la femme”, se quedó pensando Diago. ¿Qué pito 
tocaría aquella mujer? ¿Una cómplice, una intermediaria, una asesina 
despiadada quizás? ¡Y aquella voz que parecía venir del pecado mismo! 
Valdría la pena seguramente conocer a esa mujer... pero al instante 
recordó que debía agilizar las investigaciones: un desliz, un error 
y los pájaros volarían. Un crimen reciente y uno antiguo, un asunto 
posiblemente relacionado con un tesoro y una mujer misteriosa. ¿Qué 
más podía pedir? ¡Era un caso único, irrepetible quizás! De repente 
recordó que había tenido con su trabajo de investigador policíaco una 
relación bastante ambigua, había comenzado siendo una forma de 
ganarse la vida mientras buscaba otra cosa, y ahora se repetía algo que 
había descubierto tiempo atrás: que casi sin querer había descubierto 
su vocación. 

Llamó al encargado. 

- No puedo estar aquí todo el día. Me olvidaré de usted y de las 
“operaciones” que realiza si sigue colaborando, es más, diré en mi 
informe que es un honrado ciudadano... 


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-¿Qué desea que haga ahora?- respondió el aludido, con expresión 
apesadumbrada-. Me bastaría con que cumpliera la primera parte de lo 
que dijo, que se olvidara que existo. 

- ¡Ya está en el baile amigo, y le conviene seguir el compás! 
¡Desaparezca por unos días!, ¿puede hacerlo?, tómese una licencia, le 
conviene... Y déme sus datos completos, por unos días yo seré usted, 
¿le gusta la idea? ¡Y no se le ocurra traicionarme, todos los teléfonos 
están intervenidos, terminaría preso!- esto último no era cierto, sería 
una operación demasiado compleja, no tenía los medios ni el tiempo, 
pero pensó que con la amenaza bastaría. 

Esa misma tarde, ya de regreso hacia Rocha, el S.O. Diago recibió 
la llamada que esperaba. 

- Hola, soy Jackie- dijo simplemente la ronca voz femenina-, 
tengo el pedido. 

- ¡Excelente! ¿Cuántas son esta vez? 

- Cien, y el precio se mantiene. Mil doscientos cincuenta cada 
una, menos su comisión del diez por ciento. 

- Trataré de obtener esa cifra- mintió- pero esta gente quiere 
regatear, me dijeron que por esa cantidad de monedas debía bajar el 
precio en un veinte o treinta por ciento... -Diago sabía que cuanto más 
discutiera las cifras más parecería un “honrado” comerciante y menos 
sospechas despertaría. 

- Un momento... -del otro lado hubo un cuchicheo, creyó oír una 
voz masculina, y luego la mujer agregó- está bien, que regateen todo 
lo que quieran, pero recuerde que su comisión dependerá de lo que 
paguen, y en ningún caso aceptaremos menos de cien líquidos, ¡si no 
olvídese del negocio! 

“También están regateando- pensó Diago-, están en el lazo”. 

- Muy bien, cien y lo damos por hecho. Falta un detalle, ¿dónde 
y cuándo? 

- Le avisaremos, y lleve la plata. 

- ¡Mire, ni por un momento piense que voy a andar con tanto 
dinero por ahí! 


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- ¡Si no es al contado no hay negocio! 

- No es eso- se apresuró a decir Diago-, no debemos correr riesgos, 
ni ustedes ni yo. Vamos a un banco, veo la mercadería, allí mismo 
hacemos el intercambio y yo deposito las monedas en una caja de 
seguridad. ¿Les parece? 

Otro silencio en línea mientras del otro lado se desarrollaba una 
agitada conversación. 

- Pásenos el nombre del banco y el número de cuenta y nosotros 
le decimos cuándo. 

Diago le dio el nombre de una conocida casa cambiaría, de las que 
cierra bastante tarde. Necesitaba tiempo. 

- Mañana a las siete- dijo-, pero llámeme antes para confirmar. 
Tengo que pedir un giro. 

- Okey. 


Diago había hecho trámites febriles para obtener el nombre de la 
propietaria del celular. Por suerte era un teléfono con contrato. Tuvo 
que obtener una orden judicial, pero para fines de esa tarde ya tenía 
el nombre que deseaba: Lorena Jacqueline Corral. “Jackie”, dedujo 
Diago. También obtuvo una dirección. Rápidamente se dirigió a ese 
lugar. Resultó ser un bar de dudosa catadura cerca del Parque Rodó, 
una “whiskería” donde pese a la temprana hora, entre tarde y noche, ya 
había un par de alternadoras. Al costado había una puerta sobre la cual 
colgaba un cartel que decía “Pensión Familiar”, y agregaba más abajo 
“Habitaciones con baño- Por día o permanente”. Diago sospechó en 
seguida que era una especie de complemento del bar, en cuyos altos 
estaba ubicada. Incluso tenían el mismo número de calle, diferenciados 
únicamente por un “bis”. Diago empezó a dudar adonde se dirigiría 
primero. Quería ubicar a la mujer para poder hacerle un seguimiento, 
aunque sabía que no sería fácil y que debía andar con pies de plomo. 
Se decidió por la whiskería, con la esperanza de oír el nombre sin 
necesidad de formular preguntas. 


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Después de pagar un par de copas, y charlar animadamente 
con las chicas que se llamaban “Adabella” y “Maya”, que supuso eran 
nombres de batalla, y que tenían unas voces chillonas que para nada 
le recordaban la que había oído en el teléfono, se decidió a avanzar un 
pasito. Preguntó como al descuido si Jackie seguía concurriendo al bar: 

- Estuve con ella la última vez- mintió-, una chica muy sensual, je, 
je, me gustaría verla de nuevo y quizás hacer un trío para variar, y miró 
con picardía, prometedoramente, a la muchacha que lo acompañaba, la 
que decía llamarse Maya, ya que Adabella se había ido a atender a otro 
cliente tempranero. 

- ¿Así que te gusta que te atiendan de a dos eh?... ¡qué picaro 
resultaste!, ¿y te gusta mirar el espectáculo, no, que se ocupen entre 
ellas y después contigo? ¡Mirá que eso cuesta más caro! 

- No es problema, conseguime a Jackie y les pago lo que pidan. 

- Pues lo siento cariño, hace tiempo que no veo a Jackie, ni 
siquiera creo que siga viviendo acá al lado, tendrás que conformarte 
con nosotras-había cierto despecho en la expresión de la joven, una 
morochita opulenta de no más de veintidós o veintitrés años-, ¡pero 
mirá que somos muy buenas, no te vas a arrepentir! 

Diago se sentía contrariado: de manera que Jackie ya no 
frecuentaba ese boliche ni vivía en la pensión o lo que fuera del piso de 
arriba, eso era un contratiempo, pero ya había supuesto que podía pasar 
algo así. Trató de sacarle algo más a la muchacha, pero ésta no parecía 
saber nada y además si había algo que no le interesaba era hablar de “esa 
tal Jackie”, “¿qué, te sorbió los sesos?”, dijo mientras le metía la mano 
por adentro del pantalón y trataba de convencerlo de que la sacara “a 
dar una vueltita”. Diago pagó, le dio una buena propina a la muchacha 
para no escuchar reproches, salió y subió las escaleras. 

Una vez arriba preguntó por el encargado, que resultó ser una 
encargada con pinta de madama de prostíbulo: vieja, gorda y teñida. 
Le preguntó por Jacqueline Corral, “Jackie”, “me dio esta dirección 
para que pasara a buscarla cuando viniera a Montevideo”, dijo. “Acá 
casi todas se llaman Jackie- contestó la madama-, ¿cómo es esa Jackie 


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que busca?”, “alta, rubia, aunque no lo juraría por sus raíces, voz ronca, 
muy sensual” (así se la había descripto el encargado de la tienda de 
antigüedades), “ah, sí, me acuerdo, y me alegro que ya no viva acá, 
tenía muy mal genio”, “pero tenía otras virtudes”, acotó Diago con una 
risita que quiso ser cómplice, la mujer lo miró con curiosidad, un poco 
más distendida, “usted sabrá -dijo-, lo que me contó cuando se fue es 
que se iba a trabajar a una whiskería de Castillos, en Rocha, ¿conoce?, 
que la habían contratado como atracción principal y que estaba muy 
contenta, que quería progresar y que se iba a alejar un poco de su familia 
y de su marido, que ya no lo quería ver ni pintado”, “nunca me habló 
de su familia”, dijo Diago, “sí, su marido y un hijo chico que le cuida la 
madre, la tenían loca pidiéndole plata... por eso siempre andaba de mal 
humor, ahora está mejor, supongo, más liberada”, “¿y por casualidad 
sabe el nombre de la whiskería?” inquirió Diago, pero ya era demasiado 
“no tengo idea, pero en Castillos no debe haber muchas, ¿por qué, va a 
ir a buscarla?”, “claro que no, pero está de paso para el Chuy, ¿quién no 
va al Chuy a traer un bagallito de vez en cuando?” dijo, dio las gracias, 
saludó y bajó las escaleras. 


7. Un baile tentador 


Diago se subió a su auto y esa misma noche regresó a Rocha, pero 
no se detuvo en la ciudad, siguió de largo hacia Castillos. Si quería 
tener éxito en su investigación debía andar rápido, antes que saltara 
alguna incongruencia en su plan y los sospechosos, quienes quiera 
que fueran se hicieran humo. Llegó a Castillos a medianoche. Se jugó 
por entero a la whiskería que estaba a la entrada de la pequeña ciudad, 
que era la única por otra parte que podía merecer tal nombre, después 
había un prostíbulo y un par de boliches nocturnos de mala muerte. 
La whiskería era un rancho grande, de madera, ubicado sobre la ruta 
nueve. 


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El aire estaba impregnado de humo, unos pocos parroquianos 
desparramados por el salón no prestaban atención alguna a los carteles 
que prohibían fumar en espacios cerrados. No se acercó a nadie, no 
habló con nadie, eligió un sitio discreto, en penumbras y se sentó a 
observar. Cuando se le acercó el mozo pidió una copa, luego vinieron 
un par de chicas pero las despidió, ninguna respondía a las señas. 
Siguió mirando alrededor, y presenció distraídamente el show en el 
cual las mujeres una a una iban subiendo al pequeño escenario y allí se 
desvestían lentamente mientras realizaban una danza erótica, incluido 
una especie de baile del caño, con mucha más buena voluntad que 
agilidad y destreza. Contrariado, ya pensaba que estaba perdiendo el 
tiempo cuando subió al tabladillo una rubia teñida, alta, buen cuerpo, 
con el rostro impregnado de una sensualidad dura, feroz. El corazón 
le dio un salto, al punto tuvo la intuición de que era la mujer que 
buscaba, intuición que se vio inmediatamente confirmada cuando el 
presentador, un sujeto aindiado y robusto, con el pelo atado atrás en 
una ridicula colita, la presentó como “Jackie, la atracción de la casa”, c 
inmediatamente agregó que era “una tigresa”, “una devoradora”, y que 
no se hicieran ilusiones “ella es quien manda y elige”, remató. La mujer 
comenzó su lento streaptease moviéndose de una manera por demás 
sensual que contrastaba con su rostro duro, impasible. Fue aumentando 
su ritmo hasta quedar casi desnuda al compás de una música frenética. 
Entonces comenzó a subir y bajar por el caño, deslizándose como una 
serpiente con su cuerpo pintado, brillante, y mostrando una ductilidad 
que excedía largamente a quienes la habían precedido. Diago se fue 
dejando ganar de a poco por la sensualidad del espectáculo, y sintió 
como su “masculinidad” se iba despertando involuntariamente. La 
muchacha terminó su número, recibió con indiferencia los aplausos, 
se colocó un bata corta, reveladora, y bajó la escalerilla para alternar. 
Rió y jugueteó con los pocos clientes, una noche de entre semana, 
todos conocidos. Se mostró más audaz, casi agresiva con los retraídos 
y tímidos, más esquiva y burlona con los atrevidos y babosos, hasta 
que llegó a la mesa de Diago. En el escenario una pareja de mulatos de 


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cuerpo brillante y trabajado desarrollaban una danza explícitamente 
erótica al ritmo de un samba. La mujer lo miró, curiosa. 

- Vaya- dijo-, ¿qué tenemos aquí? 

Diago reconoció la voz ronca y sensual del teléfono. 

- Un tipo raro-continuó “Jackie”-, no pareces de los que 
frecuentan whiskerías... 

- ¿Por qué, qué tipo hay que tener para frecuentar una whiskería?- 
Diago, sorprendido, trató de afectar un tono lo más neutro posible, 
sintiendo pulsaciones en el vientre y la sangre golpeándole las sienes. 
Y mientras la mujer se inclinaba hacia él, examinándolo y exhibiendo 
generosamente sus senos redondos, brillantes y desnudos bajo la bata 
entreabierta, en un gesto que Diago supuso estudiado, preparado, que 
ella juzgaba y con razón difícil de resistir, alcanzó a decir- ¿Qué me 
hace diferente de esos otros? 

- Estás muy serio, y estuviste muy serio durante toda la mi 
actuación, ¿ o te creiste que no me iba a dar cuenta ? Acá fichamos a todos 
los que entran, los clasificamos, los repartimos. Vi cómo despachabas 
a mis compañeras, y me dije, “¡ése, déjenmelo a mí!”.- rió por primera 
vez, exhibiendo unos dientes grandes y naturales que brillaron en la luz 
mortecina del salón.- ¿De dónde sos?, no te he visto por acá... 

- De Rocha- dijo, y no mentía- ¿y tú?, no creo que seas de Castillos, 
me parece que sos un tanto... cosmopolita. 

- ¿Cosmopolita, y eso qué es? ¿De todos lados, no? Y, puede ser, 
¡soy de todos y de ninguno, como dice el presentador, ja, ja, ja! - rió 
con ganas por el juego de palabras- ¿Sabés que es la primera vez que me 
dicen “cosmopolita”?, ¡debo estar volviéndome fina, y no me di cuenta! 

- Me refiero a que pareces una mujer con mucho mundo, no creo 
que en Castillos haya una academia que enseñe lo que haces sobre el 
escenario... 

- ¡Ah, eso! ¿Te gustó?- acercó una silla y se sentó casi pegada a él, 
provocativa- ¿Me invitas con una copa?, el baile me dio sed... contame 
de vos, la gente viene acá a charlar, a contarle a las chicas sus problemas, 
¿cuáles son los tuyos? 


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- Pide lo que quieras- dijo Diago, mientras se preguntaba si la 
muchacha estaba haciendo su show de seducción o estaba tratando de 
sonsacarlo, pero no, no podía ser, no tenía ni idea de quien era ¿1. En 
ningún momento le pasó por la cabeza que la atención especial podía 
deberse a su propia persona, que contrastaba un tanto con los tipos de 
las otras mesas, algunos rudos y vulgares trabajadores de la zona, otros 
vejetes mal conservados, aunque se adivinaban de “mucha pasta” y un 
par de tipos vestidos de manera llamativa y cara de maíiosos, chulos 
seguramente. 

- No tengo ningún problema, soy inspector de bromatología- 
improvisó. Era una tarea que conocía porque había acompañado en 
alguna oportunidad a los verdaderos inspectores en sus recorridas 
por el departamento, y al advertir que la mujer enarcaba una ceja, 
preocupada, corrigió rápidamente- pero no te preocupes, ya terminé mi 
trabajo por hoy, sólo estoy tratando de tomar una cerveza tranquilo... 
y ya debo irme. 

- ¿Así nomás? Habías resultado esquivo, ¿sos tímido o te espera 
tu mujer? 

- No, estoy separado hace años, aunque algo hay por ahí- dijo y 
sonrió, amistoso. No quiso salirse con la vieja historia de que no era de 
los que pagaba por sexo- Además estoy cansado, debo regresar a Rocha 
y dormir unas horas, mañana tengo que trabajar. 

- ¿Vas a volver por acá? 

- Claro- dijo, pagó y se fue. 

Mientras salía se preguntaba si no hubiera sido mejor intentar 
“sacarla”, era lo lógico y habría podido averiguar algo más quizás, o 
quizás no. La mujer lo había tentado, pero era mejor no “ensuciar” la 
misión, si las cosas no salían bien alguno podría decir que estaba más 
preocupado por levantar una mina que por hacer su trabajo. 


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8. Diago reflexiona y se limita a observar 


El Sub Oficial Mayor Diago era un policía singular. Al terminar el 
bachillerato había ingresado al cuerpo por necesidad. Provenía de una 
familia humilde que no podía pagarle estudios terciarios. Pero era un 
lector ávido y le interesaban mucho los temas antropológicos, acorde 
con una zona rica en tradición histórica e incluso prehistórica. No era 
un puritano, pero tampoco le gustaba la promiscuidad, había que sentir 
algo por una mujer para estar con ella, aunque fuera una cierta empatia, 
algún entendimiento previo, una mutua aceptación. Eso no disminuía 
su convicción, emanada de sus lecturas, pero que se reflejaba en su vida 
personal, de que el hombre era un animal polígamo, y que sólo las 
imposiciones culturales, religiosas y necesidades histórico-sociales lo 
habían llevado al ejercicio de una monogamia que era contraria a su 
instinto y naturaleza, como lo demostraban las civilizaciones antiguas, 
las costumbres tribales e incluso el comportamiento de los primates. 
Sin embargo reconocía que un hombre puede tener trescientas 
mujeres, como David, y ambicionar a una que no le pertenece, como 
en el caso de Betsabé. «Por qué? Porque siempre hay una que es única, 
es especial, esa necesidad de afecto, de cariño, de compartir cosas no 
se puede distribuir entre varias, eso se deposita en una sola. Se decía 
eso y otras cosas mientras se preguntaba si esa inquietud, esa sangre 
galopando en sus entrañas, sensaciones que le había provocado la 
mujer, una “bailarina exótica”, de vida seguramente promiscua, era 
un indicador de algo más que una simple y momentánea excitación. 
Rumiando estos pensamientos que reconocía le eran impuestos por la 
fuerte sensualidad que emanaba de la mujer, estacionó su auto en una 
calle lateral, una oscura calle de tierra, desde la cual se veía la salida de 
la whiskería, y se dispuso a esperar, masticando pastillas de menta y 
extrañando un cigarrito, no porque le gustara, había dejado de fumar 
unos años antes y ahora hasta el olor le molestaba, pero en un momento 
así le hubiera ayudado a matar el tiempo. También pensaba que hubiera 


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sido más fácil preguntarle la dirección de Jackie a ella misma o a algún 
empleado del club, pero la mujer ya lo había fichado y no quería llamar 
más la atención, debía averiguarlo todo por sí mismo. 

Una hora y media más tarde, después de un par de falsas alarmas, 
parejas que salían riendo y manoseándose pregustando el placer o la 
ganancia, apareció la figura inconfundible de Jackie, alta y furiosamente 
rubia. La acompañaban otra joven, más baja y robusta, morocha, y un 
hombre bajito y canoso. Subieron a un auto novísimo, gris acerado, que 
arrancó levantando tierra. 

Diago se hundió en el asiento cuando el coche subió zumbando 
la pendiente hasta doblar para tomar la calle principal de Castillos. 
Los siguió a unos doscientos metros. El auto iba ahora más despacio, 
cuidándose de pozos y lomadas. Diago iba atento, cuidando no llamar 
la atención ni perderlos. No tuvo que andar mucho, a unas cuatro 
cuadras del cruce el coche se detuvo. Diago optó entonces por doblar 
a la derecha. Paró inmediatamente y regresó a la esquina. Desde allí, 
protegido por la oscuridad que proyectaba una cornisa observó la 
escena. Jackie se había bajado y tras un intercambio de palabras con 
el conductor, unas risas y gestos con la mano que a lo lejos le pareció 
que querían decir algo así como “¡no, no, hoy no!”, extrajo unas llaves e 
ingresó a una casa sobre la cual la luz mortecina del alumbrado público 
permitía leer un cartel que decía “Hotel”. Bien, esa noche no habría 
contacto, Diago se alegró porque necesitaba descansar. El encuentro 
para la próxima entrega de monedas había sido fijado para las 
diecinueve horas del día siguiente, y supuso que la mujer no se movería 
antes del mediodía. Se dirigió a la comisaría local donde era conocido 
y pidió para dormir un rato en una celda. Le trajeron un colchón 
pasable, no como el jergón de los presos. Una brisa agradable ingresaba 
por el ventanuco de la celda. Las noches de la costa oceánica tienen eso, 
pensó, un viento fresco sopla siempre desde el mar y permite dormir 
olvidando un poco el calor soporífero de los días de verano. Se desnudó 
completamente y colgó sus prendas interiores en el ventanuco para 
que se airearan, algo que había aprendido de los propios presos. En la 


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cabeza le bullían los pormenores de la investigación, pero también el 
bailecito inquietante de la falsa rubia. De todas formas el cansancio 
pudo más y muy pronto roncaba sonoramente. 

Habría dormido unas cuatro horas cuando lo despertaron, 
como había pedido. Se duchó lamentando no tener ropa limpia para 
cambiarse, luego se dirigió a un boliche situado como a media cuadra 
del hotel de la rubia, se sentó junto a la ventana que daba a la calle 
principal, pidió un desayuno y se dispuso a esperar. Hizo una llamada 
a la comisaría de Rocha, explicándole al Comisario que estaba sobre 
la pista pero necesitaba apoyo, que le enviara a su ayudante habitual, 
el Cabo Ravaioli, en una patrulla que debía estar a disposición al 
menos durante el resto del día, para poder actuar rápido y con el apoyo 
necesario, y que además le llevara un par de mudas de ropa limpia, 
porque como dijo al teléfono “estamos en verano, ¡ya no me aguanto 
más!”. “¿Usted se piensa que nos sobran las patrullas- había dicho 
airadamente el Comisario- y que tenemos un lavadero con entrega 
a domicilio?” “De eso se encarga el cabo, tiene la llave de mi casa, ¿y 
usted, quiere resolver o no el crimen del Canario?” contestó Diago, 
agregando que estaba convencido de que había algo grande detrás, que 
el crimen era como la punta de un iceberg. Finalmente llegaron a una 
transacción: “¡Tendrá la patrulla pero sólo hasta las siete de la tarde, 
si a esa hora no tiene nada concreto deberá regresar para el cambio de 
turno y vigilancia nocturna!”, “de acuerdo” contestó y luego se dijo que 
si a esa hora no tenía nada se iría a descansar en una buena cama. 

Compró un diario de Montevideo y fue directamente a la página 
de policiales, ya no había ni una línea siquiera sobre el asesinato del 
Canario, ocurrido unos pocos días antes. Eso le agradó, cuanto 
más olvidado pareciera el caso mejor, más confiados se sentirían lo 
criminales, ¿a quién le iba a importar un gaucho viejo, sin familia, que 
apareció muerto en una playa remota? 

Casi no había comido el día anterior, sorbió con fruición el 
café, untó una tostada con manteca y mermelada de frutilla y disfrutó 
cada bocado, cada trago caliente. La mañana fresca y el sabor del café 


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le devolvían a sus sentidos antiguas sensaciones, el sabor de otras 
mañanas, le tendían un puente hacia el mundo de magia y afectos de su 
niñez, una ceremonia repetida cada día y que se le hacía absolutamente 
necesaria si quería empezar bien la jornada. Reconfortado se quedó 
mirando hacia la calle por la cual transitaban los autos de los turistas 
que subían por el camino polvoriento que venía de la Ruta 9 y luego 
descendían por la calle principal para cargar combustible en alguna 
de las estaciones. Autos nuevecitos de origen argentino que parecían 
clonados, casi todos de color gris metalizado y vidrios opacos, y 
viejos autos montevideanos cargados hasta el techo de niños, bolsos, 
bultos, sillas playeras, mesas plegables y muchos rostros bronceados y 
felices. “Rocha es una verdadera tierra de promisión”, pensó, mientras 
distraídamente volvía su mirada hacia la puerta del hotel desde donde 
esperaba que más temprano que tarde apareciera “la rubia”, como ya 
la había bautizado, por más teñida que fuera. Se preguntó que tan 
implicada estaría en el caso. ¿Estaría al tanto del crimen, sería cómplice, 
encubridora? Por alguna razón estas posibilidades lo molestaban, pero 
debía apartar del caso toda consideración personal, toda subjetividad. 
Por lo pronto ella era la única pista, si como pensaba el crimen estaba 
ligado a la moneda que le entregara la parejita de la playa y a la venta de 
un lote de las mismas en una casa de antigüedades de la Ciudad Vieja. 


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9. Diago recibe “refuerzos” y actúa con prudencia 


De estos pensamientos le sacó la llegada del Cabo Ravaioli. Miró 
su reloj, ya habían pasado dos horas desde el momento que se sentara 
en aquella mesa del café. El cabo Ravaioli era su ayudante personal, 
siempre dispuesto a sacarle el cuerpo a las guardias pero bastante 
despierto y leal. “¡Anduvo rápido- pensó-, estará por pedir una licencia 
extraordinaria!”. 

- Siéntese ahí- le dijo-, y no haga aspavientos, estoy vigilando el 
hotelito ese de mitad de cuadra y no debemos llamar la atención, ¡me 
trajo todo? 

- Caro que sí, en esta mochila está todo. 

- Bien, voy a cambiarme, usted vigile y dígame si de ese hotel ve 
salir una rubia alta y llamativa, con un cuerpo de vedette, ¿ me entiende ? 

Ravaioli enarcó una ceja. 

- ¿Una vedette?, humm esto es más interesante de lo que pensaba. 

Poco después, ya cambiado y refrescado Diago salía del baño y 

recuperaba su sitio junto a la ventana. 

- Nada aún, jefe; pedí algo para disimular, la comisaría paga, ¿no ?, 
estamos en misión- dijo esto y se metió en la boca un trozo de queso y 
otro de salame. 

Diago miró con sorna el vasito de grappa y la picada. 

- ¿Misión eh, y no sabe que no se puede tomar estando en servicio ? 

- Vamos jefe, una grapita, no sabe las corridas que me mandé para 
venir enseguida, ¡y es una hora de carretera! Por suerte había un móvil 
disponible, que si no... 

- Está bien, yo lo cubro, después vemos si una grappa con picada 
entra dentro de los viáticos... 

- Dos grappas- subrayó el Cabo- y un paquete de cigarrillos, para 
matizar la espera, ¿vio? 

El Sub Oficial no tuvo tiempo de responder esta vez, miró hacia 
la puerta del hotel y allí estaba ella. Camisa azul holgada, un pañuelo 


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sobre la cabeza, hubiera pasado desapercibida de no ser por los ajustados 
pantalones negros que revelaban unas piernas largas, espectaculares, 
algo así como el sello de su personalidad. “Si quiere verse discreta 
lo primero que debería disimular son esas piernas inconfundibles- 
pensó Diago-, pero ciertas mujeres no renuncian nunca a exhibir sus 
principales atributos”, y se acordó de una novia que por más frío que 
hiciera jamás se ponía nada que bajara de las caderas, “cada una sabe 
donde está su punto fuerte”, se dijo. Puso un billete sobre la mesa y 
advirtió al Cabo Ravaioli que estuviera pronto para moverse. Poco 
después apareció un Lancia blanco al cual ascendió la mujer y partió 
rápidamente hacia arriba, tomando el ramal que va hacia la ruta 10. 
Diago se llevó a rastras al Cabo que de apuro se metió en la boca lo que 
quedaba en los platillos, subieron al viejo Chevette y arrancaron tras el 
rastro, esperando no perderlos en el camino. Por suerte el entronque a 
Aguas Dulces con sus subidas y bajadas tiene muy buena visibilidad. 
Perdía terreno a ojos vistas ante una maquina superior, pero agradecía 
la perspectiva que en algunos tramos le permitía ver, allá adelante, al 
automóvil blanco que se desplazaba a gran velocidad entre las palmeras. 
Lo vio doblar al llegar a la ruta y deslizarse raudamente hacia el Oeste, 
para el lado del arroyo, a unos dos kilómetros delante de él. Se sintió 
feliz cuando dobló otra vez tomando el polvoriento camino de tierra 
que lleva a Valizas , ubicable allá lejos por las altas dunas de sesenta o 
setenta metros de altura que le dan al pintoresco pueblo de pescadores 
su entorno tan especial. 


125 



10. Un día común en Valizas 


En Valizas había vivido el Canario, cuando no estaba haciendo 
una changa en alguna estancia de la zona. Sacudió la cabeza recordando 
que se lo habían descripto como “un buen tipo, un criollo servicial”. Lo 
suficiente para saber que era un típico róchense cuya vida transcurría 
entre la playa y el campo, un poco conservador, campechano y generoso, 
pero al mismo tiempo meditaba que quizás se había metido en algo 
muy grande, que no había podido manejar. Se propuso descubrir a 
cualquier costo a su asesino y se reafirmó en la idea de que estaba en la 
pista correcta. Detrás de todo estaban las monedas, ¿cuántas?, ese era 
el tema, seguro que eran muchas, las suficientes para matar y armar una 
trama que por lo visto incluía a varios personajes. 

Entró despacio por la principal, un poco para localizar al auto 
blanco, otro poco porque no tenía más remedio. A esa hora cercana 
al mediodía transitaba mucha gente por el medio de la estrecha calle 
sobre la cual se situaban los tres o cuatro mercaditos en los cuales se 
aprovisionaba casi todo el pueblo. Lo habitual, gente despreocupada 
que no quería saber nada con apuros y que se fastidiaba cuando tenía 
que hacerse a un lado para dejar pasar un auto. “¡Acá hay que caminar, 
esto no es Punta del Este!” le gritó un barbudo de pelo largo, bandana y 
caravanas que no se hizo a un lado hasta que casi le pasó por arriba. Lo 
miró con fastidio pero no contestó nada, concentrado en su búsqueda. 
Cuando llegaba casi al extremo de la calle, frente al arenal que conduce 
al mar, vio finalmente el Lancia blanco apostado a un costado de la 
plazoleta “Leopoldina Rosa”. Diago recorrió los boliches de la zona; 
por la hora- el ruido de su estómago se lo indicaba claramente- lo más 
posible era que los encontrara instalados para almorzar en alguno 
de los característicos negocios de comida. Pasó por el “MacYiye”, el 
“Comiraje” y “lo de Charly” con la gorra encasquetada hasta las orejas 
y mirando de reojo, pero sin suerte, decidió doblar por una lateral y 
al pasar asomó la cabeza en “Punto G”, una pintoresca y tambaleante 


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construcción de madera con techo de paja que le recordaba el rancho 
de los tres cochinitos, “soplaré, soplaré, soplaré y tu casa derribaré”, 
amenazaba el lobo, y con el viento que hay en Valizas a Diago no le 
extrañaría que pronto corriera la misma suerte. Y ahí estaba ella: con 
pañuelo a la cabeza y lentes negros era el cliché de una conspiradora. 
Prudentemente se retiró, era imposible entrar sin ser visto. “Buena 
elección, un sitio discreto y un baurú de novela"- pensó, mientras se 
acariciaba el vientre y se relamía. 

Llamó al Cabo Ravaioli quien se acercó solícito. 

- Entre ahí y con mucha discreción, oyó, con mucho di-si-mu-lo- 
le dijo remarcando las palabras- fíjese con quién está la mujer de lentes 
negros y pañuelo en la cabeza, me pareció que estaba acompañada 
por dos tipos, vea si puede pescar alguna palabra de la conversación 
y compre un par de baurús y un agua mineral de litro bien fría, ¡y no 
demore!- remachó impulsado por el hambre. Diago conocía a Ravaioli 
lo suficiente para saber que pese a su naturaleza quejosa y algo haragana 
era un policía eficiente y sabía como comportarse en una misión. Sin 
embargo no había sido fácil “adiestrarlo”, al principio era un poco 
desubicado, para él un sombrero con una pluma y una máquina de 
fotos colgando al cuello era “estar de particular”, “¡Acaso piensa que es 
un turista- le había espetado Diago-, no puede llevar nada que llame la 
atención, debe ser como un árbol en el bosque, entendió!”. Y sí, le costó 
pero con el tiempo entendió, y era leal y subordinado como pocos. 

Se fue a buscar el Chevette marrón y blanco - “el tubiano” como 
lo llamaba- y lo estacionó en la esquina, lo más arrimado que pudo a 
una acacia que le daba algo de sombra. Diez minutos después apareció 
el cabo con los baurús que devoraron con fruición, acompañándose 
con unos tragos largos de agua mineral bien helada. 

- Son dos tipos- dijo Ravaioli limpiándose la mayonesa con el 
dorso de la mano-, uno parece un bacán, y el otro es un tipo curtido, 
como un marinero. El marinero estaba interesado en levantarse a la 
rubia, o ya lo había hecho porque la chamuyaba pegadito a ella y meta 
mano todo el tiempo, y la mina le daba cuerda, ¡ta fuerte la loca esa!. 


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<eh?- y Diago molesto, que se concretara a lo que había visto y oído, sin 
comentarios fuera de lugar, ¿que había podido escuchar que fuera de 
interés para ellos? 

- Bueno- continuó Ravaioli-, el jueguito duró hasta que la mina se 
enojó, parece que discutían por un negocio, porque escuché algo de no 
se cuánto por ciento, y también mencionaban a Montevideo, y que sí 
que no, y la tipa se calentó y levantó la voz y le pidieron que se bajara del 
caballo y broma va broma viene para calmarla, ¡resultó calentona eh!, 
hasta que el marinero se enojó y se miraron feo, y en eso me entregaron 
los baurús y tuve que pagar y salir para no llamar la atención... ¿y ya 
puede decirme de qué se trata?, estamos investigando la muerte del 
Canario, ¿no?, ¿y esa gente que tiene que ver con ese asunto? 

- A su tiempo- dijo Diago-, ahora abra bien los ojos que voy a 
descabezar un sueñito... 

Un sacudón y las palabras “¡jefe, jefe!” lo despertaron, vio a 
la mujer salir con un bolso que no recordaba que llevara al entrar y 
remontar la calle de tierra hacia la principal. ¿Qué hacer, seguir a la 
rubia o quedarse esperando a los tipos ? La vio doblar hacia la plazoleta 
y le dijo al cabo: 

- La patrulla está esperando en la comisaría, vaya con ellos e 
intercepten el auto de la rubia antes de llegar a Rocha, y sobre todo 
busque la manera de que no puedan usar los celulares, ¿oyó?, eso es 
fundamental, debemos seguir contando con el factor sorpresa. Yo me 
quedo con esos dos- concluyó señalando con un gesto el pintoresco 
restaurante. 

Cuando el cabo se hubo marchado Diago bajó del auto, el calor 
dentro del mismo era insoportable. Se sentó bajo unos transparentes, se 
metió la gorra hasta los ojos y se quedó medio amodorrado, esforzándose 
por no dormirse del todo. No tuvo que esperar mucho, dos tipos que 
respondían a la descripción del cabo salieron del boliche y subieron 
a una camioneta cuatro por cuatro con matrícula de Punta del Este 
que estaba estacionada a unos veinte metros de la puerta, casi enfrente 
adonde Diago se hacía el dormido, algo que en Valizas no llamaba la 


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atención. A la hora de la siesta era imposible permanecer dentro de las 
carpas ardiendo bajo los rayos del sol, así que muchachos y muchachas se 
tendían a descansar en cualquier lugar público donde hubiera un poco 
de sombra. Con los ojos entrecerrados los estudió cuidadosamente. 
Uno era alto, fibroso y vestía una sencilla remera blanca con la que 
destacaba su bronceado natural, ese era el que Ravaioli había descripto 
como un marinero; el otro era de mediana estatura, bronceado de cama 
solar, pelo aclarado, algo ventrudo sin ser gordo, Usaba una elegante 
remera Lacoste y se sentó al volante de la camioneta. “Ese es el bacán”, 
se dijo Diago dándole la razón al cabo. Sorpresivamente tomaron el 
camino de las dunas, atravesando la desembocadura del arroyo por 
un sitio que no tenía más de medio metro de agua y se perdieron 
rápidamente para el lado del Polonio. Estaba prohibido transitar con 
vehículos por ese lado, pero la prohibición era virtual, no real, ya que 
no había vigilancia que lo impidiera. Se quedó maldiciendo pero al 
mismo tiempo se dijo que no tenía elementos suficientes para actuar 
contra ellos, primero debía averiguar quienes eran. 


11. La investigación va tomando color 


El siguiente paso fue llamar a Maldonado, de dónde provenía 
la costosa camioneta, y solicitar todos los datos posibles sobre su 
dueño, sus vinculaciones y sus negocios. Luego subió a su viejo coche y 
emprendió el camino de regreso. No pasó mucho antes que recibiera 
la llamada del Cabo Ravaioli. 

-Jefe, los tipos entraron a Castillos, la mina se fue para el hotel y 
el auto se quedó esperando afuera, ¿qué hacemos? 

- No van a demorar en salir, tienen que estar en Montevideo antes 
de las siete. Aprovechen para adelantarse y espérenlos a la altura de 
la Inspección de Bromatología, ahí tienen que pasar despacio y una 
patrulla al costado de la ruta no va a llamar la atención, es normal. 


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Revise bien, es posible que transporten un cargamento de monedas 
antiguas de mucho valor, y recuerde, ¡que no usen sus celulares, y usted 
se comunica de inmediato conmigo para informarme! 

Mientras traqueteaba por la ruta diez, la hermana pobre de la 
ruta nueve, pero con un paisaje incomparablemente superior, el Sub 
Oficial meditaba melancólicamente sobre la conveniencia de hacer ese 
curso para Oficial... necesitaba un coche más nuevo, entre otras cosas, y 
además sacarse de encima la supervisión molesta de algún superior con 
cara de niño, recién egresado de la Escuela de Policía. Cuando iba por 
La Pedrera, el balneario de las altas barrancas y vista sin igual recibió la 
llamada que esperaba. 

- Misión cumplida- dijo orgullosamente el cabo-, detuvimos el 
auto, no les dimos tiempo a nada, ¡y sorpresa, en la mochila de la rubia 
encontramos una bolsa de lona que contenía una cantidad de monedas 
antiguas, todavía no las contamos, pero hay un montón, deben valer 
una fortuna! ¿Eso era lo que esperaba encontrar jefe? <Y ahora que 
hacemos? 

Diago no podía en sí de la satisfacción que le produjeron estas 
palabras. El rastro era cada vez más firme, ahora había que actuar con 
rapidez y precisión. 

- Llévenlos a la comisaría, que no se comuniquen con nadie 
hasta que yo llegue... Sí, ya sé que tiene derecho a hacer una llamada, 
un abogado y todo eso, pero usted ha visto mucha televisión, ¡que 
no hablen con nadie hasta que yo pueda interrogarlos, sobre todo la 
rubia!... ¿Los oficiales?, dígales de parte mía que voy para ahí, estoy a 
media hora de camino, cuando llegue les explico todo lo que sé... 


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12. Donde se cobra la primera pieza... 
y la más codiciada 


Pasó La Paloma y dobló por la veinte hacia Rocha. Los oficiales... 
¿1 hacía todo el trabajo y ellos ponían la cara en televisión, eso no 
le importaba, pero hubiera querido tener más independencia para 
moverse. Ahora sólo le preocupaban dos cosas: que no le arruinaran 
la investigación y reclamar los vales de combustible que le estaban 
debiendo por usar su propio auto, ¡y eso sin contar el desgaste que 
implicaba andar por caminos de polvo y pasto! 

Llegó a la comisaría un cuarto de hora después que la patrulla 
que conducía a los detenidos. Diago pasó lo más rápidamente que 
pudo a la sala de interrogatorios, donde ya se encontraba la rubia con 
una expresión que revelaba ira y frustración. Cuando entró Diago se 
transformó en una mezcla de sorpresa y desprecio. 

- Así que habías resultado tira- le dijo-... ¡qué tristeza! 

- Si de oficios tristes hablamos...- contestó Diago. 

La mujer hizo un gesto despectivo y miró hacia un lado. 

- Vamos a hablar claro- dijo Diago-, no tenemos mucho tiempo. 
Estás involucrada en cosas muy graves: tráfico ilegal, defraudación... y 
sobre todo asesinato. 

- ¡Yo no sé nada de eso- explotó la mujer, asustada-, sólo ayudaba 
a un amigo a transportar un paquete, mi obligación era entregarlo y 
listo, me aseguré que no fuera un asunto de drogas ni nada por el estilo, 
apenas unas inofensivas monedas antiguas que ni sé de donde salieron! 

- En eso estamos- Diago extrajo unas fotos de un cuerpo 
semienterrado en una playa, primero de espalda, luego boca arriba 
sobre la arena. Era un hombre aparentemente grande, de tamaño y de 
edad. Los cabellos canos, el cuerpo que había sido fibroso pero ahora 
mostraba señales de vejez y descomposición, un cuajaron de sangre 


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le cubría parte del rostro y la cabeza. La mujer dio vuelta la cara con 
aprehensión. 

- ¿Y ése quién es?- inquirió desconfiada. 

- Le decían “el Canario”, tenía un rancho en Valizas, aunque 
pasaba la mayor parte de su tiempo en el campo, ¿no te dicen nada 
esos datos? 

- No, para nada, no lo conozco, creo, es difícil verle el rostro... 

- Pues fue ejecutado con un tiro en la cabeza, y su asesinato está 
relacionado con esas monedas que transportabas, así que cuéntame 
todo lo que sabes, si no quieres terminar con una condena de muchos 
años, cuando salgas vas a tener que dedicarte a otra cosa- dijo Diago, 
mirándola de arriba abajo. 

- “Cuéntame lo que sabes “- remedó la mujer-, que raro que hablan 
acá... ya te dije que no sé nada... ¿y no tendría que tener un abogado? 

- Mira que esto no es una serie de televisión ni cosa que se le 
parezca, acá no tienes derecho a un abogado hasta que a nosotros nos 
dé la gana, te podemos tener horas sentada ahí sin comer ni beber 
ni dormir, y peor para ti, porque me parece que tu participación en 
este asunto es muy periférica, ¡pero si no colaboras vas a salir con una 
acusación de encubrimiento de asesinato! 

- ¡Pero es que yo no sé nada, te lo juro! Mirá, salí un par de veces 
con el tipo ese que le dicen “el Porteño”, uno alto y musculoso, si me 
estuviste siguiendo ya sabés a quien me refiero, Marcelo me dijo que se 
llamaba, y un buen día me buscó en la whiskería y me ofreció viajar a 
Montevideo a vender unas monedas antiguas, me habló de cantidades 
pequeñas, me dijo que las había sacado del mar y que el estado se iba 
a quedar con casi todo, así que prefería venderlas bajo la mesa, y me 
ofreció una comisión muy tentadora. ¡En una sola venta iba a sacar 
más de lo que gano aquí en un mes! Me dio una lista de direcciones 
a las cuales dirigirme y un número de celular para contactarlo cuando 
saliera algo, ¡eso es todo lo que sé!! 

- ¿Marcelo qué- preguntó Diago- y donde vive? 


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- Sin nombres, me dijo, es mejor para los dos, si ce agarran con las 
monedas te las sacan y eso es todo, a vos no te pasa nada... 

- Pero estuviste con él, ¿adonde te llevó, qué te contó?, en esos 
momentos los hombres se van de la lengua... ¡en más de un sentido!- 
dijo Diago y volvió a mirarla de una manera inconfundible- sería una 
lástima que perdieras lo mejor de tu vida en la cárcel... 

- ¿Y esto qué es, “Intrusos”? Bueno, si querés saber... me llevó a un 
hotel en Aguas Dulces, ahí estuvimos un par de noches, ¡y te puedo 
asegurar que no perdimos el tiempo hablando! 

- Necesito más, todo lo que te acuerdes, ¿a qué se dedica? 

- Tiene un barco, una especie de yate, me invitó a pasear pero ese 
día nunca llegó... se dedica al buceo, saca cosas del mar, eso es lo que me 
dijo. Dice que sacó las monedas del mar pero que eran muy pocas para 
compartirlas con el gobierno, necesitaba venderlas para pagar el barco 
y otras deudas... 

-¿Quiénes son los otros dos, el tipo que andaba con “el Porteño” 
en Valizas, el de la cuatro por cuatro y el otro, el chofer del auto que te 
transportaba? 

- El de la cuatro por cuatro es uruguayo, un chico bien, “Pacho” 
me dijo que se llamaba, pero no estoy segura, quizás es un sobrenombre 
tan falso como él. A lo que parece es socio en el asunto de las monedas, 
y bastante arrogante, pasó todo el tiempo quejándose, que Valizas 
parece un cantegril, que está lleno de hippies mugrientos, que los 
caminos son un desastre y no se cuántas cosas más. El chofer es guardia 
de seguridad, trabaja como guardaespaldas. Es contratado, igual que el 
auto, su única misión era transportarme y cuidar de mí, no sabe nada... 
¡ni siquiera sabía de las monedas, creía que era la amante de uno de 
ellos, o de los dos! 

- ¿Acaso no es así?- Diago la miró, interesado en la respuesta. 

- No. “Business” - respondió la muchacha-, sólo eso, “business”, 
¿se dice así no?... ¿Te importa acaso? 

- Claro- dijo Diago, desviando la mirada-, hay que determinar tu 
grado de participación, si sos cómplice o simplemente una “muía”. 


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- ¡Yo no soy muía de nadie! 

- Pues eso es lo que estabas haciendo... 

- ¡Te juro que no sé nada, quería ganar unos pesos extras, tengo un 
hijo en Montevideo! 

- La eterna historia... ¿cuántos viajes hiciste ? 

- Tres con éste. ¿De qué me vas a acusar, te darás cuenta de que 
estoy colaborando ? 

- Si me dijiste la verdad y no tienes nada que ver con el crimen 
no formularé cargos graves, en el informe diré que fuiste contratada 
para entregar las monedas y que ignorabas su origen, ahora lo que te 
va a costar es convencer al juez de que no sabías que era una operación 
ilegal, ¿tienes antecedentes?, tú sabes a que me refiero... 

- Nunca participé en ningún delito, ahora... por trabajar donde 
trabajo me ficharon y me obligaron a hacerme el carné de salud, vos 
sabés como es eso... 

- Sí- contestó lacónicamente Diago, y luego dirigiéndose a la 
puerta- vas a tener que esperar acá. 

- ¿Y esc abogado? 

- Más tarde, cuando haya atado algunos cabos... 

Un rato más tarde Diago completó la información necesaria. £1 
propietario de la poderosa Thunder resultó ser el hijo de un conocido 
empresario de Punta del Este. Pero a Diago no le alcanzaba con eso. Hizo 
una llamada personal a un compañero de sus comienzos en la policía, pero 
que había hecho todos los cursos habidos y por haber, y ahora revistaba 
como Oficial en la jefatura de Maldonado. Le pidió que le pasara algunos 
datos “off-the-record” para no levantar la perdiz sobre el dueño de la 
camioneta, sus negocios y sus amistades, y le pidió muy especialmente 
reserva y presteza “si no queremos que borroneen el rastro” le había dicho. 

Comenzó a redactar el informe que le pedían sus superiores 
mientras meditaba sobre el caso. Los dos cadáveres de la Playa de la 
Calavera, las monedas, la rubia, el empresario, el marino, eran como 
piezas sueltas, pero pronto, estaba seguro, todo tomaría una forma 
clara y definitiva. 


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13. Sobre marineros, financistas 
y mujeres fatales 


Poco después recibió la llamada que esperaba. Era su colega de 
Maldonado que tenía información jugosa sobre los dos tipos misteriosos. 
“El bacán” pertenecía a una familia adinerada, su padre era un empresario 
conocido, pero el hijo le había salido un tiro al aire. En el ambiente se decía 
que estaba vinculado al mundo de las drogas, pero no de cualquiera, sino 
“de las buenas”, y por esa razón había caído en alguna redada, pero sólo 
le habían podido comprobar “consumo”. Eso y sus influencias habían 
logrado mantenerlo fuera de la cárcel. Su aburrimiento lo llevaba a 
participar en empresas audaces, y tenía algunos amigos aventureros y poco 
recomendables. “Últimamente- le dijo- se le ha visto mucho en compañía 
de un argentino que tiene una empresa de buzos”, “¿Qué cosa, una textil?” 
bromeó Diago, quien confirmó con estas palabras la información que le 
había proporcionado Jackie, aunque prefirió aparentar cierta ignorancia 
“no, no, de hombres ranas, tiene un yatecito, una lancha en realidad y 
realizan trabajos bajo el agua, reparaciones, rescates, esas cosas”, “ajá, ¿y 
cómo se llama ese argentino?” “Fabián algo, o “el porteño” mi informante 
no tiene todos los datos, te puedo averiguar. En el puerto debe estar 
registrado, dame veinticuatro horas”, y acá Diago que no, que no tenía 
tanto tiempo, pero que siguiera averiguando lo que pudiera, si últimamente 
había movido valores, dinero, lo que fuera, dónde estaba su barco, quienes 
eran sus hombres y todo lo que pudiera ser útil para la investigación. 

- ¿Vos sabés el trabajo que nos estás dando? Decime, ¿qué está 
pasando, y qué sacamos nosotros de todo esto?- inquirió el fernandino. 

- Algo grande, aunque todavía no tengo todos los datos, tráfico 
de monedas antiguas por lo menos, y quizás un asesinato, pero por 
favor, actúen con discreción, las pistas del crimen son muy difusas y 
si levantamos la perdiz, los perdemos. Cuando tenga las pruebas, te 
prometo que compartiremos todo... incluso los créditos. 


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Volvió Diago adonde estaba la mujer. 

- Necesito que colabores. 

- ¿Más todavia? No tratarás de ponerme un micrófono o algo por 
el estilo, ¡eso no lo Haré jamás!- Jackie se puso en guardia. 

- No, necesito que hagas una llamada, luego desapareces... 

- \Luego desapareces, luego desapareces!- la mujer, resentida, se 
burló una vez más del acento róchense de Diago- ¿acaso no sabes que 
no tengo adónde ir?, ¿querés que me peguen un tiro en la cabeza?, esa 
es la suerte de los ortibas. 

- Necesito ganar tiempo, ellos no saben todavía que te tenemos, 
ni tienen por qué pensar que los entregaste, en realidad ya sabemos 
quienes son, y lo que nos interesa es descubrir su responsabilidad 
en el crimen del Canario. Si no tienes nada que ver con eso es mejor 
que colabores, de lo contrario te acusarán de encubrimiento, pasarás 
años en la cárcel y cuando salgas... ¿conoces el tango?: “vieja, fanéy 
descangayada..!’, canturreó Diago. 

- Bueno, lo pensaré. ¿Y qué garantía tengo? 

- Tendrás que aceptar mi palabra, es mejor que nada. Y ahora 
mismo no hay tiempo, debes decidirte, estás con nosotros o estás con 
ellos y sos una encubridora. Di que sí y estoy dispuesto a informar que 
participaste engañada, que no sabías nada- Diago pensaba que era fácil 
prometer, que la verdad completa sólo iba a salir cuando tuviera las 
declaraciones de todos los implicados. 

- “¡Di que sí, di que sí- parodió una vez más la rubia- como si 
fuera tan fácil!”, pero unos minutos después hacía la llamada: que había 
hecho la entrega, que estaba todo bien. “Voy para ahí y llevo la plata- 
agregó- ¿dónde nos vemos?”. 

Un instante después cortó la conversación y miró a Diago, 
siempre con resentimiento. 

- Me esperan esta noche a las diez, que agarre la ruta a Punta del 
Este y media hora antes llamarán para decirme el lugar exacto. ¡Por 
supuesto no pienso ir-dijo la mujer-, por nada del mundo! 


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- No será necesario, yo puedo reconocerlos. Además tu chofer 
ya cantó todo lo que sabe, que no es mucho, pero ayuda. ¿Sabías que 
trabaja para el padre del socio del porteño, el que te dijo que se llamaba 
Pacho? Es un guardia de seguridad, todo va encajando. 

- Veo que te especializás en sacarle información a la gente... 

Diago se acordó del pelirrojo fascista de “CSI Miami”, se puso de 

costado, “that... is my job” dijo con énfasis cinematográfico y se fue sin 
mirarla. 


14. Un crimen antiguo 


La llamada llegó puntual, el sitio de encuentro fue fijado en “Las 
Tablitas”, una pintoresca cantina situada en la rambla costanera, entre 
La Barra y Manantiales. La operación fue relampagueante y exitosa. El 
Mitsubishi blanco fue estacionado en una calle lateral, a unos metros 
de la esquina, a modo de señuelo. Cuando los dos hombres ingresaron 
al local buscaron con la vista a la intermediaria de sus operaciones, 
pero no la encontraron, en lugar de eso vieron a Diago, que comía 
plácidamente una milanesa al pan, entre otros clientes. Eligieron una 
mesa y se sentaron, desconfiados, mirando hacia todos lados. En ese 
momento Diago hizo una señal y cuatro hombres estratégicamente 
distribuidos saltaron sobre ambos, los redujeron sin darles tiempo a 
pestañear y se los llevaron ante la atención estupefacta de una veintena 
de clientes. 

Poco después el Sub Oficial coordinaba el resto de la operación, 
que incluía la detención de algunas personas y la captura del barco de 
“el Porteño”. 

Sus sospechas se vieron confirmadas al poco rato, cuando le 
comunicaron que en la lancha que el Porteño llamaba ampulosamente 
“mi yate”, tras un panel oculto se había encontrado un arca con 


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monedas antiguas de oro y que se había detenido a un marinero de a 
bordo, también buzo, como su jefe. 

- <¡Me querés decir de donde puta salieron esas monedas!?- le 
había espetado por teléfono su amigo de la Jefatura de Maldonado, que 
se había encargado de organizar el operativo. 

- Estaban enterradas en la playa- dijo Diago-, es lo único que sé 
sobre ellas... 

Dos hombres subieron los remos y empujaron la barca hasta la orilla 
con el agua chicoteándoles los altas botas marinas. Arrojaron un ancla 
sobre la arena y luego, con dificultad, bajaron unos cofres de metal y los 
depositaron en la playa. 

- ¿Qué hacemos ahora ? 

- Tranquilo, ahí arriba hay una cruz donde enterraron a algunos 
marineros del Polonio, una barcaza que se hundió acá cerca hace unos 
años. La usaremos como referencia para enterrar los cofres hasta que 
podamos volver por ellos. 

- Polonio, Polloni, ¿qué casualidad, no? Nada me extrañaría que 
este lugar se llamara Polonio algún día - dijo el hombre y rio exhibiendo 
una dentadura amarilla y de dientes espaciados como almenas, 
lamentablemente típica en los hombres de mar. 

Al Capitán Polloni nunca le había gustado el Piloto Mayor de 
Arturo, encontraba su risa mordaz, despectiva, además sospechaba de un 
torvo pasado. Claro, él mismo no era mucho mejor en esas circunstancias. 
Muchos años jugándose la vida, capeando temporales, atravesando 
mares infestados de piratas, cumpliendo a rajatabla su deber, ¿y todo 
para qué?: para que se enriquecieran otros que no movían su trasero de 
los mullidos sillones de sus palacios de Madrid, Sevilla o Barcelona. Por 
razones similares se habían hecho piratas marinos de gran renombre como 
el Capitán Kidd o el Capitán Bowen. Años y años lejos de su familia, 
apenas había tenido el tiempo para hacer hijos, pero no para verlos 
crecer. Eran años que habían erosionado su amor al mar y a la profesión. 
Hubiera querido retirarse, pero después de transportar tantos tesoros que 


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había defendido con riesgo de su vida, no tenía nada ni derecho a nada. 
Debía seguir y seguir hasta dejar sus huesos y su memoria en alguno de 
los remotos mares de oriente o de occidente. Así es que decidió apresurar 
su retiro, pero para ello necesitaba fabricarse un golpe de suerte, un golpe 
que le permitiera retirarse con su familia a una linda finca en la campiña 
de Toscana, donde había transcurrido su infancia. La carga secreta 
del Nuestra Señora del Rosario era la oportunidad que había estado 
esperando, más de ochocientos milpesos en monedas de la ceca dé Santiago. 
Era frecuente que se cargaran estos tesoros bajo el más estricto secreto, en 
algunas ocasiones sólo el capitán estaba al tanto de estos cargamentos. Era 
laforma de evitar que la noticia trascendiera y de repente todos los piratas 
de los mares estuvieran tras el rastro de la nave. Pero necesitaba alguien 
que lo secundara, y no le costó encontrarlo. El Piloto Mayor de Arturo era 
hombre ducho en marinería, pero el capitán Pollonipensaba que ocultaba 
muchas cosas de su pasado. Se basaba para ello en su conocimiento de los 
hombres, en su convicción de que la fisonomía de una persona era casi 
siempre una ventana abierta a su espíritu. Su mirada huidiza, su risa 
cínica, aquellas viejas cicatrices que le cruzaban la espalda y resaltaban 
especialmente cuando con el poderoso torso desnudo y cubierto de sudor 
timoneaba la nave bajo el ardiente sol revelaban su verdadera naturaleza. 
Entonces el sudor se canalizaba trazando el mapa de su oscuro pasado. 
En esos momentos el Capitán Joseph Polloni había podido leer en los 
antiguos surcos un pasado de castigos atroces, en los cuales atado al mástil 
principal había pagado quien sabe que delitos con los latigazos terribles 
del contramaestre. Adivinó el resentimiento acumulado, el odio, el ansia 
de revancha, y no se equivocó. 

- Tomaremos esta cruz como referencia-le repitió Polloni-, mire 
allí, al pie de esas rocas aisladas, unos cien pasos al norte, parece un lugar 
ideal... allí enterraremos las arcas hasta que podamos volver por ellas... 

Mientras uno empuñaba la pala y cavaba en la mezcla de arena, 
tierra y grava menuda, el otro vigilaba, una preocupación casi ociosa, 
era imposible que alguien llegara hasta ese apartado lugar, una trampa 
de arena y agua entre extensos medanales y corrientes embravecidas 


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sobre cuyo horizonte, como una barrera natural se veían a los lados dos 
prominentes cabos rocosos y al fondo dos grupos de islas, islotes mejor 
dicho, sin ningún aprovechamiento salvo para los lobos marinos y las 
gaviotas que establecían en ellos sus colonias de reproducción. Varios barcos 
se habían perdido ya en esos canales sembrados de escollos y restingas y 
muchos más se perderían andando el tiempo. No entraba en ese grupo el 
Nuestra Señora del Rosario, también llamado Fredisburg, nombre clave 
que le asignaban quienes transportaban cargamentos escondidos en sus 
bodegas. El “Fredisburg" no se había perdido por causas naturales o por 
acción de los elementos, sino que todo había sido decidido entre el capitán 
y el piloto. El plan era sencillo y se había cumplido a la perfección. El 
capitán le señaló al piloto un banco cercano a la costa en el cual había 
que encallar el barco en un día tranquilo y soleado, cosa de no perder ni 
el cargamento ni a ninguno de los hombres de a bordo. Era la condición 
principal que había impuesto el capitán Polloni, quien no quería llevaren 
su conciencia ninguna víctima inocente de su ambición y resentimiento. 
Como estaba previsto el barco se depositó suavemente sobre la restinga en 
el canal entre el islote y la costa. No fue difícil rescatar a la tripulación 
que llegó a playa en varios viajes de los escasos botes que había a bordo, 
también fue posible rescatar las provisiones y hasta algunas lonas y 
muebles que permitieron improvisar un campamento mientras algunos 
osados se dirigían caminando al Maldonado, atravesando inhóspitas 
tierras de indios, para solicitar el auxilio que tardó en llegar varios días. 
Luego vinieron los carros que fueron transportando a Montevideo a los 
pasajeros, con sus equipajes, el cargamento y todas las cosas de valor que 
pudieron rescatar del barco y que iban a remate, como era usual en esos 
casos, para resarcir en parte a los armadores e inversionistas. Todo fue 
trasladado a Montevideo, todo menos la carga secreta de la cual sólo 
sabían el Capitán Polloni y el Piloto Mayor de Arturo. Cuando ya 
quedaba muy poco que rescatar y el Nuestra Señora, alias el Fredisburg, 
se escoraba irremediablemente desplazándose hacia el borde del banco 
de arena, una noche de luna llena semioculta por las nubes típicas del 
país, las que tiempo después inspirarían a tantos paisajistas, una barca 


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con dos hombres a bordo abandonó sigilosamente la costa y se dirigió a 
la abandonada nave. Allí, en un compartimiento secreto en el camarote 
del capitán aguardaban ochocientos mil pesos en monedas no declaradas 
que provenían de Santiago, y en las cuales el Capitán Polloni cifraba sus 
esperanzas y su futuro. Desmontaron unas tablas con la ayuda de una 
uña de hierro y un martillo y obtenida la recompensa por la cual habían 
jugado sus carreras y sus vidas la transportaron al bote y de allí a la orilla. 
No podían llevar los cofres consigo en los carros, ni dejarlos en el barco 
que a la primera tormenta se deslizaría inevitablemente hacia el fondo 
arenoso del estuario donde quedaría sepultado para siempre. 

Y así fue como se vieron cavando un pozo, en un lugar que ambos 
recordarían mientras les quedara vida. Cuando juzgaron que era 
suficientemente hondo colocaron un piso de piedras y luego depositaron los 
cofres. ¿ Cuántos cofres eran ? Aquí es difícilprecisar los datos, los suficientes 
para contener ochocientos mil pesos. ¿Pudo finalmente el Capitán volver 
por alguno de ellos, y cumplir sus sueños, los encontró alguien más o 
quizás se hundieron irremediablemente con el Nuestra Señora? Lo 
cierto es que tenemos noticias de uno sólo, lo demás será quizás, para 
siempre, parte del misterio de esas costas inextricables. Lo cierto es que 
De Arturo aún paleaba cuando el sol se elevó sobre el horizonte. Polloni 
se distrajo contemplando el espectáculo siempre idéntico y siempre nuevo 
del amanecer, los dedos rosados de la aurora extendiéndose mágicamente 
hasta donde alcanzaba la vista, cuando algo casi imperceptible, una 
vibración del aire, una sombra, una respiración alterada apenas audible 
entre el ronco crepitar de las olas, le impulsaron a echarse a un lado al 
tiempo que metía la mano bajo el ancho cinturón y amartillaba una 
pistola corta, de dos caños que traía oculta a la vista. El movimiento evitó 
que la pala, descargada con unafuerza descomunal le partiera la cabeza, 
en vez de ello golpeó sobre su hombro izquierdo y se deslizó por su cuerpo. 
Sobreponiéndose a una terrible puntada el Capitán Polloni alzó el arma 
y disparó, una vez, y como el otro hombre hiciera todavía un esfuerzo 
por enarbolar la pala volvió a disparar. De Arturo soltó finalmente su 
improvisada arma, se llevó las manos al pecho tratando de contener una 


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fuente de sangre y cayó, quedando a medias apoyado sobre el montículo 
de arena a un costado del pozo. Miraba aún al capitán con una expresión 
mezcla de odio e incredulidad. 

- ¿Por qué?- preguntó Polloni- ¿por qué?, ¡ambos podíamos ser 
inmensamente ricos! 

- No fue ambición- contestó dificultosamente De Arturo- temía que 
me traicionaras, y no estaba equivocado... tenías un arma oculta...ibas a 
asesinarme... 

- ¡No, no iba a hacerlo, no confiaba en vos, simplemente, pero nunca 
os hubiera matado si no me hubieras obligado! 

- ¡Maldito seas, - alcanzó a barbotar entre vómitos de sangre el 
piloto De Arturo- no os creo!-y con una sonrisa escéptica dibujada en la 
boca sus ojos adquirieron la absoluta fijeza de la muerte. 

Polloni reaccionó lentamente. Haciendo un gran esfuerzo pudo 
controlar el dolor de la clavícula rota y empujó a De Arturo arrojándolo 
dentro del pozo semi cubierto. Luego, valiéndose de un solo brazo terminó 
de tapar el hueco. Al menos el dolor le ayudaba a apartar de su mente lo 
ocurrido: la muerte de ese hombre que hasta un rato antes había sido su 
compañero y su compinche. Casi sin querer recordó una antigua fábula 
que le había contado su padre, la del escorpión y la rana. De Arturo 
no podía evitar actuar como lo hizo, Polloni siempre lo había sabido. 
Incluso lamentó el momento de distracción en el cual le había dado la 
oportunidad al torvo piloto mayor y le había obligado a matarlo. Pero 
ya estaba hecho, ahora sólo le quedaba completar el trabajo. Como pudo 
acarreó algunas plantas de las que se extienden como enredaderas entre 
las rocas disimulando lo mejor posible el lugar del enterramiento. 

El sol alto indicaba ya el mediodía cuando volvió al bote. Como 
pudo, gimiendo todavía por el dolor, subió a bordo de lafrágil embarcación 
que se sacudía a impulsos del sempiterno oleaje de aquellos parajes, y luego 
con un cuchillo hizo lo único posible, cortó la soga y dejó que derivara 
hacia el mar. Luego de reposar un rato en el fondo de la embarcación, 
los ojos vueltos a las alturas, rogando que no se despedazase contra 
alguna roca, pudo erguirse y tomando un remo trató de dirigirse hacia la 


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ensenada de Castillos. Bajo el azul caliginoso del cielo se recortaban ahora 
la Punta del Diablo coronada por el Cerro de la Buena Vista y la Isla del 
Marco. Lo acompañaban el ronco estruendo del mar en aquel laberinto 
de rocas y el graznido lúgubre de las gaviotas. De tanto en tanto algún 
lobo solitario sacaba la cabeza fuera del agua para respirar, y tras echar 
una mirada indiferente volvía a sumergirse en busca de las centollas, los 
grandes cangrejos rojos que constituían su casi exclusivo alimento, testigo 
indiferente de su pequeña e increíble odisea. 

Polloni meditaba mientras tanto en la historia que debía contar de 
regreso al campamento: que habían ido al barco a ver que podían salvar 
aún, ya que su hundimiento parecía inminente, y que había ocurrido 
un accidente, el Nuestra Señora se había escorado de golpe sepultando al 
piloto de Arturo, mientras que él mismo se había salvado de milagro tras 
recibir un terrible golpe. La clavículafracturada, o por lo menosfisurada, 
era la prueba que aventaría cualquier sospecha. Por otra parte el Capitán 
Joseph Polloni era un marino intachable, su palabra era tomada siempre 
como verdad sagrada. En cuanto al resto, a, la recuperación del tesoro, ya 
volvería por él cuando todo hubiera pasado, cuando se disipara cualquier 
sospecha y estuviera en condiciones de hacerlo. Se llevaría lo que pudiera 
y algún día volvería por el resto. Esperaba que no pasara demasiado 
tiempo, la verde y umbrosa campiña toscana lo reclamaba cada vez con 
más intensidad. Si pudo hacerlo o no...es otra historia. Mientras tanto 
el esqueleto del Piloto Mayor De Arturo, siniestro guardián, cuidaría el 
tesoro y esperaría pacientemente, por toda la eternidad si era necesario. 
Antes de superar el cabo fácilmente reconocible por su cerro coronado de 
piedras, dirigió una última mirada al desierto paisaje, y se estremeció 
pensando en cuántas vidas y bienes cobraría todavía aquella costa erizada 
de rocas, restingas y corrientes traicioneras... 


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15. Seleccionando el pescado en el espinel 


- ¡Yo no tengo nada que ver con ningún asesinato!- bramaba el 
hombre, un treintañero, mientras se mesaba con desesperación la 
cabellera rala, casi naranja- ¡yo sólo aporté dinero, fui el capitalista 
en una empresa que me pareció atractiva, aventurera, el rescate de un 
tesoro hundido en el mar! 

Diago insistió con sus punzantes preguntas, sin convencerse del 
todo, pero al mismo tiempo iba reformulando sus hipótesis. £1 hosco 
mutismo del autodenominado “Capitán Robledo”, también conocido 
como “Marcelo”, “Fabián” o “el Porteño”, dueño de la empresa de 
rescate marino y buzo principal, le obligaron a hilar concienzudamente 
los hechos. 

Todas las monedas encontradas a bordo de la nave resultaron ser 
de la misma partida, todas iguales a las que transportaba la rubia y a 
la que el Canario había obsequiado a la joven pareja en Valizas. Todas 
eran vasos comunicantes. Diago no dudaba que el crimen del Canario 
estaba relacionado con el tesoro que había llegado casualmente a sus 
manos. No había sabido guardar el secreto, o se había arrimado a quién 
no debía... el asunto estaba ahí... faltaban los detalles y el autor material 
del crimen. 

Separar a todos los implicados, agotarlos, apretarlos uno por uno 
con una mezcla de promesas y amenazas era la estrategia habitual en 
estos casos, y no falló tampoco esta vez. El “puzzle” se fue armando 
con cierta facilidad. Sólo faltaban la confesión, y si era posible el arma. 
El buzo capturado a bordo fue el primero en aflojar: “...le pidió la 
camioneta prestada al coso ese de Punta del Este-dijo-, después me 
hizo acompañarlo a buscar al tal Canario, nos encontramos en Valizas 
supuestamente para hacer un negocio, el tipo tenía unas monedas 
para vender, ni siquiera sabía su valor, lo subimos a la camioneta y lo 
llevamos a la Playa de la Calavera. Yo no sabía que “el Porteño” iba a 
matarlo, tomamos unos tragos que le aflojaron la lengua, el Porteño 


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estuvo muy convincente, y el Canario cantó como nunca. Después, 
aprovechando que estaba borracho lo llevó a pasear por la playa. Yo me 
quedé en el auto. En resumidas cuentas el Porteño volvió solo. Me dio 
una pala y me ordenó que fuera a enterrar el cuerpo que estaba sobre 
la arena, que no demorara, que ya estaba amaneciendo y no tardarían 
en empezar a pasar caminantes por la playa, esos que se mueven entre 
Valizas y el Polonio. No pude sino hacer lo que me decía. Yo estaba 
impactado, me hizo cómplice, pero no podía decir nada, un poco por 
lealtad y otro poco porque le tenía miedo. Después de un rato me dijo 
que me consideraba un amigo, que me iba a recompensar muy bien, que 
no había forma que nos conectaran con ese crimen, y un montón de 
cosas más. Hablaba y hablaba, creo que estaba conmovido, ni siquiera 
estoy seguro de que lo hubiera planeado antes. Volvimos a Valizas y 
estacionamos a un costado de la principal. Era de noche todavía. El 
Porteño fue hasta el rancho del Canario y volvió con una bolsa que 
contenía algo muy pesado, no hice preguntas, no quería saber nada”. 
“¿Y el arma?”, inquirió Diago. “No sé, quizás la tiró por ahí, o quizás 
no, era un arma alemana, de la segunda guerra mundial. Siempre la 
mostraba con orgullo, la quería mucho, creo que fue de su padre...” 
“¿Ah sí?-pensó Diago-, ya aparecerá entonces, estos tipos se encariñan 
con un arma como si fuera un mina, dudo que la haya tirado al fondo 
del mar, sería como una traición”. 

Finalmente le tocó el tumo a Robledo, Diago simplemente se 
sentó frente al marino y reconstruyó minuciosamente los hechos, 
estaba seguro que no le erraba casi en ningún punto. El Porteño estaba 
visiblemente abatido, negó todo, hosco. 

- Tengo tres declaraciones que te incriminan- le espetó el Sub 
Oficial-, estás frito, y más vale que me digas donde está el arma, si no 
querés que desmantelemos tu barco... 

- Es asunto suyo, yo no le voy a decir nada, no sé nada de ese 
crimen, están buscando un chivo expiatorio... 

- ¿De dónde sacaste las monedas? 

- Las encontré, soy un buscador de tesoros. 


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-Puede ser, pero me parece que este tesoro ya lo había encontrado 
alguien antes que tú... está bien, no necesito tu confesión, tengo todas 
las piezas del rompecabezas, sólo me falta encontrar el arma, estoy 
seguro que no te deshiciste de ella, una pieza de colección según me 
contaron, es cuestión de tiempo encontrarla... Yo me voy a terminar el 
informe y a dormir un rato, mañana nos espera el juez. ¡Que disfrutes 
el calabozo! 

Al otro día Diago se presentó triunfante en la celda del Porteño. 
Traía en sus manos un bulto cuidadosamente envuelto en varias bolsas 
impermeables y meticulosamente encintadas. 

- ¡Adivina qué tengo acá!- le dijo rebosante de satisfacción. Luego 
abrió cuidadosamente el paquete hasta que quedó a la vista una pistola 
negra, de largo caño, esmeradamente bruñida y engrasada- ¿Esta 
es tu pistola verdad?, no te criticaré por haberla conservado, es una 
verdadera reliquia, ¿proviene de algún marino del Graff Spee quizás?, 
bueno, no importa, supuse que un submarinista como tú ocultaría las 
cosas bajo el agua, y no me equivoqué. Envié un buzo de la prefectura y 
ahí estaba, ¡pegadita al casco de la embarcación, donde tú la dejaste! ¡Y 
no te molestes en negarlo, ya la procesamos, y tiene tus huellas! Y ahora 
quizás puedas contarme el resto, ¿por qué lo hiciste? ¿Era necesario 
matar al Canario, valían la pena unas cuantas monedas? 

- ¡¿Si valían la pena- explotó Robledo-, si valían la pena! ?- sacudió 
la cabeza y su mirada se oscureció, como si mirara “para adentro”. 
Comenzó una especie de monólogo, que Diago se cuidó de no 
interrumpir. 

- Una vieja historia de piratas, con todos los ingredientes: 
naufragios, tesoros enterrados, crímenes antiguos... toda mi vida 
estuve detrás de algo así, años y años buscando, arriesgando mi vida 
bajo estas aguas oscuras y traicioneras, arrastrándome en las oficinas 
de algún ricachón para obtener financiación o ante algún burócrata 
para conseguir un permiso, ¿y todo para qué?, para sacar unos cuantos 
trastos cascados de loza o de porcelana, unos candelabros de bronce y 


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un par de cañones herrumbrados... y de repente aparece ese viejo, ese 
don nadie que nunca oyó hablar del Polonio, ni del Nuestra Señora del 
Rosario, ni del Fredisburg, ni de nada, preguntando si alguien sabía 
del valor de una moneda que había encontrado... cuando vi la fecha 
y la efigie de Fernando VI me vino inmediatamente a la memoria lo 
que había leído sobre el naufragio del Fredisburg, la fecha coincidía, 
¡nunca había visto una moneda igual! No fue difícil emborracharlo y 
sacarle todos los datos. Después... la suerte estaba echada... ¡y no fue 
por el dinero, nunca fue por el dinero, siempre fue por la aventura! 
¡Qué saben ustedes de la exaltación de la búsqueda, la expectativa, la 
ilusión del hallazgo soñado durante tantos años y que nunca llegó! ...- 
eso dijo, y allí quedó cabizbajo, ensimismado, derrotado. 

«Para qué agregar nada? Diago volvió a su oficina. Caso cerrado. 
¿A quién pertenecía ahora el tesoro? ¿Al Estado, a la familia del 
Canario si es que tenía alguna, habría quizás algún reclamo ancestral? 
No le correspondía a él determinarlo. Las monedas fueron Opositadas 
en el Banco de la República a la espera de que el juez competente 
decidiera a quién pertenecían. Tenía la esperanza de que fueran a 
remate y sirvieran para construir más escuelas, siempre necesarias. En 
su informe detalló con precisión la participación de cada uno, pero en 
lo que respecta a Jackie sólo estipuló, y ratificó después ante el juez, que 
había sido contratada para las entregas de monedas, una intermediaria 
que ignoraba el crimen, el robo, la estafa, en fin, una víctima más de la 
miserias de este mundo. Por supuesto fue procesada, pero poco después 
quedó libre aunque emplazada, “por falta de méritos”. 


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16. Epílogo en la whiskería de Castillos 


Apenas salió Jackie se fue a Montevideo a visitar a su hijo y a los 
pocos días estaba otra vez trabajando en la whiskería. Cuando hizo su 
número en el pequeño escenario le pareció ver una figura conocida en 
un ángulo penumbroso. La esfera de luces giraba arrojando sobre su 
cuerpo fírme y bronceado una catarata de colores mientras echaba atrás 
la cabeza y sacudía sus cabellos rubios, colgada boca abajo en la barra 
vertical. Terminó su acto, se envolvió como siempre en la sugestiva 
mantilla semitransparente, sin vacilar caminó hacia la mesa del fondo y 
se desplomó sobre una silla. 

• No sé que hacés acá-dijo-, sos un poco audaz, después de que me 
tuvieron una semana detenida por tu culpa. 

- Por mi culpa estás ahora acá- respondió Diago-, tú sabías más de 
lo que contaste, y yo fingí creerte... ¡cumplí mi palabra! 

- Quizás, <pero qué saqué yo de todo esto? Sólo perdí mi tiempo 
y me llevé flor de susto... 

- Mira, tu hijo no tiene que ir a visitarte a la cárcel, eso ya es 
importante, me parece. Además no estoy tan seguro de que no hayas 
sacado nada. Algo deben haberte adelantado, y quería advertirte que 
tuvieras cuidado con las monedas que guardaste “como recuerdo”... 

La mujer se paró de golpe. Iba a gritar, a insultarlo, pero se dio 
cuenta de que no le convenía. 

- <De qué estás hablando?- preguntó con su voz ronca, la mirada 
encendida en ira. 

- De las que le dejaste escondidas en algún lado, posiblemente en 
el hotel, <o se las diste a alguien para que te las guardara? El porteño 
declaró que te entregó ciento veinte monedas, pero aparecieron sólo 
cien. ¿Era tu comisión, no, o vos mismo decidiste que era lo que te 
correspondía? Creo que extravié esa parte de la declaración, o puse solo 
cien, no me acuerdo, había cosas más importantes que andar buscando 
veinte monedas extraviadas... 


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La mujer fue hasta el mostrador, pidió un cigarro al cantinero, lo 
encendió y volvió a sentarse frente a Diago. Lo envolvió con una gran 
bocanada de humo y se quedó quieta, mirándolo. 

- No sé de que estás hablando... ni cual es tu interés, ¿andas 
buscando una parte? 

- No te preocupes, no busco nada, es que no me gusta que me 
tomen por un pelotudo. Sólo quiero advertirte que andes con pie de 
plomo, esas monedas valen una pequeña fortuna, pero es peligroso 
moverlas ahora. Ten cuidado con quien hablas, mira lo que le pasó al 
Canario. ¿Sabes qué?, creo que ésta es la oportunidad de tu vida, y no 
quiero arruinarla, todo el mundo se merece una segunda oportunidad. 
Si sigues en esto... vas a terminar en algún burdel barato... todas 
terminan así... 

- ¡Eso no va a ocurrir conmigo!- contestó exaltada la mujer. 

- Me alegraría mucho que así fuera... debo confesar que me gustas, 
y creo que tienes madera para otra cosa. 

- ¿Y si me gustara esta vida?- preguntó Jackic y se quedó 
mirándolo, desafiante. 

- Eso me temo, que te gusta esta vida, va con tu carácter... pero 
siempre es mejor estar del otro lado del mostrador ¿no?, explotar que 
ser explotada. Con unos treinta o quizás cuarenta mil dólares puedes 
empezar tu propio negocio... - Diago se llevó el vaso a la boca y bebió 
un trago largo, mirándola de reojo. Sacó un billete, lo depositó sobre 
la mesa y puso el vaso encima. Después se levantó, despacio. Hubo una 
pausa, un instante de silencio, de esos que son quebrados a veces por 
una palabra o un gesto que pueden cambiar el curso de muchas cosas. 

La mano de la mujer se extendió para tomarlo del brazo, 
reteniéndolo. 

- No te vayas todavía, quiero hablar contigo. Hago una ronda 
entre las mesas, me cambio y salgo, ¿me esperás? 

- Claro que sí... en realidad no quería que nuestra conversación 
terminara tan pronto. Estaré afuera. 


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La brisa nocturna le hizo bien, lo sofocaba la humareda del local. 
Sonreía en la oscuridad, satisfecho. Se recostó a un árbol y miró el 
cielo estrellado. “He trabajado mucho últimamente- se dijo-, creo que 
merezco un par de días de descanso...” Entonces, previsoramente, llevó 
la mano al bolsillo y apagó el celular. 


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LA LIGA 


La noche cayó sobre el baldío, medio enterrado entre desechos 
de reciclaje. Allá abajo, en un pozo cuadrado de un centenar de metros 
por lado, sobresalían todavía unos viejos postes irregulares pero aún 
enhiestos, que resistían el avance del tiempo en medio de la desolación 
y la basura. Un poco más lejos se extendía el asentamiento, oscuro, 
ominoso, aletargado. Apenas algunas lucecitas acá y allá que flameaban 
ligeramente apuntando la existencia de vidas ligeras, casi inexistentes. 
Desde la ventana del segundo piso de un edificio de apartamentos 
ubicado en el límite del asentamiento, me asomaba como tantas 
noches a aquel mundo a la vez cercano y distante, me ensimismaba en 
la contemplación de aquel universo oscuro, irrisorio, tan amenazante 
e incompresible. Las estrellas perforaban el fondo sombrío del cielo 
cuando me levanté de mi sillay me dirigí ala cocina apreparar una bebida. 
Apenas había saboreado un par de tragos y me disponía a situarme 
ante la televisión cuando sentí unos gritos y vivas que provenían del 
predio del frente, cruzando la ancha calle de canteros que funcionaba 
como divisoria de ambos mundos. Extrañado volví a mi lugar de 
observación y allí, bajo una luna redonda y blanca que inundaba el 
paisaje con una luz lechosa y brillante, juro que vi claramente dos filás 
de hombres oscuros que se dirigían al centro de un campo de fútbol 
irregularmente marcado, con su arcos, sus banderines, y a un grupo 
de personas apostados a los costados que agitaban banderas y vivaban 
a los equipos, que eso eran: dos equipos de fútbol que se dirigían al 
centro de la cancha a realizar los rituales previos al comienzo de un 
partido. Uno vestía una camiseta roja y negra, el otro blanca. No podía 


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dar crédito a mis ojos, si hasta un rato atrás eso era un descampado, un 
agujero infame de la ciudad semi tapado por basura. No era posible una 
transformación tan radical en cuestión de momentos. Miré desconfiado 
al vaso, ¿qué estaba tomando? Pero era lo mismo de todas las noches, 
un güisqui suave, escocés legítimo, no de los más caros pero bastante 
bueno. Bebí un trago largo pensando, “bueno, ahora van a desaparecer, 
no están ahí, eso es un espejismo, una alucinación, <o estaré al borde 
del “delirium tremens”? Pero no, yo no me consideraba un bebedor 
empedernido, un alcohólico crónico digamos, siempre había respetado 
mi límite, ni siquiera recordaba haber tenido una verdadera borrachera 
desde los lejanos días de la adolescencia. No, no podía ser eso, y ya los 
gritos inequívocos perforaban la noche, vivas, reclamos, alaridos que 
expresaban aprobación, recriminación o decepción, y ya corrían los 
jugadores tras una pelota blanca, inmaculada, que saltaba y rebotaba 
e iba de acá para allá recortándose en el fondo oscuro de la noche, y 
ya me atrapaba con esa seducción empática, irracional, que una pelota 
ejerce sobre todos o casi todos los hombres, grupo en el cual me incluyo 
con entusiasmo. 

Súbitamente me invadió una decisión desconocida para mí, 
acostumbrado a balconear los acontecimientos desde lejos, espectador 
confeso e irredimible del espectáculo del mundo. Algo me atraía 
con fuerza desconocida. Un trago largo, hasta el fondo, me calcé las 
zapatillas, dejé la billetera sobre un estante - nunca se sabe-, salí y bajé 
presuroso las escaleras- no tenemos ascensor, por otra parte, dominado 
como estaba por la ansiedad yo no hubiera podido esperar- y salí a la 
calle, dispuesto a cruzar el ancho bulevar para develar el misterio. Pero 
para mi sorpresa me aguardaba la más absoluta oscuridad del otro lado 
de la calle. Nada, sombras y silencio, apenas el ladrido famélico de 
algún perro y el traquetear de un viejo auto que subía roncando por 
el bulevar. 

Desconcertado permanecí todavía un momento en la acera, 
mirando atónito hacia el otro lado de la calzada. Convencido de que 
no había nada allí, confundido, asustado por la irracionalidad de mis 


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sentidos, subí caviloso las escaleras. Me asomé al ventanal entre ansioso 
y amilanado. Toda la excitación, el espectáculo y hasta aquella luz 
fantasmagórica habían desaparecido. La palidez lunar apenas permitía 
vislumbrar la desolación habitual de aquel lugar. No quise preguntarme 
demasiado sobre lo que, estaba seguro, había visto claramente unos 
minutos antes. Temía por mi solidez mental, nunca puesta a prueba 
pero que me daba indicios de resquebrajarse un tanto en los últimos 
tiempos, atrapado como Don Quijote en una vida monótona y 
degradada que me llevaba a caer cada vez más a menudo en estados 
de ensoñación. Cierto que mi condición de espectador crónico dejaba 
a veces paso a cierta interacción, al menos dentro de la fantasía, que 
me reconfortaba, pero no siempre era suficiente. Por suerte el remedio 
estaba a mi alcance: bastante hielo, alcohol hasta el borde, eso era lo que 
necesitaba para enfrentar una noche que amenazaba ponerse difícil, 
con demasiados demonios en el aire. Siempre tuve eso de bueno: un 
par de güisquis bien servidos me hacen caer dormido impidiéndome 
llegar a la intoxicación. Debo levantarme temprano para ir a trabajar, 
y no podría soportar una resaca diaria, y mis superiores menos. Por 
suerte esa noche no fue la excepción, aunque no descansé como 
acostumbraba: mi sueño fue un tanto inquieto. 

Durante varios días volví ansioso a mi casa, ocupando entre 
expectante y temeroso mi lugar de observación, repitiendo un ritual 
cotidiano, uno de los tantos hábitos en los cuales siempre he buscado 
afirmar mi existencia. Pero nada pasó durante un tiempo. Después de 
varios días de frustración apenas permanecía ya en el balcón enrejado, 
antes de arrellanarme frente a la televisión, donde transcurría la 
mayor parte de mi vigilia, entretenido, abotagado, acompañado por 
una bandeja de sándwiches y mi sempiterno vaso. Reitero que se 
trata de una avenida muy poco transitada, ubicada en los límites del 
suburbio. Algún bocinazo lejano, las herraduras de algún caballo que 
pasa tironeando de un carro cargado con bolsas de indescriptible 
contenido, lento, perezoso, aletargados bestia y amo tras su larga .y 
penosa jornada. De repente unos gritos que rasgan la noche, otra 


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vez las vivas, los petardos entreverados con algún silbatazo lejano. 
El corazón atragantado en la garganta me precipito hacia el balcón 
inundado por una extraña luminosidad. Y allí estaban formados los 
dos equipos, prontos a iniciar el partido. Las hinchadas, un puñado 
de personas, ubicadas a cada lado de la cancha, agitando banderas, 
gritando, viviendo la natural expectativa que provoca siempre un 
partido de fútbol. Esta vez no traté de entender ni de comprobar nada, 
temía que volvieran a desaparecer. Arrimé mi viejo y confortable sillón 
hasta el balcón y me dispuse a presenciar el espectáculo. El equipo 
de casaquilla blanca enfrentaba ahora a uno que vestía de naranja. 
Me pareció reconocer a alguno de los jugadores que había visto la 
otra noche, sobre todo un morocho grandote que jugaba de cinco, 
cuya estampa era inconfundible, por lo que entendí que se trataba 
del mismo cuadro. Pero el rival era otro, así que supuse que el blanco 
era el locatario, por lo que inmediatamente me predispuse a su favor. 
Vi a los jugadores correr, patear vigorosamente la pelota y a veces a 
algún rival, mientras uno o dos trataban de ponerla contra el suelo, 
driblar y entregarla al pie de un compañero. Inmediatamente simpaticé 
con un ílaquito desgarbado que parecía jugar “de diez” y que tenía 
una habilidad innata para eludir los guadañazos de los contrincantes. 
También había un punterito rápido que jugaba por derecha y que iba 
siempre por afuera. Me hicieron acordar al Pepe Schiaffino y a Alcides 
Ghiggia, a quienes yo nunca había visto jugar, pero de los cuales había 
oído hablar bastante, y el morocho que jugaba de cinco obviamente 
era una especie de “Negro Jefe”, un Obdulio Varela reencarnado y 
barrial. Otro motivo más para simpatizar con los blancos. Corrieron, 
lucharon, jugaron cuando pudieron y sobre la hora convirtieron el 
gol de la victoria, para la alegría de su hinchada que invadió la cancha 
para abrazar a los jugadores, lo cual promovió un pequeño conato con 
algunos jugadores y parciales del equipo rival. Finalmente ganaron los 
blancos 2 a 1, y festejaron ruidosamente en la mitad del campo. Una de 
las últimas imágenes que guardo de aquella noche fue un nombre que 
me pareció vislumbrar sobre el fondo blanco de una bandera agitada 


154 



por unas manos vigorosas: El Fantasma. Aquel cuadro se llamaba El 
Fantasma, un nombre muy apropiado, dadas las circunstancias, y 
acorde a sus colores, o mejor dicho a la carencia de ellos. Rápidamente 
se retiran unos y otros después de algunos apretones de manos 
apresurados y conciliadores, la luz mortecina que parece provenir de 
unos postes precarios ubicados sobre las cuatro esquinas de la cancha 
se apaga de golpe, y todo se desvanece en cuestión de pocos minutos, 
de segundos quizás. La tranquilidad volvió al arrabal, yo desperté de un 
estado mental indescriptible, una especie de somnolencia lúcida, y me 
sentí extrañamente contento. Me pregunté a que se debía ese estado de 
felicidad, y después de un rato me di cuenta el por qué: yo era hincha 
del Fantasma, y sentía la misma, extraña e inexplicable felicidad que 
cualquier aficionado luego de una victoria del club que por distintos 
motivos, muchas veces irracionales, ha elegido para compartir alegrías 
y desdichas. Era una sensación nueva, pero confortante. Me acosté y 
me dormí enseguida. Esa noche soñé con los pases del flaquito, las 
corridas del punterito y los trancazos del centrojás. 

Los días siguientes fueron de tensa expectativa. Cada noche 
esperé las señales de una nueva confrontación y repetí cada paso del 
ritual como quien practica una invocación: el sillón, el vaso, la bandeja 
de sándwiches. Ya casi no miraba televisión, como antes, sólo me 
sentaba frente al pozo oscuro de la noche, y esperaba. Hasta dejé a 
mano, dobladita, una sábana blanca que ya no usaba. Cuando el fútbol 
volviera yo estaría allí para colocarla sobre el balcón de rejas y agitarla 
alentando al Fantasma, cuya suerte compartía ahora fervorosamente. 

Y el Fantasma volvía periódicamente, cada tanto tiempo se 
encendían las luces y salían a la cancha los once defensores de la gallarda 
camiseta blanca, y yo agitaba mi sábana y gritaba el nombre que 
escuchaba corear a la distancia: Fan-tas-ma, Fan-tas-ma, y acompañaba 
al coro que entonaba los estribillos de siempre: 

“¡ A pesar de los años/ yo te sigo queriendo/ yo te sigo apoyando/ 
Fantasma queridoooo!”. Una que otra vez me pareció que algún 
espectador, algún jugador, miraba con sorpresa en mi dirección, v 


155 



hasta me pareció advertir gestos de complicidad o desafío, según 
el cuadro al que pertenecieran. Me confortó bastante esa especie de 
reconocimiento de mi existencia. Yo estaba allí, ellos estaban del otro 
lado, yo lo sabía y ellos también. Era suficiente para mí. 

Descubrí que los partidos tenían cierta periodicidad: se repetían 
casi siempre los viernes, cada dos semanas. Razoné que “mi cuadro”, 
como cualquiera, jugaba una fecha de locatario y otra de visitante, 
un partido cada catorce días. A veces tenía un premio especial, algún 
partido entre semana, o se repetían dos viernes consecutivos, pero 
no era común. Así que organicé mi vida para que un viernes cada 
dos nada, absolutamente nada me distrajera. Ningún compromiso, 
ninguna obligación, ni una llamada telefónica podían interrumpirme, 
mi concentración debía ser total. Me iba al balcón con lo de siempre, 
pero agregué un cuaderno y una birome, y allí iba anotando todo: los 
resultados, los nombre de los jugadores que creía escuchar a través 
del aliento de la hinchada: el Tito, Punto y Coma (que rengueaba 
un poquito, un apodo ingenioso, aunque cruel), el Pepe, la Lora, 
Pedreira (el único apellido que pude identificar, ¿o sería también un 
sobrenombre?), el Dulce de Leche, el Abrelatas (supuse que tenía un 
solo diente), y algunos más. 

En cuanto a los rivales fui desentrañando algunos nombres de 
clubes, fui descubriendo de a poco quienes conformaban aquella Liga 
que surgía de las sombras para poblar la noche de gritos y colores. Los 
fui anotando en mi cuaderno y allí se leía el Misterio, el San Borja, 
el Expreso, Cooper, Soriano, Vanguardia, el Huracán Palermo, el 
Yacumenza, el Lito, en fin, entremezclados aparecían equipos que 
provenían de distintas ligas, ya desaparecidas: la Extra, Palermo, 
Guruyú, y que yo recordaba vagamente de un pasado de pantalones 
cortos, en el cual leía los resultados de los partidos de todas las 
divisiones en la sección de deportes de El Diario los domingos a la 
noche. Eran recuerdos que venían entreverados con el café con leche 
y medialunas de la merienda y las trasmisiones de fútbol de Solé que yo 
escuchaba junto a mi padre y mi hermano, además de mi madre, que no 


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prestaba ninguna atención pero permanecía mateando solidariamente 
junto a nosotros bajo la claraboya de colores, en el amplio patio 
embaldosado. Luego los partidos terminaban y yo corría al puesto de la 
esquina a esperar que llegara la edición dominical de El Diario, donde 
recuerdo que había un relato escrito de cada partido, minuto a minuto, 
que yo ingenuamente suponía que eran la vida misma: “24’ Fernández 
toma la pelota y se la da a Perdomo quien se saca un rival de encima 
y remata violentamente de izquierda, pasando la pelota a centímetros 
del travesano”... un relato oral, pero escrito, que a la distancia me hace 
acordar aquel relato que desde el balcón del diario El Día realizaba un 
periodista oficioso para una muchedumbre ansiosa: “Ataca Argentina... 
¡gol uruguayo!”. Cualquier parecido con la realidad... depende de su 
confianza en la prensa. 

Pero volviendo al presente, a mi presente, el viernes era un 
día diferente, de algún modo era mi día. Tanto me abstraía que me 
olvidaba completamente del entorno. Un sábado de mañana, tras un 
partido particularmente intenso de la víspera, que me había dejado 
agotado pero satisfecho, ya que el Fantasma había levantado un 
resultado que parecía imposible ante su clásico rival, el Misterio, bajé 
todavía ojeroso y con algo de resaca a hacer mis compras semanales 
en el auto servicio de la esquina. El baldío estaba como siempre, 
callado y semi cubierto por la basura que cada tanto levantaba una pala 
mecánica de la intendencia. Sonreí para mis adentros, sólo yo sabía la 
vida que cobraba los viernes a la noche. En el “Mini-super-market” (!) 
descubrí que tenía la voz rasposa, gastada por los excesos de la víspera, 
pero era un detalle menor, sin importancia. Entre las estanterías me 
crucé con la vecina del apartamento de abajo acompañada por sus dos 
hijas pequeñas. Una escena que me hizo enternecer: dos caperucitas 
corriendo de acá para allá y amontonando cosas innecesarias en el 
carrito que empujaba su mamá, posesionadas por la fiebre y el éxtasis 
de la compra compulsiva, cosas que la mamá cargaba alegremente en 
un tarjeta que luego su pobre marido se volvería puto para poder pagar. 
Les sonreí, enternecido como dije antes, y levanté los ojos para saludar 


157 



a su mamá, algo que rara vez hacía. Entonces la vi abrazar a sus hijas 
con gesto protector a la vez que las alejaba de mi proximidad y saludaba 
medio para adentro, como con susto. 

“¡Qué diablos!- pensé-, ¿se volvió loca esta mujer?, ¡pobres 
niñas...!”. Me encogí de hombros, no era asunto mío, y seguí 
acumulando yo también cosas en el carrito. Cuando llegué a la caja me 
encontré con otro vecino, con el cual había cambiado algunas palabras 
de vez en cuando. 

Me sentí súbitamente inclinado a la camaradería y la política de 
buena vecindad, quizás porque quería compartir el buen humor de la 
noche anterior. 

- ¿Qué tal vecino, lindo día, no?- en estos casos siempre trato de 
ser de lo más convencional- ¿La familia bien? Un sábado como hoy, es 
ideal para echar un paseíto a la rambla, ¿nocierto? 

El tipo me dirigió una mirada como de sospecha 

- Sí, sí, claro- me contestó, y se metió apurado en otra fila. 

- ¿Pero que cuernos le pasa a la gente? ¡Una vez que trato de ser 
amistoso! ¡Ma sí, mejor me meto en mis asuntos!- me dije, y silbando 
bajito el himno de guerra del Fantasma me puse a esperar mi turno. 

En la fila de al lado la mujer de las niñas y el vecino esquivo se 
habían encontrado y aunque bajaron la voz para hablar entre ellos me 
llegaron algunas palabras que intuí más que escuché: 

- ... gritos, saltos... altas horas...- decía la mujer con su vocecita 
aguda. 

-... como una cabra... borracho... para internar...- me pareció que 
musitaba el hombre con voz ronca, casi inaudible. 

- ¿Pero qué diablos...?- y de repente capté el sentido de aquellos 
mensajes gestuales que me trasmitían mis vecinos: estaban dudando de 
mi salud mental. La noche anterior, y otras previas, yo había gritado, 
saltado, agitado frenéticamente la sábana en el balcón y mis vecinos me 
habían oído y sufrido estoicamente. ¡Claro, a un tipo que da muestras 
de demencia, alcohólico crónico y quien sabe cuántas cosas más, no 
se le anda pidiendo cuentas, quién sabe de qué es capaz! Más valía 


158 



aguantarlo- aguantarme-, y tener un loco en el ediñcio, pintoresco pero 
presumiblemente inofensivo, aunque hay que tener cuidado, ya se sabe, 
con los locos... y mucho tema de conversación. 

Cómo que de entrada me molestó, pero luego entendí su punto 
de vista, y me prometí considerar un poco más a la gente común, 
que vuelve a sus casas anestesiadas, sin más expectativa que ver algún 
programa argentino, de esos que son puro chisme y conventillo. 
Y bueno, ahora tenían otro tema para el chismorreo: el Loco del 
Balcón, apodo que orgullosamente me adjudiqué. ¡Qué sabían ellos! 
Me compuse un poco, y me dirigí a la caja, resuelto a no dar bola a 
la gilada, pero consciente de que debía cuidar un poco más mi 
imagen, si no quería terminar enchalecado. Por no dar lugar a más 
comentarios abandoné en un estante la botella de güisqui que había 
recogido, uno nacional añejado, de nivel similar a los escoceses baratos, 
prometiéndome comprar otro a la salida del trabajo, lejos del barrio. 
En su lugar coloqué un bidoncito de jugo de naranja, pasé por la caja 
y con una expresión distante e indiferente a las miradas volví a mi 
apartamento silbando un tango, bajito. 

Al otro día en el trabajo estaba un poco ensimismado calculando 
las posibilidades del Fantasma. Por los resultados y el crecimiento 
de la euforia entre los hinchas presumí que las cosas iban muy bien. 
En cuatro meses ganamos ocho partidos, empatamos tres y perdimos 
sólo uno, una injusticia, al punterito lo tiraron cuatro veces contra el 
alambrado y el juez nones, nada de comprometerse porque la hinchada 
rival se veía que era brava y estaba muerto de miedo. Y eso que antes de 
terminar el primer tiempo dejamos bien sentado quién era el locatario 
y le llenamos la cara de dedos a más de cuatro para que se ubicaran un 
poco y dejaran en paz a nuestro golerito, que le gritaban cualquier cosa 
porque vieron que era un pibe y pensaban que se iba a apichonar. En 
el entretiempo vi que una columna de los nuestros se dirigía a la vieja 
casona que oficiaba de vestuario y le dieron su apoyo al juez gritando y 
pateando un poco la puerta. Pero se ve que el tipo estaba amenazado, 
o quizás le habían calentado un poco la mano, porque salió decidido 


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a perjudicarnos. De entrada no nos cobró un penal cuando revolearon 
del pescuezo a nuestro centrodelantero en un córner, y después echó 
a nuestro back izquierdo porque se creyó con derecho a hacerle lo 
mismo a un morenito provocador que se la pasó todo el partido 
tirando rabonas y taquitos y jopeadas, y eso en la cancha del Fantasma 
no se puede hacer, no sabe con quién se metió la reputísima madre que 
lo parió a él y al juez, que después se tuvo que ir escoltado por dos 
botones. Claro que no le hubiera servido de nada si no fuera porque 
el presidente de nuestro cuadro lo protegió de oficio como quien dice 
para que no nos suspendieran la cancha, lo cual le agradecí mucho 
porque quien sabe adonde habríamos tenido que ir a jugar y yo me 
hubiera perdido los partidos de local. 

- ¡Vos estás cada día más pajeado!- escuché que decía uno a 
mi lado mientras me mostraba unos papeles, que al instante pasó a 
refregarme por la nariz, porque supuestamente se me habían pasado 
unos errores de facturación, y eso comprometía todo el trabajo de la 
sección. ¡Cómo si yo tuviera la culpa de todo lo que pasaba en esa 
oficina! Me defendí airado sin tener ni idea de que estaba hablando, 
tomé los papeles y enérgicamente le dije que yo no me hacía cargo de 
los errores de nadie, pero que lo iba a solucionar para que vieran mi 
buena voluntad y cuánto me necesitaban. Tras un rápido repaso advertí 
que era cierto, había un error, no había calculado con atención algunas 
variantes y eso hubiera comprometido el resultado de una licitación en 
la cual estaba involucrada la empresa. Rápidamente lo solucioné, no era 
difícil, pero una lucecita roja se prendió en algún lugar de mi cerebro, 
esas desatenciones podían hacerme perder el empleo del cual dependía, 
entre otras cosas para seguir pagando el préstamo que había hecho para 
comprar aquel apartamento de mala muerte en los arrabales. 

Amoscado por el incidente volví a mi casa, pero no tuve tiempo 
para preocuparme. Al poco rato llegó a mis oídos el coro que entonaba 
las queridas palabras: “¡A pesar de los años... Fantasma queridooo!” 
En ese momento tuve la intuición. Ese canto estaba muy repetido, muy 
gastado, lo había escuchado en boca de muchas hinchadas, incluso del 


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exterior. El Fantasma se merecía algo mejor, un himno de verdad, ¡y yo 
iba a escribirlo! 

Yo me había comprado un largavista para ver mejor los encuentros, 
uno barato porque mi economía no daba para mucho esos días, pero 
que mejoraba bastante la visión del campo. Uno de mis objetivos era el 
pizarrón que aparecía siempre amurado a la casona, y que seguramente 
ofrecía los datos de los partidos. Y no me equivoqué. Esa noche decía, 
en una letra tan irregular como voluntariosa: 

HOY 21.30 

EL FANTASMA- ORIENTAL 
ESTAMOS A UN PASO DEL ASCENSO 
CONCURRA A ALENTAR 

¡Entonces mis previsiones eran ciertas, nuestro equipo peleaba 
el campeonato! ¡Más que nunca se merecía ese himno que yo le iba a 
escribir! 

Del partido de esa noche diré que estuvo durísimo, pero nuestro 
centrodelantero acertó un par de cabezazos y ganamos 2 a 0 al 
Oriental, un cuadro muy aguerrido como correspondía a su camiseta 
celeste, pero que debió doblar la cerviz como tantos otros ante la férrea 
determinación de nuestros gladiadores. 

Esa semana me dediqué a masticar palabras para crear aquel 
poema que me había prometido. Estaba profundamente ensimismado, 
casi no pensaba en otra cosa. Llevaba a todos lados unos papelitos en los 
que iba anotando ideas, algún verso, alguna metáfora que iba tomando 
forma de a poco- ¿metáforas se llamaban, no?, apenas me acuerdo de 
mis lejanos días del liceo cuando nuestra profesora de literatura trataba 
de hacernos entender la poesía, ¡si hubiera sabido que algún día iba a 
necesitar esos conocimientos!-. 

Empezaban a formarse en mi cabeza algunas imágenes que 
rápidamente trasladaba al papel, donde quiera que me encontrara, 
y que luego trataba de integrar en algo con forma de himno, ya en 


161 



la tranquilidad de mi casa. Recuerdo que en un momento estaba 
examinando unas cajas con insumos que habíamos recibido del 
exterior, y en pleno control me vino aquella figura poética a la mente, 
y no pude soportar, temí olvidarla, así que tire la tablilla y comuniqué 
a quién me oyera que tenía que ir urgente al baño, y salí corriendo 
mientras iba manoteando los papeles y la birome que guardaba en un 
bolsillo. Allí, sentado en el retrete escribí de un tirón la primera estrofa: 

“El aire se calienta y agita 
De golpe se rompe la calma 
Atruenan la noche los gritos 
¡Y brota de la nada El Fantasma!” 

Me quedé contento, aunque estaba claro que los versos no eran 
muy parejos - ¿métrica se llamaba eso, no?- pero no me acordaba de las 
reglas y para empezar me pareció suficiente. Las demás estrofas fueron 
creciendo solas: 

“El baldío se ilumina 
Estallan cohetes, salvas, 

Clamor de roncas gargantas, 

¡Ya está en la cancha El Fantasma!” 

“Ya salta la pelota 
Como una luna blanca, 

Los corazones se estremecen, 

¡Ya juega El Fantasma!” 

“En el fondo oscuro de la noche 
Once camisetas blancas 
Corren, arremeten, dibujan, 

¡Y llega el gol del Fantasma!” 


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“Tiembla la hinchada contraria 

Sus jugadores se espantan, 

Nada puede detenernos, 

¡Es la hora del Fantasma!” 

Quedé muy satisfecho con estas estrofas. Quizás le faltaba 
“gancho” popular, pero no se me ocurrió nada mejor. Les encontraba 
cierto aliento épico, así que decidí compartirlas. Al día siguiente, 
temprano, antes de ir a trabajar crucé al baldío, me llegué a la pared 
de la vieja tapera derruida de lo que había sido alguna vez un vestuario, 
y ahora era residencia de marginales, y ante la vista asombrada de un 
viejo que trajinaba con un fueguito tratando de calentar una lata con 
agua para el mate, escribí con un pincel y una lata de pintura blanca 
las estrofas del poema sobre la pared lateral, la más erguida, que 
miraba hacia la calle. Era viernes, es seguro que esa noche la iban a 
ver los protagonistas del partido nocturno y los iba a enorgullecer el 
homenaje, señal de reconocimiento y de resistencia al olvido. 

Mi jornada de trabajo transcurrió plácidamente, un poco 
distraído quizás, algo que no podía evitar últimamente. Pero cerca de 
la hora de salida se precipitó un acontecimiento que temía, que veía 
venir pero que iba tirando para adelante, haciendo la del avestruz. 

- Lo llama el Gerente- me dijo fríamente mi supervisor-, 
preséntese en su oficina antes de retirarse-. 

Eso fueron sus palabras, suficientes para despertarme. “¡ Maldición, 
justo hoy, espero que no me retenga mucho rato!” pensé mientras 
arrojaba nerviosa y desordenadamente mis cosas en los cajones del 
escritorio. Me dirigí a la Oficina del “Gerente- Manager” como rezaba 
la puerta bilingüe, disponiéndome a afrontar una reprimenda. Pero la 
cosa estaba peor de lo que yo suponía. 

- Usted ha disminuido su rendimiento, el supervisor le ha 
advertido varias veces sin obtener resultados positivos, ¿le ocurre algo 
Gutiérrez, tiene algún problema personal o con la empresa, algún 
reclamo?- me espetó el gerente sin más trámite y se quedó mirándome. 


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Yo iba preparado para oír, no para hablar, así que empecé a balbucear, 
tratando de improvisar algo: que no, que como podía decir eso, que 
mi adhesión a la empresa estaba fuera de toda duda, que se acordara de 
aquella vez qixe, y aquella otra, y si había tenido algún mal momento 
se debía a problemas personales, usted sabe, acompañado por un gesto 
vago que simbolizaba todas las desgracias del mundo. Pero nada de eso 
conmovió en absoluto a mi interpelante. 

• Mire Gutiérrez, a usted le pasa algo, seguro, pero lo que sea 
está afectando su trabajo. Ya ha sido observado - el alcahuete ése 
del supervisor, la puta que lo parió, ojalá se caiga por el agujero del 
ascensor, pensaba yo mientras el gerente seguía con su discurso- pero 
sin efecto alguno. Hasta se corre la voz de que, disculpe que me meta 
en su vida, pero se dice que tiene problemas con el alcohol, en fin, le 
recomiendo que vea un médico, un especialista, usted me entiende... 

¿Un psiquiatra, y porque no lo dice directamente, se piensa que 
estoy delirante este cretino hipócrita? 

- Señor gerente, le aseguro que... 

- No diga nada Gutiérrez. Hemos estudiado el asunto y llegamos 
a la conclusión -¿por qué diablos habla en plural, no le da el cuero para 
decirme lo que decidió sin escudarse en un “nosotros”?- de que no se 
pueden permitir los malos ejemplos. Está suspendido por dos semanas, 
si usted prefiere puede tomarlos de los días que le quedan de licencia., 
así no se le practican los descuentos correspondientes - yo mudo: ¿así 
que me obligaban a tomarme la licencia anual?, los muy amarretes...- 
Tómelos como lo que son, unas vacaciones adelantadas. Vaya, vea 
un médico, recupérese, pero asegúrese de volver cuando esté bien, la 
compañía no puede correr riesgos - esto último con expresión severa, 
admonitoria, y luego, con un tono paternal-, entiéndanos, si una pieza 
del engranaje falla, toda la maquinaria se descompone, pero queremos 
su bien, créalo. Vaya, pase por secretaría para notificarse... 

Y ya me iba palmeando la espalda y sacándome de su oficina que 
se cerró ominosamente apenas tuve los pies afuera. 


164 



La calle me recibió con una brisa fresca. Me subí el cuello de la 
campera hasta arriba y con el rostro medio escondido me deslicé entre la 
masa oscura de empleados que emprendían el regreso. Me preocupaba 
mi futuro, un poco, no mucho. Iba pensando en qué actitud debía tomar 
cuando volviera a trabajar. Debía preservar el puesto del cual dependía 
mi supervivencia, eso era seguro, pero tampoco estaba dispuesto a 
agachar la cabeza y comportarme como un cornudo, después de todo 
yo le había brindado años de vida a la empresa, tenía derechos, podía 
tener otras cosas en la cabeza. Sentí que mi irritación iba creciendo, y 
casi sin ver me di contra una figura femenina que de golpe se me puso 
adelante. Ya me aprestaba a lanzar un improperio cuando una voz y un 
rostro conocido me detuvieron. Era Tina, la morocha que trabajaba en 
expedición y atención al público, aunque algo cambiada. Su cabellera 
negra había adquirido algunos mechones de un furioso tono rojo, muy 
a la moda. Me miró de una manera triste que me sorprendió. 

- Supe lo que pasó- me dijo-, que injusticia, con todo lo que vos le 
diste a la empresa, los días feriados que te pasaste trabajando para sacar 
materiales... si no estás bien, bueno, todos tenemos derecho a pasar por 
momentos malos... 

El plural “todos tenemos” terminó de sacarme de mi 
ensimismamiento. Saqué cuentas: expresión triste, momentos malos 
compartidos, que me dirigiera la palabra a mí, un funcionario de 
segunda, ella que desde su ingreso había puesto a todos los jefes a 
babearse, que me buscara -<me estaba esperando o me pareció a mí?- 
eran indicios que me daban a entender que estaba pasando por las 
consecuencias de algún fracaso amoroso- ¿qué otra cosa podía ser?-. 
Me acordé del rumor que corría de que andaba con un ejecutivo, que 
se la veía radiante y llena de expectativati Y de repente esa expresión de 
sufrimiento, esa tristeza y desencantó reflejados en su deliciosa cara. 
Era evidente: el desengaño, el fracaso... 1 ;Habría pensado que el tipo iba 
a dejar a su esposa y sus hijos, y que iba a poner en riesgo su status, 
sus alianzas familiares, su cuenta bancaria, su casa en Carrasco, su 
auto lujoso y quien sabe cuantas cosas más! Pobre ilusa... la realidad 


165 



la golpeó muy fuerte, así que decidió bajar durante un tiempo su nivel 
de aspiraciones y conformarse con un plebeyo solitario y desgraciado 
como ella hasta que se sintiera con fuerzas para intentar de nuevo la 
escalada. Juro que todo eso pasó por mi cabeza en un instante, instante 
en el que vi toda la película: Yo no podría pasar nunca de un papel 
secundario, pero tenía mi momento y mi escena; era ésa, y había que 
aprovecharla. ¡Cuántos desastres amorosos habían llevado a Tina, 
con quien tantas veces había concebido fantasías, a ese lugar y a ese 
momento en que por fin se dignó mirarme! 

- Una injusticia, te juro, una injusticia. En fin... sí, todos tenemos 
malos momentos. ¿Y vos como andás? Son ideas mías o te noto algo 
decaída... 

- Bueno, de eso mejor no hablar... ¿refrescó un poco, no? Me 
vendría bien tomar algo fuerte, y por más de una razón... - dijo, y me 
miró inquisitiva, casi con ternura, con una expresión que parecía decir, 
bueno, ya te di el pie, ahora te toca, es tu turno. 

Me subió un calor frío, si se puede decir algo así. Es que de golpe 
recordé que esa era una noche muy especial, era viernes, no sólo había 
partido, sino que era muy importante, decisivo. Me atacó una súbita 
ronquera, balbuceé, intenté improvisar algo con sentido, y atiné 
a decirle que tenía un familiar enfermo, que esa noche me tocaba 
cuidarlo, que con mucho gusto la invitaría a tomar algo otra noche, 
cuando ella quisiera. 

Vi una expresión de infinito desencanto en su agraciado rostro, 
seguida inmediatamente por una contracción de labios, un gesto 
en el cual adiviné el desprecio, el resentimiento. Había tenido mi 
oportunidad y la había dejado ir, quizás para siempre. Un segundo 
después su guardia estaba otra vez en alto, el puente roto, insalvable. 

- No, gracias- me contestó con frialdad, restablecida la distancia 
infinita entre aquella mujer con la cual se ratoneaba toda la empresa y 
el pobre mensú que era yo- Lo que quería decir es que necesito llegar 
cuánto antes a mi casa. 


166 



Dio media vuelta y se alejó. La miró irse, bamboleando aquellas 
caderas soberbias, la cabellera negra y roja, espléndida, sacudiéndose 
sobre los hombros, agitada, arrepentida seguramente de aquel 
momento de debilidad. 

¿Qué podía yo hacer ?, ¡que alguien me diga por favor que podía yo 
hacer! £1 destino se ensañaba otra vez conmigo. Sacudiendo la cabeza 
le di la espalda a aquella oportunidad que se alejaba irremediablemente 
en sentido contrario, y remoloneando me dirigí a mi casa. Muchas 
cosas se agolpaban en mi mente, las dudas, las frustraciones, los deseos 
insatisfechos me atenazaban, haciendo mis pasos más pesados. Pero 
cuando empecé a subir la escalera recobré ánimos y fuerzas, ya sentía el 
viejo aliento, la emoción, la algarabía, una expectativa sin parámetros 
posibles. Tomé la bandera, la botella: un coñac añejado que había 
guardado especialmente para la ocasión, empujé el sillón hacia el 
barandal y me dispuse a la lucha, expectante! 

¡Esta noche juega El Fantasma... y nos va la vida! 


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ÍNDICE 


EL CABALLERO, LA DAMA Y EL ARCIPRESTE 9 

LA PLAYA DE LA CALAVERA 97 

LA LIGA 151 





Abril 2010. Dtpótito Lagal N*. 352.727/10 

www.tradlnco.com.uy 









Mauro Barboza es director 
de liceo, escritor, ajedrecista. 
Es autor de Las Trampas del 
Tiempo, cuentos, publicado 
por esta misma editorial 
en 2007 y varios ensayos, 
sobre temas que van del 
Quijote a la ciencia-ficción. 
El libro antes mencionado 
se destacaba por la variedad 
de los temas y la fluidez de 
los relatos, ocho en total. 
En esta obra se mantienen estos rasgos. Es evidente el gusto 
por contar, la amplia información y la soltura y agilidad del 
lenguaje, que no es nunca recargado. 

Consta de tres relatos, los dos primeros de cierta extensión, 
próximos a la nouvelle. 

El Caballero, la Dama y el Arcipreste está ubicado en la Edad 
Media española, y de él ha dicho en el prólogo el crítico y 
académico Juan Francisco Costa que “La evocación de ac/tiel/a 
realidad de caballeros y rufianes, damas y meretrices, burgueses 
ricos y criados menesterosos se realiza con jocunda vitalidad\ 
El segundo relato, La Playa de Ia Calavera, convoca en el tiempo 
y el espacio dos crímenes ocurridos en las costas de Rocha, entre 
Val izas y el Polonio. Uno muy antiguo, ubicado en una época de 
aventureros y piratas, y el otro en nuestro tiempo, con implicancias 
policíacas. “('// plano de la acción es réplica perfecta.del otro, en 
el c¡ue también se verifica una realidad de codicia, de crimen y de 
traición". A la distancia es posible advertir la sombra inspiradora de 
Robert Louis Stevenson y Edgar Alian Poe, maestros del género. 

El tercero, La Liga , es el más breve. Es un homenaje a los 
futboleros de barrio, a través de un pequeño y gris antihéroe 
moderno que recrea con nostalgia y fantasía la modesta épica de 
clubes chicos ya desaparecidos, pero que perduran tercamente 
en la memoria de muchos.