Mauro Barboza
El Caballero,
la Dama y el Arcipreste
❖
Ediciones Cruz del Sur
ISBN: 978-9974-8243-5-5
Título: El Caballero, la Dama y el Arcipreste
Autor: © Mauro Barboza
Ediciones Cruz del Sur
Montevideo, Uruguay
Abril 2010.
PRÓLOGO
He de hilvanar, complacido, unas breves reflexiones introductorias
a estos tres relatos tan distintos en su género, que Mauro Barboza me
invitara a prologar. “El caballero, la dama y el Arcipreste” es, hasta
donde yo sepa, un caso único en nuestra literatura nacional, en el que
se recrea el mundo español de mediados del siglo XIV, apelando a una
rescritura del “Libro del Buen Amor” de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita,
intercalándolo con pasajes y personajes de algunas de las obras más
representativas de la Edad Media española. La evocación de aquella
realidad de caballeros y rufianes, damas y meretrices, burgueses ricos
y criados menesterosos, se realiza con jocunda vitalidad; hay escenas,
como la del torneo caballeresco que abre la primera secuencia del relato,
que se desarrolla con un realismo de detalles y una acuidad de visión
que la vuelven imborrable en su dimensión marcial y colectiva. Pero lo
que parece más valioso en este ejercicio de intertextualidad en el que
se rescriben textos modélicos de la literatura española, es el espléndido
dinamismo que cobran ciertos relatos y escenarios que, al menos para
los legos, hoy en día pudieran adolecer de cierto halo de anacronismo
en sus fuentes originales. Así, vemos resignificarse y cobrar vida
singular, a algunos de los episodios más señalados del “Libro del Buen
Amor”, sentencias del Quijote, decires del Mió Cid, personajes del
Lazarillo, pasajes de “La Celestina” y versos de Manrique. Todo ello,
sin perderse un ápice de expectativa ni amenidad en la andadura de las
historias, o de riqueza y verosimilitud psicológica en los personajes y
tipos humanos convocados. Asistimos, a través del vivido y misérrimo
cortejo, al escrutinio del expirante mundo medieval, y a las nacientes
S
condiciones socioeconómicas del Pre-renacimiento; esas que harán
enloquecer poco después a un cariacontecido hidalgo, convertido en
extemporáneo caballero. En medio de la visión festiva y desprejuiciada
de la corrosiva atmósfera de este siglo, vemos enlazarse el Libro del
Buen Amor con el turbio desenlace del Lazarillo, la resblandecida
moral del clérigo inescrupuloso, los delirios irrisorios del escudero y la
nueva y consentida situación del picaro de Tormes.
En “La playa de la Calavera”, se narra una historia policial
contemporánea que transcurre en un mundo de hampones y
prostitutas, con buen manejo del suspenso, en el que -según lo
declara el propio autor- rinde tributo a algunos de sus autores
preferidos en el género. Pero tal vez lo que le presta mayor valor
al relato, y a nuestro juicio lo redimensiona, es que esta trama se
enraba con otra, cuyo desarrollo se remonta a una época de piratas
y conquistadores. La ucronía del empalme nos asoma a un fondo
permanente de lo humano, en el que un plano de la acción es la
réplica perfecta del otro, en el que también se verifica una realidad
de codicia, de crimen y traición.
En el tercer relato, el más breve de todos, “La liga”, a despecho
de lo que el autor declara sobre su interior designio de homenajear
a los futboleros de barrio y la épica humilde de los clubes chicos,
nos asomamos a una realidad humana penosa y sobrecogedora.
La de ese hombre que a través del relato en primera persona, nos
impone de su yo solitario, aferrado dramáticamente a ese delirio
empedernido que lo va enajenando del mundo y de los otros; ese
partido que semanalmente sueña, es el emblema de su realidad
sentimental vencida, la íntima y suprema compensación a su
desolada interioridad, a la asfixia de sus días de funcionario gris, a
su misérrimo modo de sobrevivencia cotidiana. Pequeño antihéroe
moderno, se aferra a la épica soñada del mediocampo, en la que
viernes a viernes le va la vida.
En los tres relatos, tan diversos entre sí, Mauro Barboza hace gala
de su versatilidad de inspiración, revelando una decantada y vivencial
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lectura de sus obras predilectas, y una profunda empatia, no solo hacia
los personajes de ficción que recrea e incorpora a un renovado río de
vida, sino también al hombre de carne y hueso, los “vivientes” que
pueblan el territorio de nuestra aventura existencial.
Juan Francisco Costa.
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EL CABALLERO, LA DAMA
Y EL ARCIPRESTE
I. Banderas y pendones
Banderas, pendones, címbalos y trompetas, caballeros de
armaduras brillantes y escudos repletos de cuarteles, palafreneros
lujosamente ataviados, y en las tribunas damas espléndidas, todas
pedrerías, colores y plumas en sus ampulosos trajes de fiesta.
- ¡Paso a los caballeros que van a la arena!
£1 grito se oía estentóreo mientras algunos criados robustos y
serviciales abrían paso de malos modos entre el gentío y desde las tiendas
erizadas de banderas, recortadas sobre el fondo del bosque, avanzaba
un grupo de caballeros, erguidos sobre sus enormes cabalgaduras,
bestias de gran talla y casi una tonelada de peso, las únicas capaces de
soportar sobre su lomo a aquellas máquinas blindadas. Los seguían de
cerca sus escuderos, quienes portaban solícitamente las armas de sus
amos, orgullosos de servir a aquellos hombres que eran la flor y nata
de su tiempo. Para ellos había, también, miradas de admiración de la
muchedumbre.
La multitud se iba abriendo y silenciosos, soberbios, sabedores
de la admiración y el temor reverencial que provocaban a su paso
avanzaban los caballeros. Nunca se había visto nada igual. Eran
sobrevivientes de la cruzada, nobles, buscadores del Santo Grial,
caballeros de fortuna. Castellanos la mayoría, pero también catalanes,
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aragoneses, vascos franceses, y extranjeros: bretones, normandos,
lombardos, borgoñeses, todos parecían estar allí. Algunos venían de
oriente, habían caminado quizás por las tierras del Señor, habían
estado cerca del Santo Sepulcro, habían visto aquellas criaturas
increíbles de las cuales se conocía solamente el relato de los viajeros: los
esciápodos, seres de una sola pierna pero que corrían dando saltos con
increíble velocidad, o aquellos otros sin cabeza, que tenían el rostro
empotrado en el tórax, los blemas. Habían visto también los ríos de
la tierra prometida, habían peleado mil combates contra infieles y
herejes, habían difundido su nombre y su gloria por todo el orbe
conocido, habían combatido el mal abatiendo monstruos, endriagos,
brujos, y malhechores de todo tipo, beneficiando a viudas, huérfanos,
desheredados y víctimas de injusticias, acá y allá, dondequiera que
fueran habían sembrado el bien, si se daba por cierto, naturalmente,
lo que contaban las novelas de caballería. Y allí estaban ahora, en
Toledo, para participar de un torneo como nunca se había visto en
el cual el rey de Castilla celebraba su epifanía personal. La presencia
de aquellos caballeros se veía recubierta para la gente sencilla de un
halo de grandeza, de misterio y de santidad. Esto último era algo que
ciertamente la mayoría de ellos no poseía, pero para la gente común,
para el pueblerío, eran modelo y dechado de virtudes sin mácula.
Los caballeros se dirigieron a saludar al estrado del rey, donde
inclinaron la cabeza y la lanza en señal de vasallaje. Luego se acercaron
a la tribuna de las damas donde todo era alegría, risas y miradas de
fervor y lascivia. En la punta de cada lanza fue quedando prendido un
pañuelo perfumado, de colores vivos y encajes, con el cual cada una de
aquellas damas nobles favorecía al caballero de su elección, y esperaba
quizás el premio de la victoria. Si alguna no tenía un caballero con el
cual hubiera concertado previamente la entrega del pañuelo y talismán,
se apresuraba a colgarlo en la primera pica que le pasaba cerca, temerosa
de quedarse con el mismo en la mano, triste y desairada. Todo esto
era seguido rigurosamente por la mirada envidiosa de las mujeres del
pueblo que no tenían acceso a la tribuna de las favorecidas.
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Cumplidos que fueron los ritos, a una orden del Maestro de
Campo, los guerreros se ubicaron en dos filas enfrentadas mientras
sonaban nítidas trompetas. De repente callaron, hubo un momento de
silencio y expectación profunda, entonces un pañuelo cayó flotando
como una sombra blanca desde el estrado del rey y en un instante
todo fue estruendo y griterío, los caballeros se abalanzaron hacia su
oponente de turno tan rápido como lo permitían sus rollizas que no
veloces cabalgaduras, y el combate se extendió por todo el campo.
Ambas filas se acometieron vigorosamente y cayeron varios caballeros
con estrépito de lanzas rotas, relinchos y maldiciones muy poco
piadosas. Varias damas se llevaron las manos al pecho angustiadas al
ver sus hermosos pañuelos arrastrados por el polvo. Algunos hombres
se levantaron, maltrechos y sucios, cubiertos de pasto y de tierra, y
echaron mano a la espada, solo para ser abatidos sin piedad por las
lanzas de punta roma que ya los arremetían de nuevo sin darles tiempo
a recuperarse. Luego los que aún permanecían sobre sus cabalgaduras
se volvieron unos contra otros y se produjeron nuevas caídas, y algunos
caballeros sangrantes, golpeados, con sus armaduras y cabezas rotas
fueron retirados presurosamente por sus criados, como podían, algunos
alzados entre dos o tres, con serio riesgo de ser atropellados por los
que se acometían furiosamente entre el polvo y la gritería. El combate
proseguiría, se sabe, hasta que sólo uno permaneciera de pie, ese sería el
dueño del campo, el campeón, y para él serían la admiración, la gloria,
el premio y quizás también una noche entre almohadones perfumados
donde amorosas manos femeninas cuidarían de sus heridas y mitigarían
el dolor de los golpes con caricias y ungüentos orientales.
En medio de la confusión, el estruendo y la polvareda, un
caballero protegido por una armadura que había sido brillante, ahora
abollada y enlodada, cubierto a medias por una túnica azul desgarrada
de arriba abajo, se alejó gateando de los cuerpos de personas y caballos
que se revolcaban en la arena, emergió de entre el polvo y se escurrió
bajo la barda, metiéndose entre el gentío. Varias manos se tendieron
solícitas para prestarle ayuda pero las desechó, orgulloso, se puso de pie
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y con aire displicente, sacudiéndose la tierra con sus manos y afectando
elegancia para cubrirse con los restos de su colorida túnica, se alejó
hacia el campamento mientras la gente le abría paso respetuosamente.
Cuando llegó a su tienda se sentó en un banquito frente a la
puerta, solitario, los brazos cruzados sobre el pecho, el gesto entre torvo
y cabizbajo. Poco le importaban la fiesta y el jolgorio. Ensimismado,
irritado, dolorido, meditaba sobre la terca indiferencia de la diosa
fortuna, que una vez más le daba la espalda.
Ya menguaban la exaltación y la grita cuando un siervo, vestido
con el típico jubón pardo que caracterizaba a su clase, un tanto
grasicnto y raído por el uso prolongado y la falta de cuidados, apareció
de repente por la senda trayendo a rastras a un pesado alazán dorado,
más parecido a un percherón que a un caballo de andar, y en la otra
un escudo abollado y una lanza partida, de dudosa utilidad ambos. Al
ver al caballero desde lejos prorrumpió en voces alegres, y echando
todo a un lado corrió hacia ¿1, solícito. Un traspié lo hizo caer cuando
llegaba junto al caballero, quien se paró y le colocó un pie encima
impidiéndole levantarse.
- ¡Dónde estabas, maldito, mientras yo me jugaba la vida en la
arena sin duda tú tratabas de seducir a alguna de esas siervas cándidas y
lujuriosas que poblaban las tribunas, que te vi más atento a ellas que a
tu deber para conmigo!
- ¡Me ofendes señor, estaba buscándoos a riesgo de mi vida entre el
polvo y esos brutos salvajes que arremetían contra todo! ¡En un momento
estabas ahí, en la arena, gallardo y poderoso como siempre y un momento
después ya no, os perdí de vista! ¿Cómo salisteis del campo, por dónde?
¡Sin duda habéis obrado un milagro semejante al de París Alejandro, al
que los dioses sacaron del campo envuelto en una nube y lo transportaron
hasta el mismo lecho de la ansiosa Helena!
-¿Te burlas de mí, villano f ¡Por mis propios medios y a riesgo de mi
vida, abriéndome paso entre la caballería pude abandonar el campo, y al
no encontrarte, desarmado, no pude regresar al combate como hubiera
sido mi voluntad!
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- ¡Os juro que no señor, os busqué con desesperación, hasta que un
espectador me dijo que os había visto, creo que usó el término “escabulliros ”
entre la gente! ¡Lo tomé del cuello, furioso, y le grité “mi señor no se
escabulle ante nada, ruin plebeyo, algún accidente debe haberle ocurrido,
cosas de caballero que tú no entiendes”, y luego me vine hasta acá tan
rápido como pude, arrastrando vuestro caballo, que dicho sea de paso
se mueve menos que el caballo de Troya, que el pueblo entero tuvo que
empujarlo para su perdición!
- ¿Te parece que es éste momento para mostrar tu erudición
mitológica?
- ¡Que no señor, es la alegría de veros a salvo lo que me impulsa
a decir sandeces! ¡Pero dejadme levantar y os ayudaré a quitaros esa
armadura y a restañar vuestras heridas!
Reflexionó el caballero que su criado, aunque un canto burlón y
confianzudo, no tenía la culpa de su frustración, y en lo que se refiere
a heridas no tenía ninguna, salvo la del orgullo, y el dolor de un buen
porrazo. Nada grave. Retiró su pie y ordenó, seco: “pues cállate un rato,
ayúdame con la armadura y luego ve a buscar agua fresca, que de mis
heridas me ocupo yo”.
Y tras quitarse la armadura se quedó maldiciendo para adentro
y para afuera soltando tacos a viva voz. Lamentaba como siempre su
desdichada suerte, él que se soñaba coronado de laureles, compartiendo
la mesa de duques y príncipes o reclinado sobre almohadones de
seda, rodeado de damas hermosas y solícitas que tañían el laúd y lo
acariciaban con largos cabellos de oro en las alcobas umbrías de los
palacios.
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II. Tierra de picaros
Al día siguiente, al caer la tarde, el Caballero de Lanz, sobre su
robusto caballo leonado y seguido de cerca por su criado que tironeaba
de una muía sobre la cual habían colocado la tienda, las armas y otras
pocas pertenencias, se dirigió a una antigua venta o posada, junto a la
puente de piedra que está a la salida de Toledo. Arregló con el ventero
un precio conveniente para sí y para sus animales, dejando a su criado
que se las acomodara como pudiera.
- ¡Un lugar en el establo estará bien para él!- dijo-, le bastan una
manta y un poco de paja en un rincón. Así cuida mejor de las bestias, ¡que
mi caballo es tal que no lo cambiaría ni por el Babieca del Cid!
Su criado lo miró con sorna y a punto estuvo de reclamarle los
sueldos adeudados, pero se contuvo pensando que la bolsa de su amo
estaba mucho más flaca de lo que quisiera, y que en épocas mejores,
que no habían sido muchas ni muy próximas había sabido ser mucho
más generoso.
Optó por aceptar su suerte, y tras encerrar a las bestias en el corral
y poner a resguardo las pertenencias de su amo tanteó una moneda
escondida en un doblez de su camisa y se dirigió a comprar un longaniza
y un jarro de vino para completar su frugal cena de pan y agua.
A todo esto el caballero de Lanz, bastante repuesto de sus
magulladuras, se instaló en el comedor de la venta, extraordinario
lugar donde se mezclaba un heterogénea muestra de la España de los
caminos: soldados licenciados, lisiados que decían haber sido soldados,
sacerdotes, mozas del partido, arrieros, preceptores, comerciantes,
vagos pendencieros y perdularios, rufianes, comediantes, peregrinos
y falsos peregrinos, un ciego con su niño guía al que reprendía
constantemente y sacudía a coscorrones por cualquier cosa, y si alguno
lo recriminaba por esta actitud respondía contando una serie de
engaños y tropelías de los que había sido víctima por parte de aquella
“inocente criatura”, y con esto se reunía a su alrededor un montón de
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gente que reía y disfrutaba de las anécdotas que contaba y le pagaban
lo que consumía mientras el niño agazapado a un costado del perverso
no sabía si reír o llorar; y en fin, también había estudiantes, los peores,
con sus túnicas sucias y raídas, sus libracos que jamás abrían, siempre
dispuestos a jaranear y a gorronear todo lo que pudieran. Y ahora se
agregaba un nuevo personaje, un caballero algo venido a menos que
contemplaba todo con aire distante y un tanto crítico.
Cenó sopa de pescado con algunos fideos y un trozo de pan, lo
único que le permitían sus casi inexistentes recursos, ya hacía varios
meses que no recibía una soldada decente, que no conseguía un noble
que lo tomara a su servicio y una causa a la cual seguir, y su participación
en el reciente torneo no le había reportado más que dolores y unas
cuantas abolladuras aún por reparar.
Mientras degustaba lentamente los escasos fideos que pudo
atrapar en el fondo del plato, paseaba su mirada buscando algún
mercader con apariencia medianamente adinerada, a cuyo séquito
quizás pudiera unirse ofreciendo sus servicios como protector en
los caminos. Así obtendría comida y quizás una módica recompensa
hasta llegar a otra ciudad, a otro torneo, o a algún marquesado con
problemas fronterizos donde pudiera tentar una mejor suerte.
Pero esa noche sólo había un comerciante de sedas de Murcia,
rodeado por un grupo de gañanes mal entrazados y con cara de pocos
amigos, que con la albarda en una mano y la pica en la otra parecían
ser defensa suficiente ante cualquier asaltante de caminos. De todas
formas no parecían gente con la cual fuera conveniente mezclarse, no
fuera cosa de ir por leña y salir trasquilado. En estas cavilaciones estaba
cuando llamó su atención un sacerdote rubicundo , grande de cuerpo
pero de cabeza y manos pequeñas, de modales alegres y aspaventosos,
quien devoraba manjares y portaba un laúd atravesado a la espalda,
a la manera de juglares y trovadores. En nada parecía un sacerdote,
salvo por la sotana, que había arremangado por encima de la rodilla
para que no le molestase ni le diera calor mientras comía. Advirtió
el curita la curiosidad del caballero, y en un momento en que sus
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miradas se cruzaron alzó su copa y lo saludó con un gesto amistoso,
casi bonachón. No pudo sino hacer lo mismo nuestro hombre y
se quedó pensando que en los tiempos que corrían mejor sacerdote
que caballero. Un instante después entró una anciana embozada
y cubierta de trapos quién oteó un instante sobre la concurrencia y
habiendo encontrado lo que buscaba se dirigió hacia el sacerdote, y
muy lisonjeramente le habló al oído. Pareció satisfecho el sacerdote y
con expresión complacida metió una mano entre sus ropas y extrajo
algo, presumiblemente una moneda que entregó a la mujer quien se
retiró haciendo reverencias, agradecida. Pagó su consumición el monje
y se dispuso a partir, pero al instante fue rodeado por un grupo de
alegres comensales que le reclamaban que como podía irse sin cantar
unas coplas y él que asuntos urgentes lo reclamaban en el obispado y
ellos que sí, como no, que sabían bien los asuntos que lo requerían y
que de allí no se iba sin alegrar un poco la velada. Suspiró el sacerdote
y encogiéndose de hombros, resignado, les preguntó si habían oído
hablar del combate de Don Carnal y Doña Cuaresma, y ellos que por
supuesto que sí pero igual querían oír lo que tenía para contar, y que
venía muy bien con el tono y el propósito de aquella reunión, que no
querían oír de cosas tristes ni de sacrificios ni de milagros sino de la
alegría y el goce de los sentidos. Reclamaron silencio a viva voz y tomó
entonces el laúd y comenzó a extraerle dulces acordes.
- Muy bien - dijo-, sabréis entonces que se enfrentaron a la hora del
yantar de un jueves lardero, las vísperas de Carnaval y talfue la batalla
que tuvieron - y con voz agraciada, afinada en muchas mañanas de
misales y con un dejo de bon vin, entonó:
“Yo tenía a don Jueves por huésped a mi mesa,
Levantóse bien alegre y dijo: No me pesa.
Alférez de don Camal soy contra esa loca Cuaresma,
Yo pelearé con ella, del ayuno abadesa.
Puso en línea delantera peones:
Gallinas y perdices, conejos y capones.
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Anades y grullas y gordos ansarones.
Su lugar ocuparon como bravos campeones.
Detrás de los escudados venían los ballesteros:
Gansos, buenos tocinos, costillares de carnero,
Piernas de cerdo fresco, los jamones enteros.
Luego detrás de estos los recios caballeros:
Grandes trozos de vaca, lechonesy cabritos,
Que saltaban y daban al andar grandes gritos... ”
Reía y festejaba la gente y el caballero con ellos, aunque se le
hacía agua la boca al escuchar mencionar tantos manjares, sobre todo
cuando miraba de reojo a su esmirriada sopa. A todo esto en la voz del
juglar llegaron las tropas enemigas, compuestas por nobles productos
del mar: sardinas, arenques, salmones, moluscos, cangrejos, delfines,
atunes y hasta ballenas combatían por doña Cuaresma, aludiendo
naturalmente a la ingesta habitual de la Semana Santa:
*Pelearon un buen rato y pasaron gran pena,
Si por don Camalfuera don Salmón no la cuenta,
Pero vino en su contra la gigante ballena,
Abrazó a don Camal y lo derribó a la arena.
Los más de sus soldados habían fallecido
Y los sobrevivientes rápido habían huido... ”
Y continuaba el sacerdote desgranando sus graciosas coplas y
aumentaba la algazara, y la batalla se extendía por el campo y por la
sala, donde los clientes reclamaban a gritos los manjares de los que
hablaba el juglar, y las mozas yugueras revoleaban sus faldas y jugaban
su juego, hasta que el sacerdote reclamó silencio y dijo:
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- Duró esta batalla tres días, y al anochecer del tercero la batalla
se inclinó definitivamente a favor de quien debía, que así lo quiere Dios:
"... mandó doña Cuaresma que a don Carnal guardasen
Y a doña Cecina con don Tocino colgasen.
Los mandó colgar bien altos, como en una atalaya,
Y ordenó que a descolgarlos ningún soldado vaya;
Luego los enhorquetaron en una viga de haya
Y elpregonero dijo: “Quién mal hizo que mal haya
Y protestaba la gente a la cual este final no le placía, pero ya el
sacerdote saludaba con el laúd en alto y se retiraba entre la gritería y
los aplausos y algún que otro trozo de pan que volaba y se estrellaba
contra la puerta.
“Un hombre demasiado camal para ser sacerdote ”, pensó el
caballero, que había disfrutado más el espectáculo que la cena, y algo
más reconfortado, pero no más satisfecho, decidió estirar las piernas
para combatir el entumecimiento y meditar sobre sus próximos pasos,
que no eran nada sencillos. Se veía sin dama, sin amo y sin blanca, sin
ninguna guerra en el horizonte, ninguna empresa, nada a que aferrarse.
Abandonó la posada y se metió por las oscuras calles, resignado,
pensando que Dios aprieta pero no ahorca y que ya saldría de aquella
situación como había hecho otras veces. Todavía le dolía el cuerpo,
pero más le dolía el orgullo por los golpes recibidos en el torneo.
Una luna blanca y redonda derramaba su lechosidad sobre los
tejares cuando el caballero llegó a la orilla de aquel hilillo escuálido de
agua que los toledanos llamaban río. Con la mano en la empuñadura
de la espada, pues sabía que en dichas márgenes pululaban los
malhechores, trataba de recordar el camino de regreso. Orientándose
por el río dobló por una de aquellas callejuelas esquivando charcos de
* Los textos en verso han sido extractados del Libro de Buen Amor, del Are. de Hita.
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orines y montones de inmundicias que se apilaban en los canalones,
hasta que desembocó en una plazuela. De uno de los ángulos de la
misma, semicubierto por los saledizos y las glicinas, le llegó una viva
conversación y luego unos gritos de auxilio: u \Favor, favor de la justicia
que me asaltan /" gritaba un hombre mientras trataba de defenderse de
dos agresores que no tardaron en someterlo, y mientras uno le sujetaba
el otro le recitaba una especie de sentencia diciéndole:
- / Un unto de miera y un tajo de una cuarta en la cara, para que no
ande rondando mujeres ajenas, de parte del comendador que usted conoce
y que no mencionamos por motivos del honor!
El caballero echó mano a le empuñadura de su espada y la
extrajo a medias de la vaina, normalmente se hubiera interpuesto en
el acto, pero esta vez titubeó: aunque no le gustaba la impunidad ni
la catadura de aquellos esbirros, acechar mujeres ajenas tiene su costo,
y el que lo hace sabe a que se expone, en un país en el cual el honor
era más importante que la verdad, la justicia y la vida misma. Estaba
por empujar nuevamente su espada hacia abajo cuando escuchó
claramente la voz del asaltado:
- ¡Caballeros, favor, acá hay una equivocación, soy un sacerdote,
un arcipreste, os habéis confundido, además tengo algo de dinero en mi
alojamiento, llevadme allí y aunque soy inocente con gusto os lo daré si no
me hacéis daño, y Dios y la Iglesia os lo reconocerán como un gran servicio,
y sin duda ganaréis mucha indulgencia y...!
- ¡Basta- dijo uno de los tahúres-, que nosotros también tenemos
honor y cumplimos nuestras obligaciones como el que más y no
defraudamos a quien nos paga, que cumplir hoy hará que tengamos
trabajo mañana!
Un relámpago iluminó la memoria del caballero quién reconoció
la voz del juglar que lo había divertido un rato antes en la taberna.
Recordó su gesto amistoso, su risa gozadora, su rostro rubicundo que
denunciaba a un hombre dispuesto a disfrutar de todos los placeres
de la vida y mucho más inclinado al goce terrenal que a ganarse el
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Paraíso prometido. Se dijo que un hombre así, aunque pecador, no era
esencialmente dañino y no merecía esa suerte.
Cuando ya uno de los esbirros tomaba impulso con un balde
repleto de una sustancia maloliente con la cual pretendía bañar
al pobre hombre y el otro esgrimía la navaja vengadora, y nuestro
personaje acorralado, gimoteaba y se cubría como podía, apareció el
caballero que con su salto y dos certeras estocadas derribó el líquido
inmundo y la navaja rufianesca por los suelos. Dos estocadas certeras
dejaron indefensos a los malhechores, tomándose cada uno su mano
cortada y sangrante, lo miraban atónitos a la luz de la luna.
- ¡De donde diablos sale éste y quién es!- apuntó uno.
- ¡Señor- agregó el otro-, éste no es vuestro asunto, este hombre
que se dice sacerdote de Dios enloda el nombre de un honrado caballero
aprovechando su ausencia para ofender a su dama con propuestas
deshonestas, sólo queríamos darle lo que merece!
- ¡Pues por lo que oí tampoco es vuestro asunto, a menos que recibir
dinero para atacar a un hombre desarmado sea una cuestión de honor,
y decidle a ese tal comendador que quien fue a Sevilla perdió su silla,
y poco importa ahora además, porque yo no permitiré que dañéis a este
hombre indefenso, y basta de palabras yfuera ya antes que termine aquí
lo comenzado! - y dicho esto revoleó la espada sobre la cabeza de los
malandrines que huyeron despavoridos, aunque ya lejos y protegidos
por las sombras prorrumpieron a voz en cuello con amenazas de todo
tipo y otras palabras que más vale no repetir. El caballero prefirió no
responder y en vez de eso se dirigió a su ñamante protegido:
- ¿Estáis bien ? Pero decidme, ¿qué clase de sacerdote sois?
- De los que se usan, caballero. Contad desde ya con mi
agradecimiento, pero decidme, ¿os conozco?
- Si aguzas la memoria y la vista quizás me reconozcas, me viste
hace un rato en el mesón donde ambos yantábamos, y vos nos entretuviste
con algunas coplas.
- ¿Ah, eras el caballero de la sopa de pescado ? Me llamaste la atención
porque eras el único que portaba espada de caballero y por lo frugal de
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vuestra cena, perdonadme que os diga, y pensé que vuestra fortuna no es
la que quisieras en estos dios... a menos que seas una especie de eremita,
alguno de esos locos, ¡perdón quise decir santos buscadores del Grial!
- La verdad es que estoy más cerca de vuestra primera reflexión que
de la segunda... pero no me quejo, que no es de caballeros, ¡esta vida que
llevamos tiene sus altas y sus bajas, que hoy estamos en el llano y quizás
mañana nos veamos en la cúspide de nuestra gloria!
- Asi sea- dijo el sacerdote-, y ahora es mejor que nos alejemos, y
rápido, antes que regresen esos rufianes con más gente de la Corte de los
Milagros, ¡y os advierto que esos no bromean, y son muy peligrosos!
- ¿ Corte de los Milagros? Curioso nombre, ¿qué clase de corte es ésa?
- ¡Una corte de harapientos donde los ciegos ven, los sordos oyen,
los paralíticos caminan! ¡Y si eso fuera todo! Tienen su rey, sus capitanes
y un escuadrón de rufianes dispuestos a todo por un precio, y se juzgan
muy honrados porque nunca dejan de cumplir con sus contratos. Tienen
todo estipulado y por un unto de miera y un tajo en la cara deben cobrar
sus buenos ríales, y en el cumplimiento de lo pactado está su prestigio en
juego, por lo que es mejor que abandonemos las calles,¡y rápido, antes que
vuelvan con más gente!
- No le temo a rufián alguno- contestó el caballero-, de todas formas
ya casi llegamos, ya veo las luces y oigo el ruido de la posada, no sería mala
idea que el ventero mandara callar, que ya es sobrada la hora del retiro...
-Escuchad, caballero...
- Alvaro de Lanz es mi nombre, ¿y el vuestro?
- Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, para servirlo. Os propongo algo,
quizás vuestra fortuna esté empezando a cambiar, no os ofrezco gloria ni
dineros, pero si me escoltas a Hita serás mi huésped durante el tiempo que
quieras, y no os faltará nada.
- Pues, un camino me da lo mismo que otro, y como no conozco esa
villa que mencionas, acepto gustoso, ¿y cuándo partiremos?
- Antes del amanecer, nos conviene a ambos poner tierra por medio,
¡que un caballero como vos no tiene miedo a nada ni a nadie, pero no es
inmortal ni invulnerable, y estos ruines son muchos y traicioneros!
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- Así se hará- contestó don Alvaro de Lanz-, partiremos una
hora antes del amanecer, que tampoco conviene a mi rango caballeresco
contender con rufianes sin blasón y sin ley.
De esta manera quedaron concertados y una hora antes del
alba tomaron el camino de Hita, el caballero sobre su descomunal
cabalgadura, el sacerdote sobre una jaca mansa y baja de cruces, y
Florisbelo, el escudero, en el sufrido mulo, profusamente cargado.
En un alto del terreno se volvieron a mirar la ciudad de Toledo,
que despertaba a un nuevo día.
- ¡No volveré a hacer este camino si no me traen de viva fuerza
como la otra vez, muchos y poderosos enemigos dejamos atrás!- expresó
enfáticamente el Arcipreste, quién había tenido que comparecer
ante un tribunal eclesiástico y había estado preso algún tiempo en esa
ciudad, por entonces capital de Castilla. Pero esa es otra historia.
- Yo tampoco- dijo el caballero-, Toledo no me ha dtjado buenos
recuerdos ...
-Niyo- se sintió obligado a decir Florisbelo-, porque,porque...- y
no se le ocurrió nada.
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III. Donde el Arcipreste nos cuenta una
divertida historia
£1 sol ya estaba alto cuando el caballero, aburrido, rompió las
meditaciones en que iban sumidos, salvo Florisbelo que roncaba
estrepitosamente a lomos de su muía.
- Contadnos vuestro asunto, ¿por qué quería esa gentuza cortaros
en tiras, quién los mandó? ¿Es cierto lo que decían, que sos de los que
andan rondando mujeres ajenas?- inquirió - Y no te enojes ni me tomes
por indiscreto, el camino se hace largo, una buena historia lo acortarla
bastante...
- ¡Mujeres ajenas y un demonio!- vociferó exaltado el Arcipreste,
con lo cual despertó al escudero, y luego bajando el tono y santiguándose
agregó- Perdón Señor por esta blasfemia. ¡Ah, no saben vustedes la
historia de lapobrecita, abandonada durante largos meses, hambrienta
de afecto, ¡y ni siquiera es la esposa de ese canalla, que también la
tiene abandonada, que por atender a dos no atiende a ninguna! ¡Es su
barragana, que el que tiene dineros, hace lo que quiere! Y ahí andaba
la infortunada, mustia y abandonada; el cielo sabe que quise resistir la
tentación, aquella bella y tierna palomita que quizás el mismo Jesús puso
entre mis manos, pero era tanto su sufrimiento que el deber cristiano me
obligó a darle consuelo...- dijo esto con expresión contrita y se santiguó
mirando a lo alto como corresponde a un cristiano de ley.
Le soltó un capirotazo el caballero a su ayudante una fracción
de segundo antes que este dejara escapar una villanesca e insolente
carcajada, se ahogó el escudero en su propia risa, y protestó
sonoramente:
- \Ay, ay, ay! ¿Qué haces señor caballero, que mosca os picó?
- ¡A mí no, a ti, ingrato, que tenías una hormiga león en la capucha,
presta a picarte en el cuello! ¿Recuerdas lo que pasó la otra vez, que te
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hinchaste como un sapo? ¡Otra picadura y no lo cuentas, así que calla y
agradéceme!
Se quedó mirando desconfiado a uno y otro lado Florisbelo
mientras se acariciaba la cabeza y prosiguió el caballero, dirigiéndose
al Arcipreste:
- ¡Yen qué circunstanciasfuiste descubierto, cómo llegó a oídos de su
protector vuestro asunto, si estaba siempre de viaje?
- De la forma más curiosa que puedas imaginarte- contestó el
Arcipreste-, y por la obligación que os tengo y para amenizar el camino lo
voy a contar, a riesgo de que os parezcan graciosas las circunstancias que
casi me cuestan la vida...
- Os escucho.
- Bien, un rico comerciante al que llamaremos Pitas Payas, por
darle un nombre, que yo soy persona discreta y no me gusta airear las
miserias ajenas, que yo también soy hombre y soy pecador, y como la oveja
descarriada...
- ¡Conozco la historia de la oveja descarriada- le interrumpió
el caballero, pues el Arcipreste se iba por las ramas-, mejor contad la
vuestra, que ya me habéis intrigado!
- Pues este comerciante que os decía se fue de viaje de negocios a
Flandes, y tardó casi dos años en volver. ¡ Tenías que ver cómo languidecía
la pobrecilla! Triste y ojerosa llegó a mí con sus confesiones; es ella de
naturaleza dulce, pero apasionada, y tiene una viejaguardiana, viuda de
un soldado, que no la deja ni a sol ni sombra, y va con el cuento a su amo
el burgués de todo lo que ocurre en su ausencia! Sus únicos paseos eran a
la Iglesia y a la confesión, siempre con aquella sombra a su espalda, y no
podía ella deshacerse del pesado yugo porque la pobrecilla carece de toda
fortuna, y délo que el comerciante ministra medran ella, su madre y sus
hermanos...
- Pesada carga sin duda- dijo el caballero-, ¿y cómo se inició vuestra
conversación, viviendo ella en Toledo y vos en Hita?
- Llegó ella a Hita para visitar una tía suya, siempre con su doña
guardiana a la vera. Como corresponde a una buena cristiana fuese a
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la iglesia a misa y a confesarse. Fue verla y quedar impresionadITde su
belleza, oírla y sentirme prendado de su inocencia y demás cualidades,
dime cuenta de su sufrimiento, que no era ella mujer para estar
encerrada. No os contaré las cosas que me dijo, porque como sacerdote
estoy obligado por las leyes de Dios aguardar el secreto de confesión, pero
os diré que comenzó a venir con frecuencia, y sus palabras eran cada vez
más apasionadas y expresaban más necesidad, el confesionario se me
tornaba una cámara de torturas, subíanme el calor y los colores... en
resumen, hombre soy, y habiendo practicado una puerta disfrazada en el
confesionario, un día del que no me arrepiento confesóla en mi recámara
con abundantes abluciones, mientras su dueña la aguardaba en la iglesia
... Vínose al tiempo ella a Toledo y yo detrás, y eso es todo, o casi todo...
-¡Casi todo!- expresó asombrado Florisbelo-, ¿es que hay más aún?
- Lo hay- contestó el Arcipreste-, ¡y precisamente en lo que falta
radica la mayor curiosidad de la historia!
-¡Oigamos pues!- replicaron a un tiempo caballero y escudero.
- Pues bien, como os decía partió don Pitas por negocios a Flandes,
y poco antes de partir el adúltero y traidor, celoso de la belleza yjuventud
de la niña hizo llamar a un viejo pintor de miniaturas y diciéndole a
ella que quería dejarle un recuerdo que no se borrara con el tiempo de
su ausencia, le hizo pintar un corderillo en el estómago, sí, como oís,
un tierno corderillo en tintas azules y oro. ¡Ah, nunca se vio moverse
corderillo alguno con tanta gracia como lo hacia aquél, yo le hacía
cosquillas y el corderito saltaba en aquella blanca pradera y parecía
querer refugiarse juguetón en el bosquecillo umbrío! Pero solo advertimos
el artificio cuando el corderillo, por efecto del roce y frotamiento empezó
a borrarse... allí estaba la prueba del hecho, ¡ah canalla, que eres como el
perro del hortelano!
Disfrutaban mucho el caballero y su escudero con el cuento del
sacerdote y le instaban a continuar. El arcipreste por su parte, viendo
el éxito de su historia no podía contener su naturaleza de juglar, y
continuó lo más animadamente que podía, con palabras y gestos.
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- Borróse pues el corderilla y hecho el daño perdimos reparo de ello
y nos olvidamos del dichoso animalillo. Pero he aquí que toda dicha
tiene su fin, anunciáronle un día a mi amada que su carcelero estaba
a las puertas de la ciudad, escuchar esto y acordarse del corderilla fue
una sola cosa, salió disparada hacia la casa del pintor y le ordenó que le
pintara un cordero exactamente igual al de un año atrás. Pero estaba el
viejo algo senil, y ya no se acordaba de los detalles, ¡asi que en vez de un
cordero pintó un camero con sus cuernos bien cumplidos! ¡En sus nervios e
impaciencia olvidó ella toda precaución, y en cuánto pudo corrió a su casa,
dónde llegó con el tiempo justo para meterse en cama simulando estar con
calenturas! Llegóse el comerciante que antes de ira la casa matrimonial
donde le aguardaba su vieja, fuese directo a la casa de su mantenida. Le
recibió ella con grandes muestras de alegría y con reproches por su larga
ausencia. Pienso que alguien le había llenado la cabeza en el camino,
porque arrimóse a la cama casi sin decir palabras, echó a un lado las
cobijas y exigió ver la pintura de marras. Grande fue su sorpresa al ver
aquellos enormes cuernos: cómo es esto - exclamó furioso-, que yo dejé
cordero y al volver encuentro camero?". Cayó ella en el error y más que
rápido contestó: “¡Señor, habéis tardado casi dos años en tomar, fuerza es
que en ese tiempo la cría se hiciese adulta, el cordero se volvió camero!”.
Reían a carcajadas y sin recato alguno el caballero y su mozo
ante esta anécdota, el arcipreste los acompañó al principio, pero luego
comenzó a amoscarse pensando que sus compañeros se burlaban de
él, por lo que contuvieron su risa y le rogaron que contase el fin de la
historia.
- Y... el final es el que viste y participaste tú, ¡y acá estoy yo de
regreso a Hita, apartado de mi amada y bajo amenaza de un gran daño
si quisieran mis malandanzas llevarme de nuevo a Toledo! ¡Por suerte
en mi tierra tengo reparo y amigos y hasta allí no me seguirán estos
malvados!... pero mucho he de extrañara mi amada, que no hay en todo
el reino mujer como ella: más bien baja, ancheta de caderas y con un
rostro tan alegre como gracioso, que esas son las mejores, acordaos de lo
que os digo.
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- Paciencia, -dijo el caballero- que sin duda en Hita encontrarás
quien te consuele, ¡si no lo tienes ya! ¡Ypuesto que las anécdotas como la
redente corren rápido y son las más disfrutadas de todos, creo que algún
día los hombres engañados por sus mujeres serán llamados “cornudos",
gracias a vos!
IV. Camino de Hita
Esa noche pernoctaron bajo Unos arbolillos, donde hicieron
fuego para asar unas salchichas, acompañadas por un tinto nada
despreciable, todo esto proporcionado por el arcipreste, naturalmente.
Antes de dormir charlaron largo rato. El caballero se mostró un tanto
reticente al principio, pero a impulsos del vino terminó por confesar
que se llamaba Alvaro Bercells, que provenía del municipio de Lanz,
en la Catalunya, y que era un segundón, hijo de un hidalgo, quien lo
había entrenado en el uso de armas, pero no le había legado título ni
bien alguno, y que había obtenido su condición de caballero por su
desempeño en un enfrentamiento con los moros cerca de su villa natal.
Había concurrido a ese lugar para ponerse al servicio del Conde de
Barcelona que había llegado allí al mando de una tropa, y llegó justo
en el momento en que los catalanes se veían asaltados por una partida
de moros bribones que habían invadido secretamente el condado. Se
quedó un rato mirando en que quedaba el combate hasta que desde
su escondite entre los árboles pudo ver como un moro se infiltraba
detrás de las fuerzas cristianas y se acercaba al distraído Conde con la
intención de ultimarlo por la espalda. Vio la situación aparejada a su
gusto y fue entonces que apareció como por encanto y con un lanzazo
derribó al artero enemigo salvando así la vida del Conde. Nadie le
preguntó donde había estado durante la escaramuza, el mismísimo don
Ramón de Berenguer, Conde de Barcelona, le agradeció efusivamente
su providencial aparición y su heroísmo, y terminada la contienda lo
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llamó a su tienda, y allí, delante de toda su gente, en el momento más
glorioso de toda su vida le dio un espaldarazo y le llamó Caballero de
Lanz, título que llevaría orgullosamente hasta el último día de su vida
y trasmitiría a sus descendientes, si los tuviera. Pero después de haber
servido un tiempo a sus órdenes su ingrato señor lo había olvidado, y
resintiendo su oscura condición de ladero sin futuro se había echado
a los caminos en busca de mejor suerte, y había servido a más señores
y con menos fortuna de la que quisiera, hasta que sus pasos lo habían
llevado a ese día y a ese lugar. “Ya mí con él” dijo Florisbelo, agregando
que no le disgustaba aquella vida de los caminos, y la prefería antes que
ponerse al servicio de algún molinero o carnicero y terminar sus días
tristemente sin haber conocido mundo y habiendo trabajado para el
enriquecimiento ajeno. Que también esperaba el favor de la Fortuna,
pero mientras tanto seguía en aquella vida más seducido por el
nomadismo y la falta de responsabilidades que por un premio concreto
que nunca llegaba. Que no era un servidor cualquiera, que había hecho
estudios en un monasterio benedictino en el cual lo habían recogido
cuando niño por carecer de padres y abrigo, y tenía sus conocimientos
de latín, historia y hasta de mitología, que uno de aquellos monjes que
se pasaban el día copiando textos antiguos cuando llegaba la hora de
la cena solía narrar cuentos que en los libros antiguos encontraba,
y como niño que era todo aquello le había quedado prendido en la
memoria.
- Y como me vieron despierto y de ingenio quisieron que tomara los
hábitos, razón por la cual un buen día hice mi bultitoy me mandé mudar
sin despedirme. Fui mozo de cuerda, comediante de la legua, acemilero,
y acá estoy en los caminos, esperando que llegue el día en que el de allá
arriba se acuerde que existo...
- Pues ya cambiará mi suerte, y con ella la tuya, que al cabo de la
soga está el caldero - le interrumpió don Alvaro, y luego instó a donjuán
Ruiz a que hiciera lo propio, contando de dónde provenía, su carrera
y fortuna, etc.
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- No hay mucho que contar- contestó el interpelado-, tengo una
canonjía en Hita, la que compré con mucho esfuerzo, aunque ando por
todos lados, cumpliendo mi misión evangélica...
- Misión que llevas a cabo ayudado con un laúd, por lo que veo.
- La música ayuda, soy un trovador, y no de los peores; canto aJesús, a ¡a
Virgen, a los sentimientos cristianos ¡y también a los pecadores, que todos somos
humanos, y la tolerancia y la caridad son los sentimientos que más aprecia Dios!
- ¡Amén!- dijo el caballero- ahora, para cerrar la velada, ¿qué tal
si nos mostráis algo de vuestro arte?
- ¿Ypor qué no?... ¿decís que la anécdota del cordero que se volvió
camero es tan donosa como discreta? Pues bien, mejor que la cuente yo
antes que otro cualquiera. A ver si por aquí vamos, que os parece...- y
tomando el laúd encabezó su historia:
- “Este es el ejemplo de lo que aconteció a don Pitas Payas, pintor
de Bretaña”.
-¿Cómo pintor, que no era comerciante de telas, y nativo de
Toledo?- interrumpió Florisbelo, asombrado.
- iDeja, necio, que debo acortar y disfrazar la historia, si quiero alejarla
de mí, y escucha lo que sigue sin interrumpirme, que a un artista no se le
corrige con verdades!- y esto diciendo, comenzó a desgranar festivos versos:
“Del que a su mujer olvida te contaré la hazaña,
Si creyeras que es burla, cuéntame otra patraña.
Era don Pitas Payas un pintor de Bretaña,
Casó con mujer joven, ufano de tal compaña. ”'
Y con ésta y otras coplas se fueron entreteniendo hasta que los
ganó el sueño.
(*) La historia de Pitas Payas, comerciante de Bretaña, pertenece al Libro de Buen
Amor y su inclusión en este relato obedece a la intención de exponer mi convicción de
que la expresión “cornudo"para referirse al marido o amante engañado se origina en
este episodio narrado en verso por Juan Ruis, Arcipreste de Hita. Pasó al sur de Italia
en el siglo XVI, cuando la dominación española, y de allí al mundo.
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V. Días tranquilos en Hita
Llegaron sin contratiempos a Hita, y se alojaron en casa del
Arcipreste, a un costado de la iglesia, una casa amplia y cómoda
que ocupaba toda la esquina. Allí comían y bebían copiosamente el
Caballero y su escudero, y dormían largamente en camas mullidas,
desquitándose y muy bien de la frugalidad y penurias pasadas.
- < Todavía existe la puertita de marras, la que permite el paso
directo del confesionario a vuestra alcoba?- preguntó un día curioso don
Alvaro mientras roía una pierna de cordero.
* ¡Existe, pero no se usa, que esa puerta fue abierta para una sola
persona, y me harías gracia si no lo repetís mucho, que la gente oye y
murmura, y para peor el arzobispo no me mira con mucha simpatía!-
dijo amoscado el arcipreste.
- Asi se hará, no os preocupes, que soy hombre de honor- respondió
el caballero, dejando a un lado el hueso para empinar una jarra de vino.
Y con esta y otras razones transcurrían plácidamente sus días y
sus noches sin otra preocupación que comer, descansar y pasear un
poco para estirar las piernas.
Un mediodía, no mucho tiempo después, golpearon quedamente
a la puerta y acudió presto el Arcipreste, regresando un instante
después acompañado de una anciana. Era ésta algo encorvada, miraba
de costado como perro apaleado, y una sonrisa de conveniencia y una
inclinación de cabeza acompañaron su entrada. La impresión general
provocaba desconfianza, pero no condecía esta imagen con la actitud
del dueño de casa.
- ¡Esta es mi vieja, mi luz, mi embajadora y mi consejera!- exclamó
entusiasmado el cura- ¡Ella es quien derriba las barreras de la hipocresía
y revela la verdadera naturaleza humana, con todas sus virtudes y
debilidades!
Coligió el caballero que se trataba de una alcahueta, pero hizo
una cortés reverencia y se presentó:
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- Don Alvaro Bercells, Caballero de Lanz.
- ¿Un caballero?, me siento honrada- dijo la vieja, y agregó- Me
llamo Urraca, pero me conocen como Trotaconventos, porque voy de
iglesia en iglesia, de convento en convento, y a todos, monjes y monjas,
nobles y plebeyos, jóvenes y viejos sirvo por igual Consideradme vuestra
servidora. Y ahora, si me disculpáis, debo hablar un momento a solas
con el arcipreste, traigo importante noticias de un asunto que sólo a él
atañe, es una cuestión delicada que tiene que ver con su ministerio...- y
llevándose al cura a un costado cuchicheó un instante con él, quien
realizaba manifestaciones de viva aprobación y reía, satisfecho. Poco
después despidió a la vieja, no sin antes meter en su bolsa una buena
porción de carnero, una botella de vino y una hogaza de pan. Volvió
luego a sus contertulios con expresión por demás alegre.
- He de dejaros, con perdón, que un importante asunto me reclama,
este ministerio no tiene horarios- dijo.
- Pues no debe ser un asunto muy espiritual, si como interpreto la
señora Urraca, o Trotaconventos, es una alcahueta - acotó el caballero.
Me imagino los asuntos que se trae. ¿Debéis quizás consolar a alguna
viuda, a alguna esposa abandonada, a alguna huérfana de la fortuna? Y
decidme, ¿tenéis una tercera aquí y otra en Toledo?
- Estas viejas son maravillosas- dijo el interpelado-, *a las duras
peñas promoverán a lujuria si se lo propusieren ”. Todo hombre debe tener
una ayudante tal. He visto vuestra mirada, no la desdeñes, es ella un
manantial al que quizás tengáis que ir a beber un día... Y en cuanto a lo
otro, confiaré en vuestra palabra y discreción- continuó ufano, ya que su
contento le volvía tan comunicativo como imprudente-, se trata de una
viuda joven, cuyo nombre me guardaré. ¡Quedó sin marido y sin amparo
ha poco tiempo, y sus familiares no encontraron otra solución para mejor
preservar su honor que encerrarla en un convento, y llora todo el día la
pobre, pues nada tan ajeno a su naturaleza y voluntad! ¿Decidme si no es
caridad cristiana concurrir presto a auxiliarla ? En suma que me concertó
la vieja un encuentro para esta tarde con esta desconsolada mujer. Se
hará en su casa, sitio recóndito y escondido, muy conveniente por cierto
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a su decoro y al mío... le pago bien, ¡que es justo que cada uno viva de su
trabajo y éste es el suyo!
- Veo que sos incorregible, y que dar cristiano consuelo a mujeres
solas es vuestra especialidad- dijo el caballero- ¿y que haremos nosotros
mientras tanto!, ya comienza a aburrirnos la blandura de esta vida...
- ¿Queréis volveros al camino? Pues ahí lo tenéis- dijo desde la
puerta el sacerdote-^ si no, pasead por elpueblo y buscad una ocupación
que os acomode. Por el arroyo arriba hay un sitio donde lavan la ropa
jóvenes mujeres, vos sos un caballero, con vuestra apariencia y un poco de
labia conseguirás quizás lo que necesitas, ¡y sin tener que abrir la bolsa!
- ¿Y cómo sabes vos lo que yo necesito?- contestó algo irritado don
Alvaro.
- No es tan difícil saberlo, por dos cosas trabaja el hombre, una es
por haber mantenimiento, la otra es por haber ayuntamiento con hembra
placentera. No temo errar en esto, y adiós.
Un rato después salió el caballero, pero solo para contrariar
al arcipreste no se dirigió al arroyo, sino a la iglesia de Santa María
a oír misa. Quién oficiaba era el sacristán, ya que el arcipreste sólo
los domingos se preocupaba de dicho menester. Ingresó a la nave
principal de la modesta iglesia y un poco desganadamente se arrodilló
en la última fila de bancos para pedir, como tantas veces, un golpe de
fortuna que lo sacase de su continuo vagabundear. Fue entonces que al
cabo de la pequeña nave transversal vio una Virgen iluminada por un
par de cirios, pero no fue aquel altar que la gente llamaba “el Camerín
de la Virgen” lo que le llamó la atención, sino una esbelta bien que
rotunda figura femenina que se levantaba y tras una piadosa reverencia
se aprestaba a retirarse. Vio brillar sus ojos en un encuentro fugaz con
los suyos, unos ojos oscuros, profundos, de esos que hieren con una
sola mirada. Desvió ella la vista y pasó a su lado, pudo apreciar entonces
aquel perfil clásico, nacarino, dibujado. Cuando se deslizó hacia la
salida su figura se recortó en la luz. Admiró sus caderas soberbias,
su andar cadencioso, la larga cabellera renegrida que se fugaba bajo
la pañoleta. Luego de unos instantes de éxtasis reaccionó y salió tras
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ella. Le pareció ver como un rastro de encajes que doblaba la esquina,
se dirigió hacia allí sólo para ver un portal que se cerraba a mitad de
cuadra. Un vendedor de empanadas que pregonaba su mercadería
venía por la calle, parsimoniosamente. Se le acercó presuroso y lo
interpeló:
- (Has visto a esa dama misteriosa, que cruzó recién la calle e ingresó
por aquel portal, o era una sombra, una alucinación ?
Se sorprendió el vendedor de la enajenación y vehemencia del
caballero, y contestó, apaciguador.
- Ninguna alucinación ni sombra ni bulto que se menea, señor,
conozco a la dama que decís, todos la conocen en Hita, pero debo continuar
con mi pregón, permitidme, ¡empanadas, empanadaaas, empanadas
frescas !- entonó con voz potente, volviéndose hacia la calle.
-¡Alto truhán, responde, que estás hablando con un caballero!
Hizo una breve reverencia el vendedor y dijo:
- Las empanadas no se venden solas, señor. Disculpadme,
¡empanadas, empanadaaas!- y continuó su camino.
- ¡Alto maldito, ven acá, te compraré algunas empanadas que ya
entiendo por donde vienes, pero contesta mi pregunta!- dijo exaltado
don Alvaro, echando mano a su faltriquera de donde rascó un par de
blancas.
- Doña Elvira Valenzuela, tal es su nombre, y es sobrina y ahijada
y protegida de don Ximeno Ximénez de Ortube, almacenero real, quien
administra su herencia.
-¿Almacenero real, en Hita, y eso que significa ?
- Controla los graneros reales. Cuenta y almacena el grano que
reciben los recaudadores, y de aquí lo envía adonde disponga el rey.
- Es hombre acaudalado, por lo tanto, y decidme, ¿es honrado?
- En eso no me meto yo, que no es asunto que me importe, y en boca
callada no entran moscas, y la palabra es como la piedra, que una vez
lanzada no vuelve atrás, así que el hombre pobre...
- ¡Basta, que hace un momento no querías hablar y ahora eres
un hablador! ¿No es ella casada, entonces! ¿Y quién la pretende, está
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prometida a alguien, cómo es su vida, es ella honesta?- las preguntas se
amontonaban en la boca de un ansioso don Alvaro.
- Señor, no me meto en vidas ajenas a cuenta de que no se metan en
la mía, si gustáis puedo conseguiros una bota del mejor vino del arcipreste,
pero preferiría que otro os hable de otras cosas...
- ¿ Vinos del arcipreste, de qué arcipreste hablas?
- Del de Hita, por supuesto, don Juan Ruiz, ¿quién otro? Yo soy su
pregonero.
- Ya veo, largo es el brazo del Arcipreste... oye, es mi conocido, de
hecho estoy alojado en su casa, así que puedes hablarme con confianza.
- Yo he jurado no hablar de nadie si nadie habla de mí y de mi
familia, y con quien hiciere lo contrario juré matarme si es necesario.
Tal hice para vivir tranquilo, que me perseguían habladurías de mi
mujer, aunque no me rfiero a vuestra merced, por supuesto, vusted es
un caballero y yo soy un pobre hombre y un hombre pobre cuya única
preocupación es mantener su casa.
- Mira, patán, marrullero, si no quieres no hables, que no me sacarás
más dinero Yo averiguaré el resto... ¡y vete ya, picaro, que me irritas con
tanta reticencia!
Hizo una inclinación de cabeza el hombrecillo y siguió con su
camino y su ruidoso pregón. Se quedó don Alvaro mirando hacia el
portal por donde había desaparecido la joven mujer. A los lados del
mismo, a una altura de dos metros, veíanse ventanas enrejadas, cada
una con su cantero de alegrías, glicinas y caléndulas. Por un momento
creyó ver tras los blancos cortinados de encaje un rostro atisbando la
calle, pero enseguida los resplandores del dorado atardecer rebotando
en los vidrios ocultaron la visión. Pero bastó ese instante para que el
caballero se retirara de la esquina con el corazón volteándole como una
campana.
Se quedó un rato en las inmediaciones, masticando lentamente
las empanadas para mejor entretenerse, esperanzado en que se
repitiera la visión, pero se le pasaron las horas y nada ocurrió.
Anochecía cuando regresó a la casa del arcipreste con una mezcla de
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exaltación y ensimismamiento. El sacerdote ya se encontraba a la mesa
cuando entró, bebiendo plácidamente un vino en cuya etiqueta se leía,
dibujado con primorosa caligrafía “Vinos del Arcipreste”. Le extendió
una copa al caballero y le dijo: "¡Toma, bebe, éste es el mejor producto
de mi bodega, y luego comenta y extiende su fama allí donde vayasl”
“Estamos de festejo ”, pensó don Alvaro, tomó la copa y bebió a sorbos
pequeños, poniendo cara de gran satisfacción para agradar a su amigo.
Levantó el vaso y lo puso al trasluz, era un líquido oscuro con reflejos
rojizos, bastante seco y suave al paladar, ligero. Lo degustó con fruición
y luego prorrumpió con los esperados elogios. Feliz el arcipreste llamó
a su servidor y le pidió la cena.
- Hoy he pensado en agasajaros -dijo- y ordené un manjar muy
apreciado en esta tierra.
Regresó el criado portando dos cabezas de carnero doradas y
adobadas, relucientes. Tragó saliva el caballero, quien no era castellano
sino catalán, y al cual no le parecía éste un manjar ni cosa que se le
pareciera. Pero hizo de tripas corazón para no desairar a su anfitrión.
Tomó el arcipreste la cabeza con sus manos y comenzó a comerla a
grandes dentelladas, mientras alentaba a su amigo a que lo imitara,
que no hiciera ceremonias. Prefirió el caballero cortar algunas lonjas
de carne adheridas a la cabeza, haciendo grandes aspavientos como si
comiera abundantemente; luego llamó a Florisbelo y le dijo:
- Tiempo ha me venías diciendo que querías degustar este manjar,
¡toma pues, aquí tienes la oportunidad, que yo lo compartiré contigo,
come y triunfa!
Hízole mil morisquetas su escudero pero terminó aceptando el
presente, y se sentó a roer la cabeza en una esquina de la habitación,
pensando que más valía eso que contentarse con caldo y pan. A todo
esto el arcipreste le daba fin a la suya, no habiendo dejado ni un rastro
para repostar: ojos, lengua, sesos, todo fue a dar a su abultado vientre,
y tras roer los huesos de la quijada hizo el plato a un lado; satisfecho,
bebió un gran trago de vino y se limpió la boca con la manga de la
sotana, que lucía encerada y brillante.
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- O sois de natural inapetente o no aprecias mucho las comidas de
esta tierra...- dijo entonces el arcipreste.
- Ni una cosa ni otra, sino que he debido comerme una media
docena de empanadas esta misma tarde- -respondió don Alvaro,
aunque no habían sido más que dos-, y eso y otras cosillas me han
quitado el apetito- y siguió contando el episodio vivido esa tarde,
expresando enfáticamente el deslumbramiento provocado por aquella
mujer apenas entrevista en la iglesia, y como la siguió y la posterior
conversación con el picaro, sin olvidar mencionar las empanadas, y lo
que éste le había dicho.
- \Estoy seguro que ella se quedó allí- agregó-, mirándome a través
de las persianas, pude presentirlo, incluso en un momento me pareció ver
su blanco rostro asomarse entre el cortinaje!
- ¡Cuánta sensibilidad e imaginación!- expresó asombrado el
Arcipreste- Conozco a la joven que dices, doña Elvira Valenzuela, pero
no es mucho lo que puedo deciros, pues le he tomado confesión y casi todo
lo que sé de ella está protegido por el voto de silencio...os confirmo que es
ahijada de don Ximeno Ximénez, Almacenero Real, quien es un grave
escollo para cualquier pretendiente. Habéis elegido un hueso duro de roer,
os hubieras ido al arroyo, como os aconsejé...
- ¡Decidme más, por favor! ¿ Tiene asignado un esposo, pretendientes
poderosos, la espera el convento, por qué es tan difícil llegara ella?
- Pues... me parece que el pretendiente poderoso no es otro que el
propio don Ximeno... y no diré más porque me estoy exponiendo a cometer
pecado mortal. Mi consejo es que vayas a golpear otras puertas.
- ¿Don Ximeno, su propio tutor, su tío? ¡Malos diablos se lo lleven
y lo hagan arder en el Infierno! ¿Puede haber un canalla mayor que
alguien que pretende a su propia sobrina y pupila? ¡ Tomaría a ese villano
por el cuello y lo arrastraría por la plaza a la vista de todo el mundo!
- ¡ Teneos, que esto que os digo no salga de acá, que pondrías en riesgo
mi situación y mi fortuna! Don Ximeno tiene poderosos amigos, entre
ellos el propio Comendador de Hita. No os recomendaría una acción
tan descubierta, debes ser discreto y astuto si es que estás tan enajenado
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como para no aceptar razones, de lo contrario no llegarás a nada y sólo
expondrás tu vida... y la mía!
- ¿Qué puedo hacer entonces?, decidme vos, que tanto conoces del
mundo... No tengo mucha experiencia en cosas del amor. Ya escapé una
vez a un matrimonio poco atractivo allá en mi tierra de Lanz, cuando
huípara unirme a las huestes del Conde, y desde entonces sólo he tenido
experiencias desafortunadas; he vivido en los caminos, y poco sé yo de
galanteos. ¿Qué me aconsejas?
- os aconsejo? Bueno, creo que vas a necesitar alguna ayuda,
os encomendaré a mi vieja, mi benefactora, Trotaconventos, a quien ya
conoces, ¡si algo se puede hacer, ella lo hará! Y os brindaré los medios, os lo
debo, pero recordad que estoy fuera de esto, ¡estáis por la vuestra!
- Asumo el riesgo, pero decidme, ¿qué debo hacer para ganar su
corazón?
Se rascó la nariz el Arcipreste, y contestó:
- Pues respondo mejora eso con mis coplas- bebió un generoso trago
de vino, tomó el laúd y comenzó a extraerle plañideros acordes.
- ¿Conoces los consejos que Amor le dio al gran Ovidio?- y sin
esperar respuesta entonó:
“No todas las mujeres con tu amor bien se avienen
No pretendas amar damas que no te convienen
Gastar amor en vano de gran locura viene
Siempre pobre será quien amor falso tiene ”
-¿Y cómo podré yo saber si es amorfalso o verdadero, si sólo he visto
a la dama una vez? Aún no hablo con ella ni escucha mis razones... ¡pero
lo que decís me abisma y me aterra! ¿Y si ella me rechaza?- respondió
anhelante el caballero.
- Para todo hay remedio, oye:
“Si no tienes pariente toma una de estas viejas
Que frecuentan iglesias y conocen callejas,
37
Con santos en el cuello su experiencia es añeja,
Y con magia de lágrimas encantan orejas ”.
"Son estas viejas incansables,
Las llaman Trotaconventos,
De ellas usan frailes, monjas y beatas,
¡Pocas mujeres de ellas escapan!”
- Te agradezco el consejo, pero, ¿cómo he de presentarme? ¡No soy
caballero de alcobas, muy breve es mi experiencia, de hecho las pocas que
he tenido terminaron desastrosamente! Sólo soy un caballero de fortuna,
y muy poca por cierto...
- Ya lo veo, en lides amorosas eres un aprendiz, pero has dado con el
mejor maestro- dijo el Arcipreste, y continuó con sus coplas:
"Dale joyas hermosas cada vez que pudieres,
Y cuando dar no pudieres o cuando no quisieres
Promete mucho y bueno aunque no lo dieres.
Luego ella confiada hará cuánto pidieres.
- No es ese consejo muy cristiano- acotó el caballero.
- Si lo que quieres es hacer méritos para el Cielo mejor hazte
ermitaño, que no te aconsejo convento ni monasterio, pero si lo que quieres
es gozar de tu amada, sigue los consejos de Amor, escucha:
"Sírvela, no te canses, que sirviendo el amor crece.
Que siempre el gran trabajo todas las cosas vence.
Requiérela a menudo, no tengas vergüenza
Cuando con ella estuvieres, estando con mujer
No hagas alarde de pereza ni miedo, trabaja
Diligente el buen fuego mientras arde”.
- Das por sentado que semejante esfuerzo siempre obtiene b que se
propone- objetó melancólicamente el caballero.
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- Amor a amar obliga,- respondió el Arcipreste- y una vez que
hayas obtenido lo que deseas recuerda el dicho:
“Mujer, molino y huerta siempre requieren uso:
Molino andando gana
Huerta mejor labrada da la mejor manzana.
Mujer muy atendida siempre está fresca y lozana "
Rieron de buena gana el caballero y su escudero, recuperando
aquél su buen humor y su optimismo, a lo que también contribuyó el
generoso consumo de vino. Levantó su copa y a su invitación dieron
los tres varios ¡hurras! al dios Amor y a todas las dueñas, jóvenes y
viejas que en el mundo han sido, luego se tendió en el banco y se quedó
profundamente dormido.
VI. Cuando comienzan los trabajos y se termina
la tranquilidad. Visita a Trotaconventos.
Siguiendo de los consejos del Arcipreste el que mejor le venía,
“sírvela, no tengas vergüenza ", fuese el caballero a la calle donde vivía
la joven y acechó durante varios días, dejándose ver en la esquina o
pasando frente a su casa con aire despreocupado. Un día le pareció verla,
y al otro, y al otro también. Ella se había percatado de su presencia, no
había duda, y sus intenciones debían estar claras para la mujer, así que
ahora restaba esperar la oportunidad. Si ella estaba interesada, actuaría
en consecuencia. El domingo, extasiado, volvió a verla en misa. Esta
vez ella lo miró fijamente, apenas un instante, y luego volvió la vista,
sonrojada. El caballero recordaba los versos del Arcipreste, según éste
las mujeres aprecian más al hombre decidido, que sabe lo que quiere y
Es redundante repetirlo: Estas coplas provienen del Libro de Buen Amor
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no lo esconde, así que resolvió seguirla. Iba ella del brazo de una dueña
madura que tenía visibles dificultades para caminar, quién en ningún
momento pareció darse cuenta de nada, pese a que ella miró un par
de veces por sobre el hombro, riéndose francamente y sacudiendo
la cabellera, ahora libre de la cárcel de la pañoleta, segura del efecto
que causaba. Le agradó esto, ella sabía que estaba allí, no había duda,
y estaba “actuando” para él. Cuando se detuvieron en una esquina
pasó caminando a su lado, siguió unos pasos y se quedó discretamente
oculto tras unos saledizos. Desde allí escuchó una breve discusión. La
joven terminó por despedir a su acompañante, que no valía la pena
que la acompañara, que ya estaba llegando a su casa, que debía cuidarse
esa pierna, etc., etc.; luego risas, besos y cada cual por su camino. £1
corazón le quería salir del pecho, pero se dispuso al asalto. “]Ay Dios-
pensaba-, qué talle de garza, qué cabellos, qué andar, cuánta dulzura y
belleza!”
- ¡Perdón señora, una sobrina mía que vive en Toledo sus saludos
os envía!- Dijo saliéndole al paso, tras voltear a uno y otro lado la
cabeza para asegurarse que la calle estaba vacía esa plácida mañana de
domingo.
- \Caballero, ni os conozco a vos ni a esa persona de la cual me
habláis, y no conviene a mi decoro hablar con desconocidos a media calle!
- fue la rápida y esperable respuesta.
- ¡Pues mucho mal harías si no me dejaras hablar! ¡Muy buenas
señas me dio de vos, de manera que fácil fue reconoceros: me dijo que no
hay nadie que os iguale, así engracia como en discreción y honestidad!
Un relámpago juguetón y prometedor iluminó los ojos de
la joven, al menos eso juraría después el caballero, aunque ella diría
que no, que había sido una mirada burlona, ante la obviedad de sus
intenciones.
- ¿Ycómo se llama esa señora que decís!- dijo ella, entreteniendo
el paso.
- Doña Inés tiene por nombre- contestó él, que empezada a ver el
asunto aparejado a su gusto.
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- ¿Doña Inés...? Creo conocer a muchas con ese nombre, pero
decidme: ¿importa acaso?Muy audaz es vuestro comportamiento, no se
aborda a una mujer decente en plena calle, señor...
- Alvaro Bercells, caballero de Lanz, por mis padres y por mi señor
natural, el Conde de Barcelona. Y si me permitís me dijo mi sobrina que
es vusted la dama más hermosa de Hita, por ese dato os reconocí, ¡y me
dijo también que el caballero que obtuviera vuestro favor sería el más
afortunado del mundo!
- Muchas cosas os dijo vuestra sobrina, y muy aduladoras por cierto,
pero permitidme, ya me habéis dado esos saludos, debo seguir mi camino...
Instintivamente le cerró el paso el caballero, desviándola hacia un
amplio y sombrío portal, oculto por los saledizos y las enredaderas que
colgaban de los mismos, a lo que ella no pareció oponer resistencia, y
allí le dijo con gran fervor:
- Señora, escuchadme antes, mi sobrina me habló tanto de vos que
sin conoceros mi corazón rebosaba de amor y pasión, y ahora que os conozco
siento que no os hice justicia. Ardo en vuestra contemplación como dicen
que ardían los santos en la contemplación beatífica, decidme una palabra
sola de esperanza para que mis días sean más llevaderos. ¡Una palabra
y seré vuestro más devoto servidor, y si no es así permaneceré bajo vuestro
balcón día y noche, con sol y con lluvia, hasta ablandaros el corazón!
La mirada de la muchacha pareció calibrar a su interpelante, y lo
que vio seguramente no le desagradó. Era don Alvaro un hombre joven,
de buena planta y facciones agradables. Era una mirada prometedora,
pero las palabras fueron graves y recatadas.
- La calle es libre- dijo-, pero no os recomiendo que permanezcas
mucho tiempo bajo mi balcón, no es bueno para vos ni para mí. ¡Y ahora
debo irme antes que mi tío extrañe mi retraso, o que llamemos la atención
de algún viandante, que el honor de la doncella es como la endrina, que
apenas la han tocado el dedo le dejan señalado! Dejadme marchar, si sois
un caballero como decís.
- ¿Y cómo y cuándo señora, podré hablar con vos?- reclamó
angustiado.
41
- Los hombres tienen libertades de las que las mujeres carecemos-
fue la contestación, de la joven, cuando ya su vestido dejaba una estela
en la memoria del caballero. Pero lo más memorable fueron sus
últimas palabras, que sembraron en la tarde un reguero de esperanza-
El cómo y el cuándo lo debes encontrar vos, y espero que sea tanta vuestra
discreción como el afecto que declaras...
Se quedó arrobado contemplándola hasta que ingresó a su casa,
y le pareció que volteaba la cara al entrar para ver si seguía él allí. Por
supuesto que estaba, sombrero en mano, enmarcado por un arco y
como emergiendo de las sombras en un atractivo contraluz, y allí
permaneció largo rato reviviendo el momento, evocando su rostro, su
figura, el timbre de su voz, e interpretando sus últimas, promisorias
palabras.
En los días siguientes rondó la casa de su amada, pero recordando
sus advertencias no se detenía. Pasaba distraídamente y se quedaba feliz
si alguna vez veía, o le parecía ver un rostro blanco tras los cristales,
que daba por hecho era el suyo. Pero la cosa por ahí no iba, demasiado
bien sabía cuán guardada debía estar, como toda dama joven de buena
familia, sobre todo si tenía pretendientes encumbrados y un futuro
cifrado en un desposorio ventajoso. Así que una vez más se refugió en
los consejos del Arcipreste.
- Sus palabras y actitudes os permiten concebir esperanzas- le dijo
éste-, pero recuerda que tienes un enemigo poderoso. Su tío y tutor tiene
todo lo que vos carecéis: influencias, dinero, gente; en vuestro favor sólo
juegan la juventud y apostura, sin duda cuando ella os compara con su
protector o sus posibles pretendientes vos ganáis en el cotejo, pero debes ser
prudente, no debes contender abiertamente con él ¿No os decía yo que
debías mirar con respeto a mi vieja?, ¡pues muy rápido las cosas vienen
a dar en que necesites sus servicios, si es que quieres llegar a algo... y no
arruinarte en el intento!
-¿Yes ella tan buena como decís?
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' ¿Qué s * es buena en su oficio? ¡Más de mil virgos se han hecho y
desecho por ella en la ciudad! ¡A las duras peñas promoverá a lujuria si
se lo propone!
- ¿Lujuria? ¡No es ese mi propósito, que soy enamorado y respetuoso
de su virtud!
Esbozó una risita el sacerdote pero la cortó abruptamente ante la
mirada recriminatoria de don Alvaro y rápidamente acotó:
- \No pongo en duda su virtud, es de la naturaleza humana que
descreo, o más bien creo, creo que somos todos iguales! No juzgues ser
diferente, eres como todos los hombres, ¡y ella es como todas las mujeres!
Yo te encaminaré a Trotaconventos, y verás como el asunto se apareja a
tu gusto.
Al otro día el Arcipreste acompañado por el caballero y su criado
se encaminó hacia las afueras. Llevaba el primero ropas seglares y una
capa oscura y con capucha que le ocultaban totalmente la figura y el
rostro, “que no conviene que me vean dirigirme a casa de Trotaconventos,
y menos acompañado por vos, que grandes problemas os aguardan, si
mucho no me equivoco”.
Vivía ella en una zona apartada, cerca de las curtiembres.
- Mal olor le siento a este asunto- dijo el caballero apretándose la
nariz. El olor de los cueros a medio preparar y las piletas de orín de vaca
cuyo amoníaco se usaba para el proceso invadían el aire.
- Pues ahí está la ganancia de mi vieja, que es experta fabricante
de perfumes y cremas que disimulan todos los olores; ¡en ningún otro
lugar podría tener más fortuna que en éste ja, ja, ja!- rió francamente
el arcipreste.
- Pues este barrio no es muy recomendable, ¿como podrá ella entrar
en casa de sociedad?
- Entrégate a sus designios, sé lo que hablo, y mira, sé generoso, que
la pobre vieja debe alimentarse a sí mismo, a sus numerosos hijos que
andan diseminados por el mundo, que ninguno tiene profesión conocida,
y a sus discípulas, buenas muchachas desheredadas y abandonadas de la
fortuna.
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“No veo de que manera podría yo ser generoso” pensó el caballero,
mirando de reojo a su escudero, quien instintivamente llevó la mano a
la faltriquera para proteger sus escasas monedas.
- Aquí es, muéstrate alegre y reconocido al verlas, que a estas mujeres
les gusta ser apreciadas, como a todas.
Llegaron a una vieja casa de dos pisos, un tanto destartalada,
protegida de las miradas por un trozo de muralla de un antiquísimo
castrum romano. Golpearon la aldaba y desde el otro lado de una
puerta desvencijada se oyó una voz de mujer joven, con típico acento
de suburbios:
- <Quién es, y qué buscan vuestras mercedes por estos contornos?
- No preguntes- contestó el Arcipreste en voz baja, tratando de
hacerse sentir por las rendijas de la puerta- y ábrenos, que soy harto
conocido de vuestra ama.
- Es el cura, el de la monja y la otra, y viene acompañado, ¿abro?-
gritó a voz en cuello la mujer del otro lado, mientras el arcipreste se
quejaba por lo bajo de la falta de discreción de algunas mujeres.
- \Es mi querido arcipreste, el mejor hombre de Hita y el más galán,
abre, abre mujer!- escuchó la voz de la vieja que ya conocía.
Oyeron todavía unos murmullos y la voz queda de un hombre.
Arrimó el oído curioso el caballero y escuchó la voz femenina que
decía “¡sube, sube, que vienen visitantes de alcurnia, salte por la ventana
de arriba, que encontrarás una escalera arrimada a la pared!”
Se miraron el arcipreste y el caballero y aquél encogió los
hombros, hizo un gesto y dijo:
- Aquí deberás dejar tus prejuicios del lado de ajuera de la puerta, y
atenerte sólo a lo que vienes, no lo olvides.
Cuando por fin abrieron la puerta se ofreció a sus ojos una mujer
bastante joven, no fea, con el busto apretado por una ancha faja que lo
empujaba hacia arriba, y que se mostró en toda su redondez cuando se
inclinó cortésmente para hacerlos entrar, lo cual hizo que Florisbelo
diera un gran tropezón en el único escalón y cayera abrazado a la joven
puertas adentro.
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Se levantó ella riendo y mirando con picardía al escudero quien
avergonzado trataba de balbucear una excusa, pero aún así los ojos le
brillaban y no los podía apartar de la mujer.
- Elisa- dijo la vieja, dándose cuenta de los bueyes con que araba-,
atiende a este mozo, llévalo arriba mientras yo me entiendo con estos
señores. ¡Y quita ese ramo de flores que está a la ventana, que ya han
tomado suficiente sol! Esta sobrina mía, siempre tan descuidada! ¿Qué
pensarán los señores?
- ¡ Ya voy tía, es que no esperaba a nadie hoy! Y tú, ven conmigo, que
estos señores tienen que hablar cosas de caballeros.
- Esta es mi vieja querida, Trotaconventos, - dijo el Arcipreste con
expresión arrobada- tuya la conoces, séleflanco y dile lo que te quita el
sueño.
- ¡Señora, de vuestra gloriosa ancianidad espero la ayuda y consejo
que me abrirán las puertas del Edén! - exclamó con exaltación don
Alvaro-. Me ha dicho el arcipreste que vos tenéis la llave que abre las
puertas y los corazones, en vos cifro todas mis esperanzas...!
- Pues vamos entonces por el camino más corto- le atajó la anciana-
que como decían los antiguos "la vaca no habla, pero da la leche”.
- ¿ ”La vaca no habla ”, y eso que significa?- preguntó por lo bajo el
caballero al arcipreste.
- "Res non verba”- respondió el interpelado-, Trotaconventos tiene
su propia traducción... creo que quiere hablar de su ganancia antes que
nada.
- Bien señora, sabed que sufro por amores de una dama, doña
Elvira de Valenzuela, ahijada de don Ximeno Ximénez, en cuya casa
vive, y creo que no le soy indiferente, pero tiene un tutor celoso y de malas
pulgas según me han dicho, que no le permite ni asomarse a la ventana.
Necesito verla y hablarle en un lugar reservado, que la mitad del camino
creo que está andado. Dinero no tengo, soy un caballero de fortuna que no
ha tenido demasiada, pero podéis contar con un par de anillos y un collar
que guardo como reliquias, que los primeros me los dio mi madre cuando
me hice al camino, y el collar es un obsequio del Conde de Barcelona, el
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más magnífico de los príncipes- y diciendo estas palabras don Alvaro se
quitó un anillo y lo depositó sobre la mesa. Era un anillo de plata y
sobre un engarce de oro mostraba una piedra roja que emitió destellos
cuando Trotaconventos la expuso a un rayo de sol que se filtraba por
una ventana.
- No hay muro que no penetre ni corazón que no ablande, pero
habéis elegido mal rival, habrá que andarse con mucho cuidado pues
nuestra ruina está a la vuelta de la esquina. Los gastos naturalmente
serán mayores... de la piedra tengo dudas, pero servirá para los primeros
gastos- expresó Trotaconventos, mientras guardaba el anillo y con
la vista codiciosa buscaba el otro, cuya piedra azul refulgía aún en el
anular del caballero, no por mucho tiempo seguramente.
- Será tuyo- dijo éste exponiendo la mano a la luz- con todo lo que
tengo si consigues lo que deseo.
- Habladme de vos entonces, contadme algo con que pueda
enternecerla, y decidme con que contáis, vuestra fortuna y vuestro origen,
aunque creo que todo lo que tienes es lo que está a la vista... que no es poco.
¡Ah, si yo tuviera unos cuantos años menos os olvidarías de esa dama tan
sólo al verme, que en mis tiempos mozos jamás estuve en lugar alguno que
nofuera tema de conversación, y era andar por la calle para que hasta el
aire se conmoviera!
- No lo pongo en duda- respondió el caballero-, \pero el tiempo es
cruel, y el mío también pasa y tengo urgencias que me están matando!
La conversación se extendió por un rato más yendo al punto,
hasta que el caballero se retiró haciendo mil reverencias, seguido por
el arcipreste. Cuando cayó en la cuenta que no había ni rastros de su
criado llamó desde la puerta:
- ¡Florisbelo, Florisbelo,! ¿Dónde estás hombre de Dios?
- ¡Aquí, señor aquí!- contestó éste, bajando la escalera desatacado
y con el rostro brillante y sudoroso.
- Vaya- le dijo el caballero ya en la calle- ¡sí que aprovechas el
tiempo, si no estuvimos más de media hora!
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- ¡Más que suficiente señor, que esa mujer tiene el diablo en el
cuerpo, y que cuerpo, uy!
- Y dime, Florisbelo, como arreglaste lo tuyo, ¡no parecía una mujer
desinteresada, precisamente! El ramo que estaba a la ventana cuando
llegamos me da que pensar...
-¿Que es una ramera, dices?¡Puedeser, pero de corazón muy tierno,
no le hice más que promesas, la próxima vez que la visite le traeré un
regalo, una falda, o una camisa, si os dignáis pagarme alguno de esos
realitos que me debéis!- contestó el aludido.
- \ Ya veo por donde vienes, picaro, esas visitas tuyas van a costarme
caro! Tú sabes que mi suerte no es la que y o desearía, debes tener paciencia,
Florisbelo, por no echar la soga tras el caldero, que yo te resarciré con creces
tu lealtad.
- ¡Paciencia, paciencia, de promesas vivo yo, que me habéis
prometido de todo!, ¿qué será lo próximo, un reino, una ínsula?- contestó
el escudero, y continuó rezongando por lo bajo.
También refunfuñó algo el caballero entre dientes, pero prefirió
no seguir con el tema y volvió todos sus pensamientos hacia su amada
y un futuro del que lo esperaba todo.
VIL Trotaconventos en acción
Un par de días después el caballero tuvo noticias de su amada,
naturalmente por conducto de Trotaconventos, como la llamaba
el Arcipreste por su profesión, aunque Urraca era su nombre de
bautismo, y ambos muy adecuados, por cierto.
- Señor- le espetó sin más trámite- acá vengo a dar razón de vuestro
encargo. Logré acercarme a doña Elvira bajo pretexto de venderle unos
ungüentos muy buenos de mi propia hechura, ámbar, algalia, pachulí,
almizcle, exóticos ingredientes adquiridos a mercaderes árabes en la
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frontera, de esos que transportan el alma y los sentidos, y vuelven a las
damas más sensibles y dispuestas a los placeres...
- Es música lo que decís, pero id al grano que ardo de impaciencia,
¿ qué os dijo ella, me recuerda, está bien predispuesta hacia mí, podré
encontrarla algún día en un lugar donde hablarle pueda a mi gusto?-
interrumpió impaciente el caballero.
- ¡Cuánto apuro hombre, que ni Dios con todo su poder hizo todo en
un momento, que se tomó seis días y todavía el séptimo descansó!
- ¡Señora por favor hablad!- imploró aquél.
-¿Qué si se acuerda de vos? ¡No se que medio has usado para
encantarla, pero bastó mencionaros para que os describiera con pelos
y señales! Escríbele una nota conceptuosa, y es seguro que aceptará
encontrarse con vos en algún sitio escondido.
- ¡Balsámicas palabras! Así se hará, volved hoy a la tarde y te daré
la carta que solicitas.
-Señor, que tengo mis años y mis piernas, que antes fueran las
mejores del mundo, ya no me sostienen como quisiera, y además es
peligroso andar por esas calles luego del anochecer, que hay muchos santos
y también muchos picaros en los caminos de Dios..
-Está bien, os mandaré la misiva por mi escudero, y temprano.
- Mandad también algo que haga liviana la tarea, si es que me
entendéis...
- ¡Que os entiendo y muy bien! Tendrás vuestro pago cuando
conciertes la entrevista.
Y diciendo esto despidió a la mujer con grandes muestras de
deferencia y se quedó pletórico y algo preocupado a un tiempo. Para
los siguientes pasos iba a necesitar recursos de los que andaba escaso.
La respuesta fue recurrir una vez más al arcipreste, a quien le pidió que
escribiera la carta, ya que la lanza y la espada eran su fuerte que no la
pluma.
- Os daré letra- dijo el arcipreste, y empuñando la mandolina
agregó- ¡Escribid!
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- ¡Ah no, que escribir no es mi fuerte, no he sido entrenado en esos
menesteres!- llamó a su criado y le ordenó que escribiera los dichos del
arcipreste, alcanzándole un trozo de papiro raspado.
- A ver que os parece esto- recitó don Juan:
“¿No ven vuestros ojos esta tristefigura?
Sacad de mi corazón la saeta que perdura,
Curadme esta herida con amor y dulzura,
Que no queden sin bálsamo mi llaga y mi amargura. ”
-¡Bellísimos versos, quien podrá resistirlos, si yo mismo estoy tentado
de saltaros encima y comeros a besos!- exclamó el caballero, oyéndole
extasiado.
- ¡Espero que no, que eso pondría fin a nuestra amistad!- respondió
el juglar, y continuó:
“¿Hay muyeren el mundo tan brava y tan dura
Que al que es suyo, tan herido, le niegue su cura?
Ante vos me hinco rogando, con amor y quejura
Que el gran dolor me hace padecer sin mesura."
- ¡Cuanta galanura, cuánta invención! ¿Y los habéis creado de
intento y para mi usufructo?
- ¡Oh no, son de un libro que estoy forjando, en el cual cifro todo mi
esperanza de gloría futura, de esa que excede el humano tiempo! Pero
me agrada prestaros su uso y autoría, si así voy comprobando su efecto...
Libro de Buen Amor- Estrofas 60Sy 606.
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VIII. Donde el caballero alcanza sus propósitos
- ¡Hermosos y conmovedores versos!, ¿puedo ser tan dura para no
escuchar lo que me susurran dulcemente al oido ?
- ¿Qué dices, Elvira, con quien te encuentras?
- ¡Aquí, tío y señor mío, con esta vieja que ha venido a ofrecerme
algunos ungüentos y maquillajes que me harán ver más hermosa!-
contestó la aludida escondiendo la carta en el escote abultado por la
apretada camisa.
- No hay mayor belleza que lafrescura y la sencillez- dijo el hombre
entrando de improvisto a la habitación. Era un sujeto alto, cincuentón,
cuya cara casi no se veía por efecto de una gran barba y espesas cejas
bajo las cuales apenas se entreveían unos rasgos muy escuetos, casi
inexistentes, excepto por una cumplida nariz que parecía extenderse
sobre todas las cosas. Vestía una gran casaca negra, de anchas mangas y
faldones, y zapatos de chapín. La impresión general era funambulesca,
y hubiera movido a risa de no ser por la posición social y el aire
amenazante de su portador.
- ¡Quépoco entendéis de mujeres señor, que sin esos afeites estamos
como desnudas e indefensas ante las injurias del tiempo! ¡Necesario es que
adquiera algunos para mantenerla lozanía yfrescura, que bien os placerá
que me vea siempre joven y bella!
- ¡Somos gente de guardar, no conviene andar aquí con cosas
frívolas, así que terminad rápido vuestro asunto y enviad fuera a esta
mujer, que su presencia en esta casa no es grata ni anuncia nada bueno!
Trotaconventos inclinó la cabeza en señal de acatamiento.
* Ya me iba señor- dijo, y luego dirigiéndose a Elvira-; perdón
hermosa joven, no quise causaros problemas, y como testimonio de buena
voluntad y agradecimiento a vuestra benevolente acogida os obsequio esta
crema que tanto os ha agradado.
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* ¡No aceptamos dádivas en esta casa- interrumpió colérico don
Ximeno-, toma lo que quieras de esos ungüentos y menjunjes y yo lo
pagaré con gusto si con ello abreviamos la presencia de esta vieja!
Escuchó la cifra fijada por Trotaconventos, quien no desperdició
la oportunidad para subir el precio y obtener una buena ganancia.
Protestó el dueño de casa, que eran muy caros, que seguramente
eran groseras falsificaciones, que se aprovechaba de la ingenuidad de
Elvira, y Doña Urraca que no, que la injuriaba gratuitamente, que
los había recibido esa misma semana de un mercader de Venecia que
traficaba con los turcos del Mar Negro, que todos los ingredientes eran
legítimos, ámbar, algalia, almizcle, estoraque, y que la mujer que los
usara prolongaría la juventud y lozanía de su piel por todos los días de
su vida y que...
- ¡Basta- interrumpió colérico don Ximeno-, toma, confórmate
con estoy salte ya de mi vista!- y tiró sobre la mesa unas monedas sacadas
al voleo de su bolsa. El ojo clínico de la vieja le permitió advertir de un
vistazo que entre blancas y medias blancas había un par de maravedíes,
y que era excelente la ganancia por unas cremas creadas en su cocina con
sus propias redomas e ingredientes de baja calidad. Rápidamente hizo
desaparecer las monedas en su faldón y se retiró haciendo reverencias
y protestando su honestidad, que así no se trataba a una honrada
comerciante, que iba a pérdida, que no buscaba sino la felicidad de sus
clientes, etc., etc. Le siguió la joven con el pretexto de franquearle la
salida, y por lo bajo alcanzó a decirle Trotaconventos:
- Esta noche a las nueve mi criada aguardará respuesta bajo vuestra
ventana.
- ¿Quédice la vieja?- preguntó desde adentro el desconfiado tutor.
- ¡Que use la crema todas las noches- respondió más que rápido
Elvira- para conservarme perfumada y tersa como una flor!
Gruñó algo el hombre y luego, suavizando la voz agregó: Ven,
hay un asunto que quiero tratar con vos...
- Un momento- exclamó Elvira, quién dirigiéndose a una ventana
entreabierta, arrojó la crema de Trotaconventos sobre un montón de
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basura que en la calle estaba y se limpió las manos con gesto de asco-,
ya estoy con vos...
Esa noche, cuando don Ximeno dormía, aunque con la llave
bien guardada y los oídos siempre alerta, doña Elvira tuvo pronta su
respuesta, que como estaba previsto dejó caer a través de la reja. Poco
después la misma estaba en manos del caballero.
“ Caballero y señor mío..” leyó penosamente y se reprochaba por
no haber prestado más atención a los intentos de su preceptor por
enseñarle los placeres de la lectura, pero como el Arcipreste dormía
y Florisbelo había ido muy de su gusto a acompañar a Elisa, la pupila
de Trotaconventos, hasta su casa, debió hacer de tripas corazón y a la
luz insignificante de la vela continuó su lectura. “Mi corazón y mi alma
ambicionan libertad, pero mi cruel tutor me encierra bajo siete llaves ...".
El corazón le saltaba por la boca mientras maldecía a don Ximeno y
besaba el papel una y otra vez. “La vieja que vos conocéis me ha ofrecido
su auxilio. El domingo próximo iré a misa, como siempre, me encontraré
allí con su criada quien de forma escondida me conducirá hasta un sitio
donde podamos vernos y hablarnos. Pero para ello antes debes enviar
lejos ami tutor o distraer su atención con cualquier artificio y mantenerlo
ocupado durante el tiempo suficiente para que mi partida y regreso pasen
indaver... invaert... inadvertidos” ¡eso es, idverna..., bueno, como sea!-
exclamó el caballero y continuó a tropezones la lectura- “debes actuar
con discreción y buen juicio, no compor...comprometas mi honor ni el
tuyo”.
- ¡Oh, claro que no, mil veces no, amada, seré un modeb de
discreción y respeto, no os daré motivo de queja! “Bajo siete llaves me
encuentro, pero de vos espero un gran efuerzo de imaginación y valentía,
que no hay torre que procure más satisfacción ganar que aquella que está
mejor guardada. Vuestra, quien vos ya sabéis.” ¡Dios, Dios,- exclamaba
a voz en cuello el caballero- que gran premio, que alto honor, la promesa
basta para elevarme hasta los serafines y los ángeles que se gratifican en la
presencia del Señor!”.
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Estos gritos despertaron al Arcipreste, quien se presentó en la
sala con los ojos lagañosos y expresión malhumorada.
- ¡Gracias a Dios has despertado, toma, lee!- le espetó el caballero
sin más trámite, y siguió atentamente las expresiones del cura mientras
leía- ¡ Tarea harto difícil se nos presenta, siete llaves dice!, a menos que no
hable en serio sino... como se dice...
- En sentido metafórico, pero no te preocupes, cuando una mujer
desea algo no son suficientes siete puertas ni siete eunucos armados para
detenerla, ¡ella obtendrá lo que se propone! ¡Si ella quiere, ya tienes
ganada la partida!
- ¡ Tus palabras me excitan! ¿Pero que haré? ¡Necesito tu ayuda más
que nunca!
- Os lo debo, pero estamos en el punto en que debemos andar con
pies de plomo. Es posible que tengamos que separamos, al menos en
apariencia. Ya os he dicho que don Ximeno es hombre de cuidado.
- ¡Peroyo soy un caballero!
- Eso importa poco acá, estás en su tierra, los tiempos están
cambiando, y los villanos ricos, como Ximeno Ximénez tienen mucho
poder. Mira, no puedes seguir abjándote en mi casa, estaremos más a
cubierto si vas por tu camino y yo por el mío. Te daré consejo y dinero,
debes alquilar una casa en lugar reservado y hacerte ver poco, mientras
tanto deja todo en manos de Trotaconventos.
- ¿Pero cómo haré para alejar a su tutor, que siempre está como el
perro pastor encima de su oveja?
- Bien, ya veremos, déjame pensar en algo...
Ese domingo, muy temprano, un hombre pobremente vestido,
larga barba, encapuchado, llegó a la puerta de la casa de don Ximeno
Ximénez. De su cayado colgaban varias perdices vivas, atadas por las
patas.
- ¡Perdices frescas, más que frescas, de las que todavía aletean y
sueñan con verdes prados, muy baratas, a mitad de lo que valen, que
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quiero llegar rápido donde mi familia me aguarda para un bautismo!-
dijo a la criada cuando esta asomó la cabeza por la puerta.
- ¡Calla, impertinente, que mi ama aún reposa y no hay quien
duerma con tu alharaca! Espera, aquí, callado, que yo iré a consultar al
señor de esta casa- fue la respuesta.
- ¡Un maravedí y serán todas suyas, ocho perdices gordas, de aquí
salen sobrados almuerzo y cena!
Don Ximeno estuvo de acuerdo en que el precio era muy
conveniente, y un momento después volvía la criada con el maravedí.
Se deshizo en agradecimientos el perdiguero y como quien no
quiere la cosa preguntó:
- ¿ Vuestro amo es pariente quizás de un talXiménez que tiene una
quinta con su casa de retiro como a tres o cuatro horas en el camino de
Segura?
- Podría ser, ¿por qué lo dices?
- Ayer tarde, cuando caminaba hacia aquí, vi una casa ardiendo
en llamas, y unas gentes que retiraban cosas y las cargaban en carros,
pregunté a un campesino que acertaba a pasara quién pertenecía la casa
y me contestó que a un tal Ximénez de Hita. Le pregunté qué estaba
pasando y me dijo que no sabía nada y que no era asunto suyo, ¿qué raro
no?
Escuchar estas palabras la criada y meterse a la carrera en la casa fue
todo uno. Un instante después volvía acompañada por un desaforado
don Ximeno, quien a los gritos y totalmente alterado le hizo repetir
palabra por palabra lo que había dicho a la criada. El vendedor repitió
y agregó detalles en medio de protestas y quejas de que en mala hora
había hablado, que el no sabía nada, que era un soldado licenciado y
en el camino se había hecho de aquellas perdices para no volver sin
blanca a su tierra de Calatrava, donde le aguardaban para el bautismo
esa misma tarde de un hijo suyo que le había nacido en su ausencia,
y juraba y lloriqueaba, y decía que se sentía muy infeliz porque no
recordaba cuando había hecho aquel hijo, y dudaba que fuera suyo,
etc., etc.
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Pero ya don Ximeno no lo escuchaba, solo profería amenazas
contra el mundo entero, incluido el mensajero, y lo más rápido que
pudo mandó preparar su coche y acompañado por dos criados armados
partió poco después hacia el camino de Segura. A voz en cuello gritaba
que iba a escarmentar a todo el mundo, que no se podía confiar en
nadie, y como último gesto antes de perderse en el camino esgrimió
su puño contra el perdiguero y le amenazó con todos los tormentos y
que no tendría lugar en el mundo para ocultarse si hábía faltado en un
punto a la verdad.
Un rato después el vendedor de perdices, ya sin barba y con el
jubón enrollado bajo el brazo entraba en casa del arcipreste.
- \Vaya- decía-, qué hombre tan desconfiado, con gente así es
imposible tratar, todo lo pone en duda, hasta la palabra de un honesto
vendedor de perdices, de Jesús dudaría si lo tuviera enfrente!
- Pero, ¿te creyó?- le preguntó ansioso el caballero.
- ¡ Claro que me creyó, que para eso está mi pasado como cómico de la
legua, ah, esosfueron buenos tiempos, que no sé por que dejé el oficio para
servirte, me acuerdo una vez que...!
- ¡Es suficiente, seguro ya me lo has contado! ¿Qué hizo don Ximeno?
- ¡Pues me hizo rodear por sus criados y contarle lo que había
visto con pelos y señales, que por suerte me había informado bien con el
arcipreste y el miedo le dio alas a mi lengua, que si no, no estuviera yo
aquí contigo!
- ¿Ydónde está ahora? ¡Contesta rápido que no tengo tiempo que
perder!
- Tomó el camino de Sotos Albos, y no volverá antes de seis u ocho
horas.
- ¡Excelente, vamos pues a casa de Trotaconventos, ya!
- Bien, de camino os contaré de aquella vez que la Santa Hermandad
le cerró el paso a nuestro carretón de comediantes, y tuve que hacer la
mejor de mis actuaciones para convencerlos de que nada teníamos que
ver con unos jamones serranos que habían desaparecido de un monasterio
donde los habían puesto a ahumar sobre unos braseros, y ocurrió que
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pasando nosotros cerca nos nubló la razón y la conciencia aquel olorcillo
y...- pero ya Don Alvaro se había encasquetado el sombrero y con su
larga pluma azul a la rastra tomaba la calle rumbo a las afueras- ¡eh, un
momento por favor, no me dejes atrás que a mí también me esperan y
por éste y otros servicios no olvides de aquí en más la ínsula prometida!
- ¡Qué dices, villano, que no recuerdo haberte prometido nada por
el estilo!
- ¡Bueno, vos no, pero a un tío mío, muy rústico por cierto, un
anciano caballero se lo prometió una vez por acompañarb en no sé que
descabelladas empresas, y aconteció que...!
- ¡Cállate ya, que no debemos llamar la atención!- le cortó el
caballero, quien embozado y ansioso volaba por las callejuelas, mientras
su escudero resoplaba, sudaba y murmuraba sobre la desconsideración
de su amo.
Caminó por una calle de aleros bajos y columnas de madera,
se metió por un callejón de olor fétido insultando profusamente a
quienes arrojaban sus excrementos y demás residuos a la acera, pasó
sin prestar atención al chistido de las rameras ni al reclamo de los
mendigos, llegó a las primeras estribaciones del cerro de Hita, rodeó
los restos del antiguo castrum y emergió como guiado por la Estrella
de Belén junto a la casa de Trotaconventos.
- ¿Ha llegado?- preguntó ansioso en cuánto le franquearon la
entrada.
- Calma, señor, que la joven dama cumplirá su promesa, como
espero que cumplas la vuestra... me refiero al pago prometido.
- ¿Cómo dices? ¡En este momento no puedo pensar en eso, mis
pensamientos amorosos son demasiado puros para envilecerlos pensando
en dineros, yo os pagaré, palabra de caballero!
- ¿Ah sí? ¡Pues lástima, entonces permanecerás en ayunas! Había
preparado vino, pan, dulces y fiambres, como me has encargado, pero
tendré que devolverlo todo, ¡soy una mujer muy pobre para costear
placeres ajenos!
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- ¡No, no hagas eso, que ya viene mi amada y debo agasajarla como
ella merece...'. - y mientras decía estas palabras se tanteaba buscando
algo de valor, pero ya nada le quedaba, todo lo había sacrificado en
el aras de aquel amor. Cuando la mano llegó a la empuñadura de la
espada una idea y un dolor punzante entraron al mismo tiempo en su
mente. “¡La espada- pensó-, lo mejor, lo más valioso de cuánto poseo!”.
- ¡Señora- exclamó con súbita resolución-, la necesidad me obliga
a ofreceros mi bien más valioso y preciado, digno di un duque o un conde!-
y extrayendo la espada de la funda la colocó delicadamente, sobre sus
palmas y la ofreció a la vista de la alcahueta.
- ¡Acero de Toledo, el mejor del mundo- bramó exultante- que yo
no diera esta espada por nada que no Juera el amor de la más hermosa
y pura doncella de esta tierra! Os la ofrezco a cambio del hospedaje y la
comida, ¡pero sólo como prenda, que yo vendré con el pago a rescatarla, y
ay de vos si no la recupero!
- ¡Un momento, señor, y sofrenad vuestro orgullo, que hemos de
justipreciar el bien!- examinó la espada Trotaconventos y no le pareció
tan valiosa como afirmaba el caballero. Un par de piedras semipreciosas
engarzadas a la empuñadura no le llamaron la atención, pero la hoja
era de buena calidad, fina y bien templada- ¡Acepto la prenda, pero si no
me resarcís lo acordado al cabo de treinta días tendré que venderla, que
no sacaré gran cosa por ella, pero no soy yo prestamista, ni tengo casa de
empeños, que Dios y la Iglesia no lo permiten, sólo soy una pobre vieja que
trata de vivir honestamente de su trabajo!
Refunfuñó el caballero algo sobre que la espada valía muchas
veces lo adeudado y se propuso recuperarla lo antes posible, pero esa
era de momento su segunda preocupación, otra mucho más urgente
lo apremiaba.
- Alguien viene- alertó Florisbelo desde la puerta- son dos mujeres
embozadas...
- ¿No tienes nada que hacer?, necesito algo de privacidad... - le espetó
el caballero a la vieja, oscilando entre el mal humor que le provocaba
haber entregado su arma y la expectación del ansiado encuentro.
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- Tengo que hacer algunas entregas- respondió Trotaconventos-,
pero mi criada permanecerá en la casa, será discreta, está acostumbrada,
y os servirá en cuanto, necesites.
- ¡Sólo vamos a hablar!
- Si, claro, por las dudas la cama está aprestada con finas sábanas
de holanda y las viandas dispuestas... que os aprovechen, pero no os
aconsejo extenderos mucho más allá de la media tarde. Por lo que sé don
Ximeno estará de regreso a la caída del sol, y es conveniente para todos
que encuentre a la dama en su casa..:- dijo Trotaconventos y se marchó.
Se quedó don Alvaro pensando que, a su vida siempre le faltaba
algo, sin la espada no se sentía un verdadero caballero. La irrupción de
una mujer encapuchada y envuelta en una larga y tosca mantilla de lino
le sacó de sus cavilaciones. Los latidos de su corazón le dijeron que se
trataba de Elvira. Detrás de ella venía Elisa, quien se había quitado la
capa y se veía provocativa en su escotada almilla. La seguía su escudero,
con los ojos casi fuera de las órbitas.
- Ven - le dijo la mujer tomándolo de la mano y conduciéndolo a
la habitación contigua, que era la suya.
Se quitó entonces su caperuza doña Elvira y el caballero cayó a sus
pies, tomando su mano y besándola apasionadamente. Era aquella la
primera vez que tocaba la piel de su amada y el contacto le comunicaba
una inefable, vibrante felicidad. Le parecía lo más hermoso que hasta
entonces había visto, le hizo mil promesas de amor al tiempo que
ella bajaba púdicamente lo ojos para confesarle que sentía la misma
atracción, pero que el amor era cosa seria y quería conocerlo más para
estar segura, y con estas y otras consideraciones fueron los enamorados
tomando confianza y aproximándose el uno al otro. Una copa de
vino encendió las mejillas y la mirada de Elvira, cuya mano se alzó
para acariciarle el rostro. Sintieron ambos sus cuerpos estremecerse.
Los suspiros y tiernas miradas dejaron lugar a un buscarse de manos y
cuerpos, las bocas unidas, pero todavía retenidos por un velo pudoroso
que les impedía dar el paso más importante.
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En esc momento en que parecían estancarse en gestos repetidos,
algo vino en su auxilio. De la habitación contigua llegaron gemidos,
grititos sofocados a medias, y un golpeteo acompasado, inconfundible.
- ¡Florisbelo, maldito imprudente, como te atreves, voy a matarte!
- exclamó por lo bajo don Alvaro. Miró a su amada, temiendo que
saliera disparada de su lado, molesta, herida en su honestidad. Pero lo
que vio fue el rostro de su amada súbitamente iluminado por una luz
desconocida. Se diría que un pequeño demonio danzaba en sus ojos
al tiempo que la boca dibujaba una sonrisa plena de picardía. Era una
Elvira desconocida, nunca soñada siquiera. Tomó ella su mano y lo
llevó hasta la pared donde aplicó primero su oreja, dejando escapar
una risa que con su mano libre intentaba vanamente sofocar. Buscó
luego una hendija, lo que no fue difícil encontrar en aquella desbastada
medianera, y arrimó un ojo. Hizo lo propio el caballero y vio lo mismo
que su amada, a Florisbelo resoplando sobre la desnudez de la criada,
la cabeza hundida entre sus voluminosos pechos, mientras esta gemía y
se revolvía como una poseída.
- ¡Esto es demasiado, voy a...!- alcanzó a decir don Alvaro, antes
que Elvira le interrumpiera con un chistido imperioso a la vez que le
apretaba fuertemente la mano. La miró y vio una expresión extasiada,
la boca abierta, hasta le pareció que un hilillo de saliva le resbalaba
entre los labios abiertos. Su propia cabeza se volvió un revoltijo de
emociones encontradas, pero imperiosas. Tomó suavemente a su
amada por detrás y la besó en la nuca. Con un hondo suspiro aflojó
ella el cuerpo, luego se volvió y asiendo su cabeza le hundió la lengua
en la boca casi ahogándolo. Segundos después el vestido de la dama
con todos sus complementos caía a sus pies ofreciéndose a los ojos
extasiados del caballero los muslos más espléndidos de la creación.
Con los vestidos de época nunca se sabía antes de llegar a la intimidad
con qué se iba a encontrar un hombre bajo la falda, y lo que a su vista
se ofrecía sin pudores superaba largamente sus expectativas. Cayó a sus
pies con una audacia inesperada para sí mismo y le besó frenéticamente
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las manos, los muslos, los senos. Un instante después, entre bramidos y
estertores se revolcaban sobre la cama olvidados del mundo.
Tras los apasionados transportes del amor se cubrieron apenas,
satisfechos y sin pudores, y se sentaron a la mesa, disponiéndose a
disfrutar de la comida: jamones ahumados de la Sierra Madre, vinos
del Arcipreste (faltaba más), quesos de Francia, perdices en escabeche,
conserva de higos negros y fino pan blanco, exquisiteces prohibidas
para el común de las gentes, pero que por el momento no le hicieron
recapacitar sobre el alto costo que habían tenido. Se contemplaban
arrobados, los ojos del uno puestos en el otro, mientras devoraban con
sensualidad aquellos manjares que les permitían recuperar fuerzas
para homenajear una y otra vez al amor, hasta quedar completamente
exhaustos y satisfechos... durante un breve lapso.
¿Cuántas horas pasaron, tres, cuatro, cinco? Unos golpes cortos,
imperiosos, les devolvieron a la realidad.
- Señores, debo recuperar mi casa- se escuchó la voz de la anciana-,
además ya van corridas tres horas de la tarde, cuanto menos, debe
retornar cada uno a su vida habitual mientras hay tiempo...
Recordó el caballero que la ida y vuelta de don Ximeno
hasta su finca rural era cosa de media jornada a lo sumo, por lo que
hubieron de vestirse más que rápido, mientras se juraban amor y
reencuentros futuros una y mil veces. Se despidieron cálidamente y
hubo de apretar el paso Elvira para regresar a su casa. Le acompañó
el caballero, con el rostro rigurosamente cubierto ambos, hasta que
abandonaron la protección de las cerradas callejuelas. La dejó ir con
pena, contemplándola hasta que desapareció por los portales de la
plaza. Tomó entonces su propio camino. Una inenarrable sensación
de plenitud y placer le adormecía los sentidos, pero a otro nivel le
preocupaba cuándo volvería a ver a su amada, dónde y cómo, ya que sus
menguados recursos no le ofrecían buenas perspectivas, sin contar que
llevaba permanentemente la mano al costado, donde sentía la ausencia
de la espada como la falta de un miembro.
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En esc momento unos jinetes pasaron a su costado con sus
cabalgaduras resoplando, trepando la cuesta que conducía al barrio
acomodado de Hita. Reconoció a don Ximeno y sus criados. “¡Justo
a tiempo!”- pensó el caballero, aunque este pensamiento le provocó
cierta pesadumbre, le hubiera gustado tomar del cuello al acomodado
burgués y exigirle ahí mismo la libertad y la dote de su amada. Se sintió
frustrado porque la vida de ella, ypor lo tanto la suya dependían de una
voluntad ajena y porque iba a ser muy difícil repetir las expansiones
de aquella tarde. Ignoraba por falta de experiencia que los placeres
robados eran los más sabrosos y lo que la monotonía hace al amor.
De momento sólo le interesaba la disposición plena de su amada,
cuya ausencia le dolía cada minuto. Con las caricias de la tarde aún
retenidas en su piel y prometiéndose renovados placeres llegó a casa
del Arcipreste, “tengo mucho que contarte”\t dijo, pero no pudo, se fue
quedando dormido, cansado, feliz, preocupado.
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IX. Las peripecias de un enamorado
En los días siguientes volvió a rondar la casa de Elvira, ansioso,
enamorado, hasta que una carta cayó misteriosamente a sus pies
cuando pasaba frente a la misma, no muy casualmente.
“Señor mío: cada hora de mi vida me lleva al recuerdo de la
maravillosa tarde que compartimos. Pero debo preveniros y solicitaros:
alejaos de esta calle, mi tutor se volvió muy desconfiado desde el día en que
lo enviastefalsamente a Segura. Y a vuestro criado que ni asome la nariz
por aquí, si llega a sospechar siquiera que se trata de la misma persona
que lo engañó es capaz de ordenar acuchillarlo en el acto. Y vos tampoco
os dejéis ver, tiene siempre consigo dos hombres armados y resueltos a
todo. Es gente artera y dispuesta a cualquier traición, más diestra con
el puñal que con la espada. Daos por avisado, no quiero que vuestra vida
corra peligro, que en ello va también la mía. Pero se me ha ocurrido una
idea para paliar nuestra necesidad: debes hacerte de cualquier forma con
las llaves de una casa desabitada que está como a media cuadra de la
calle principal, junto a la tienda de mimbres. Linda por los fondos con
la casa de dos costureras que a más de encargarse de mis vestidos son mis
amigas y confidentes. Desde una casa puedo pasarfácilmente a esotra por
los altos sin que nadie me vea ni sospeche nada. Es una casa vieja y medio
derruida, por lo que descuento que llegarás a un acuerdo con su dueño; si
es así en un par de días iré a las susodichas modistillas a probarme unos
vestidos, temprano, a la hora en que don Ximeno acude a los graneros
con sus guardianes, y allí se pasa toda la mañana esquilmando a la pobre
gente. En un santiamén pasaré a vuestra casa y haré allí según vuestro
deseo y el mío. Por favor, sé paciente y discreto y todo será a nuestro gusto.
Vuestra, quien vos sabéis”.
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Estrujó apasionadamente la carta, la besó, volvió a leerla, ahora
con menos dificultad porque recordaba cada palabra, y luego la guardó
contra su pecho como la mejor prenda de amor que hubiera recibido
en su vida.
Al día siguiente, alquiló la tal casa de altos, grande pero maltrecha
y absolutamente desprovista de mobiliario, cerca de la calle principal.
Se comprometió a pagarle al dueño dos reales a la semana, que no
imaginaba de donde iba a sacar como no contara con la generosidad
del Arcipreste. Agregó un par de maravedíes por el alquiler de un
camastro y un colchón delgado como un galgo. Hizo transportar una
mesa y un par de sillas desde la casa del Arcipreste. Eso, un candelabro,
una aljofaina y una jarra completaban el mobiliario y los utensilios.
No lo conformaban, pero la casa era una excelente fachada para sus
pretensiones de respetabilidad, y además ganó en libertad y se alejó
de la casa del Arcipreste, quien estaba bastante preocupado por las
consecuencias que su “conversación” con doña Elvira pudieran traerle
en la sociedad de Hita. Daba por descontado el sacerdote que la
juventud, inexperiencia y tozudez de don Alvaro le costarían un gran
dolor de cabeza, más temprano que tarde, por lo que contribuyó con
el primer pago, pero advirtiéndole que su generosidad no sería eterna,
y que como caballero que era debía proveer su propio sustento. Estas
palabras preocuparon a don Alvaro, pero sus expectativas inmediatas
eran mucho más fuertes. Como en todos los enamorados el ya y el aquí
y ahora eran lo único que importaba.
Desde el día anterior el nervioso ir y venir de las modistas,
muchachas jóvenes y de buen parecer que provocaban la inquietud de
Florisbelo y por lo que pudo ver de muchos más, sus risitas y miradas
furtivas hacia la casa tras cuyos visillos atisbaba el caballero, le dieron
indicios de que estaban en el> secreto y que disfrutaban del episodio
como de una aventura de esas que dan sentido a la existencia de las
mujeres.
El día y la hora señalados esperó ansioso tras las ventanas hasta que
vio venir a su amada, hermosa, desenvuelta, con un vestido entallado,
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oscuro, que resaltaba mejor su figura y la blancura de su piel, el pelo
negrísimo retenido por un broche con una rosa roja sobre una de sus
orejas. El conjunto era maravilloso, y le volteaba el corazón en el pecho
de sólo pensar que toda aquella belleza sería suya en momentos. Venía
acompañada por una dueña, lo cual significaba una molestia adicional,
pero suponía que ya habría ella imaginado la forma de sacarla del
medio, lo cual confirmó cuando vio que la despedía en la puerta, y
con una cesta de mimbre se dirigía obviamente a hacer las compras del
día. Se dirigió a los altos de la casa y después de unos minutos que le
parecieron eternos la vio emerger por una portezuela de bohardilla y
salir al tejado desde donde se deslizó ágilmente a la casa de al lado para
caer en los brazos de su enamorado caballero. La introdujo sin palabras
en el cuarto de altos donde los invadió un olor mefítico que obligó a
la mujer a cubrirse la boca con un pañuelo perfumado mientras con la
otra recogía su vestido y avanzaba en puntas de pie.
- ¡Mil veces perdón señora, la única puerta que da a la terraza es
la del común, sólo ayer entré a esta casa y todavía no pude disponer lo
necesario! ¡Daré órdenes estrictas a mi escudero deque boy mismo proceda
a limpiar este albañal! ¡Ya debía haberlo hecho, pero se pasa los días
retozando en casa de Trotaconventos y no cumple con sus obligaciones!
Los orines y excrementos acumulados en aquel cuarto casi
desmayaron a la joven, pero resistió estoicamente, atravesó la fétida
estancia y salieron cerrando tras de sí.
- ¡Señora, os juro que esta ofensa...!- pero no pudo terminar, unió
ella su boca a la suya haciéndolo callar y se sintió invadido nuevamente
por el fuego abrasador.
- Calla- le dijo ella en cuanto retiró la lengua de su boca- y
muéstrame el resto de la casa, ¡será mejor que esto, supongo!
-No encontraréis orines, aunque si olor a humedad y encerramiento...
no esperéis lujo, mi condición no me lo permite en éste momento, hasta
que reciba unas rentas de ciertas tierras que tengo en mi patria...
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-¡Oh, está todo bien,yo se de vuestras dificultades actuales, bienque
temporales, como caballero joven y esforzado que sois.., no me preocupa,
dejadme acariciar vuestros cabellos!
- ¡Señora!- exclamó él hincándose a sus pies, mientras ella
hundía con placer sus dedos en la dorada cabellera. Apenas se fijó en
el desvencijado camastro. Simplemente se despojó se sus vestiduras,
exhibiendo otra vez el espectáculo de su babilónicas caderas, su silueta
de ánfora. Creyó don Alvaro agotar todas las caricias posibles, pero
igualmente se le hizo corto el encuentro. Había pasado una hora,
quizás dos cuando se levantó ella como si despertara súbitamente y
comenzó a vestirse.
- Debo irme... la dueña que me acompañaba ya debe, estar
aguardándome a la puerta. Es bizca, renga y un poco tonta, pero es
incondicional de don Ximeno. ¡Yos advierto que tengas cuidado con sus
hombres, tienen órdenes de acuchillar a cualquiera que se me acerque, me
considera de su propiedad!
- Me siento halagado por los riesgos que corres por mí, ¡pero os
advierto que son ellos los que deben tener cuidado conmigo!
-¡Nada de peleas ni bravatas!, si quieres conservar este amor debes
actuar con prudencia. Volveré de aquí a cuatro días. Mi tutor tendrá
audiencia con el comendador y el enviado real, estará todo el día ocupado.
Hasta entonces debes tener paciencia y no cometer locuras. Y ahora, a
pasar otra vez por el cuarto de altos... - concluyó con resignación
empuñando nuevamente el pañuelo y llevándolo hacia la cara.
- Me declaro avergonzado, os prometo que no volverá a ocurrir...
El resto de la jornada lo pasó el caballero suspendido en una
vaporosa nube de sueños, en los que ya se veía casado con Elvira y
dueño de un castillo rodeado de campos cultivados en los cuales se
movilizaban cuadrillas de siervos cargando sobre los carros grandes
fardos de trigo que enormes bueyes normandos remolcaban luego
hacia los molinos, todo ello en medio de una alegría permanente y
natural que explotaría en canciones y danzas espontáneas.
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Este hermoso e irreal cuadro se vio interrumpido por la llegada de
Florisbelo, que le recordó la inmediatez de sus necesidades materiales.
- ¡Te arrancaré la nariz, esperpento! ¿No te ordené acaso limpiar
los altos? ¡Me has hecho pasar una gran vergüenza!- exclamó mientras
lo asía amenazante del cuello del jubón.
- ¡Señor, he estado muy ocupado!
- ¿Ocupado en qué, si en esta casa no hay más mobiliario que una
camay una mesa?
- ¡Pues alguien debe ocuparse de conseguir la comida y de atender
vuestro caballo, que de lafalta de ejercicio ha perdido el brillo y la energía,
y se está poniendo gordo y sobón, que más parece caballo de verdulero que
de hombre de armas!
Reflexionó don Alvaro que había olvidado esos “pequeños”
detalles de la vida cotidiana y abandonó su ira, estaba demasiado
contento para enojarse con su viejo amigo y escudero. No tenía
pensamientos más que para Elvira.
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X. Aquí se cuenta como las cosas empezaron a
ponerse difíciles
Así pasaron los días, lentos, monótonos los más, alternados con
intensos aunque breves y esporádicos encuentros con Elvira, mientras
Florisbelo rezongaba un día sí y otro también por la inercia de su amo,
que no parecia el mismo, que se había dejado sorber el seso, que no se
ganaba el sustento y ya no sabía como iban a hacer para sobrevivir, etc.,
etc. Por suerte para él don Alvaro parecía abstraído de este mundo,
y apenas empezaba su escudero con su retahila de reproches entre
dientes dejaba de prestarle atención y caía en estado de suspensión
animada.
Hasta que un día se acercó a la ventanay miró hacia la calle, donde se
manifestaba el abigarrado mundillo de la villa, la que vivía su momento
de mayor esplendor en aquellas primeras décadas del mil trescientos.
El espectáculo reclamó su atención: gentes de pueblo, campesinos
que iban y venían cargados con cestos de hortalizas o pescado, otros
con ristras de ajos, cebollas o puerros, perchas de las cuales pendían
sandalias y cinturones, plumeros, sombreros, etc. Todos voceabaq a
voz en cuello sus mercaderías, los más inútilmente. También pasaban
señores y señoras emperifollados, que iban seguramente hacia la Iglesia
de Santa María o a la plaza donde se concentraban mercaderes de telas,
artesanos, prestamistas judíos realizando sus transacciones sobre sus
típicos bancos, por lo cual también se les llamaba “banqueros”, moros
traficantes de hermosos caballos árabes, elegantes y ágiles, ideales para
andar, pero poco prácticos a la hora de la batalla, al menos para los
cristianos y también algunos carros que rebotaban sin misericordia
en el empedrado destruyendo la espalda y las posaderas de sus estoicos
ocupantes. Todo ese cuadro contrastaba con los harapientos cubiertos
de costras y moscas que a uno y otro lado de la calle extendían sus
manos clamando por una moneda o una migaja de pan, mientras por el
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arroyo o canalón del medio corría un insignificante hilillo de agua que
transportaba o más bien extendía por la ciudad excrementos, orines y
restos de toda naturaleza. Por esas callejuelas estrechas se arrastraban
periódicamente las víctimas de las pestes, las hambrunas y las guerras
que azotaban aquel mundo medieval.
Al caballero la escena no le hacía del todo feliz. Hubiera preferido
que se extendiera antes sus ojos el camino, las verdes lejanías, los
campos cultivados o mejor aún los campos de batalla o de torneos, en
los cuales cifraba todas sus esperanzas de futuro y de hacer reales sus
sueños.
- ¿Qué hay de comer?- preguntó volviendo de golpe a sus
necesidades más inmediatas.
- Pan, vino y fiambre, y como siempre gracias a la despensa del
Arcipreste.
- Este pan está, duro, ¿de donde salió, del fondo del arcón de los
bodigos?
- El pan tiene un par de dias de horneado, pero a buen hambre no
hay pan duro, ni vino agrio, ni fiambre de cabeza de chancho- respondió
el escudero dando dentelladas a un trozo de pan con fiambre y
sorbiendo grandes tragos de vino.-... ¡y el vino no es de los peores! El que
quiera mejores viandas... debe ganárselas.
Mordió filosóficamente su emparedado el caballero y desde la
ventana, ubicada a un par de metros sobre el nivel de la calle, al estilo
de la época, contempló al sol hundirse entre los montes lejanos al
tiempo que sentía una antigua, conocida comezón: ¿es que comenzaba
a extrañar los caminos, las posadas, las aventuras de la Vía Láctea, como
se denominaba a la ruta de Santiago de Compostela?
En un episodio en este camino había salvado a unos viajeros
del asalto de unos bandoleros. En esa acción, de la que estaba
particularmente orgulloso, había ganado gloria y a Florisbelo. Uno
de los peregrinos, que resultaron ser comerciantes acomodados,
perdió la vida en la acción. Ese precisamente era el amo de Florisbelo,
quien perdió a su protector pero salvó su propio pellejo, y admirado y
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agradecido a un tiempo se había pasado con muías y equipaje a servir
a don Alvaro, convirtiéndose desde entonces en su escudero y amigo.
De lo obtenido de la venta de las muías y el equipaje del comerciante
habían vivido un buen tiempo. Suspiró, ¡aquella había sido una buena
época!, no como ahora que se avergonzaba ante Elvira de sus obvias
penurias económicas.
XI. Donde se cuenta como las cosas se pusieron
aún más difíciles
Los días pasaban monótonos, entre los suspiros del caballero,
las cada vez más esporádicas “escapadas” de Elvira y las protestas de
Florisbelo que cada día debía ocuparse de proveer ante la inanidad de
su amo.
Una tarde, al abandonar la casa para ir a ocuparse de las
cabalgaduras de ambos, que vegetaban en un perdido corral de las
afueras, Florisbelo se topó con una pareja que venía resueltamente
hacia él y lo interpeló:
- ¡Oye tú!- dijo el hombre-, ¿eres el criado de esa persona que se hace
llamar Caballero de Lanz, no es así? ¡No te molestes en negarlo, que te
hemos visto con él!
- Bueno, eso según- respondió Florisbelo, levantando la voz para
ser oído de su amo-, en todo caso sería su escudero, que criado no lo fui
de nadie en la vida... y lo sería si me pagara la soldada que me debe, y
como no es así no soy de nadie y ya me voy a mis ocupaciones, con vuestro
permiso...
- ¡Pues no te irás de aquí si antes no comparece tu amo, o lo que sea,
reclamamos de inmediato su presencia!- quien tomó aquí la palabra fue
la mujer, desgreñada y gritona, cerrándole el paso.
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- Pues no será posible, porque el caballero no se encuentra en casa,
ha ido a un lugar donde debe cobrar una importante suma, y no volverá
hasta tres o cuatro días, cuando menos, así que debéis tener paciencia.
- ¡Paciencia hemos tenido y de sobra, que aún no hemos visto un real
y ya va para un mes que ha entrado ala casa!
-¡Y a mi me debe el alquiler de los muebles!- acotó la mujer.
- Señores, mi amo es hombre honorable, y encontraréis que es
grande su agradecimiento. A su regreso os pagará un real sobre otro, y
con intereses, os lo aseguro, quejamás ha dejado de pagar sus deudas y de
satisfacer a gente honorable, como vosotros.
- ¡Pues más vale que pague, sino de aquí a tres días vendremos con
el alguacil y tomaremos cuenta de la casa y nos quedaremos con todo lo
que encontremos en ella y encomendaremos a él y a vos a la justicia y lo
que no se cobre en dineros se cobrará de vuestro cuero, que aquí no valen
títulos que nadie conoce!
Se quedó clavado Florisbelo mirando a la pareja que reclamando
a voces y con grandes ademanes se alejaba por la callejuela rumbo a
la plaza. Y como los males no vienen solos, de repente, saliendo de
la nada, dos hombres corpulentos lo empujaron dentro de la casa y
entraron cerrando tras de sí.
* ¿Qp¿ ocurre? ¡Ayuda que me atropellan!- alcanzó a gritar
Florisbelo antes que uno de los hombres lo apretara contra la pared y
le pusiera una espada en el cuello.
- ¡Cállate, gañán, que te rebaño el cuello, y no vengas con que tu
amo no está que hace horas que esperamos y nadie lo vio salir! ¿Donde
está?
- ¡No sé, no sé, os llevaré a recorrer la casa si queréis, acá no hay
donde ocultarse, pero no me hagáis daño, que sólo soy un servidor, no sé
que cuenta tenéis con el caballero, pero yo soy inocente!- y gritaba esto a
voz en cuello para ser oído de su amo.
- ¡Está bueno, pero ve delante y no hagas nada que no lo cuentas!
A todo esto don Alvaro había permanecido en su puesto de
observación en lo alto de la escalera. Su primera reacción fue acudir
70
en ayuda de su escudero, pero cuando llevó la mano al costado echó
en cuenta la falta de la espada y se quedó maldiciendo interiormente
a su suerte y a Trotaconventos, y comenzó a buscar desesperadamente
con la vista algo con que armarse, pero fue inútil, tan desnuda estaba
la casa, y ya no tuvo tiempo para más, los esbirros subían la escalera
llevando del cuello a Florisbelo que estaba tan pálido del susto que
brillaba en la penumbra. Cuando llegaron arriba uno de ellos atontó
a Florisbelo con un golpe de empuñadura en la cabeza y se lanzaron a
recorrer la casa cada uno por su lado, espada en mano.
- ¡Esta casa es peor que una cárcel, ni muebles ni perchas, ni
candelabros, como puede este vagabundo meterse con una dama de
alcurnia 1 .- dijo uno.
- ¡Calla, que no es asunto nuestro, y te come la envidia, que yo he
visto como miras a la dama esa, que te la comes con los ojos!
- ¡Que no te metas tú en la mía, que yo miro a quien me da lagaña,
y no necesito de dama alguna que muy bien me arreglo con la mora
Moriana!
- ¡Sí, sí, tú y unos cuantos más, y ya calla y aguza la vista que en esta
penumbra puede estar escondido en cualquier lado, de tan cobarde que es
el tal señor de Lanz, que a todos esos caballeritos, les daría yo por el culo,
que es lo que les gusta, ja, ja, ja!
-¡Ya ti también, a lo que parece, jo, jo, jo!- rió el otro que había
quedado picado.
- ¡Oxte puto, que se te ha torcido la boca, y te la arreglo de un
planazo!
- ¡Que no faltará la oportunidá, pero ahora a lo que vinimos, mira
bien y cierra el pico, que no se escape el caballerito, que debe estar bien
escondió, como le gusta a él y a los de su clase! - y diciendo estas cosas
desparramaron y despanzurraron alevosamente las escasas pertenencias
del caballero y su escudero- ¿Y así vive un caballero? ¡Pues a mí déjame
en lo llano, que mejor vivo yo que éste!
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- ¡Aaahhh, que jedentina tan repunante sale de este cuarto, que
parece que aquí crían cerdos!- dijo el que se había asomado a los altos,
esforzó la vista en la penumbra y luego retrocedió, asqueado.
- ¿Has mirado bien?, ¡buen rezongo nos hemos de llevar si se nos
escapa!
- ¡Que no está, te digo, ya lo encontraremos otra vez, que las moscas
vuelven a la torta hasta que les arreas un buen trapazo!
- ¿Qué hacemos con el criado, que está como muerto ?
- ¡Pues ganas me vienen de darle al escudero la cuchillada que
prometimos al amo, para no hacer el viaje de balde!
Temblaba Florisbelo al escuchar estas palabras, pero mantuvo la
inmovilidad mientras uno de los sujetos lo movía con el pie. Un hilo
de sangre le corría por la sien abajo. Lo pinchó con la espadilla en la
espalda ante lo cual el escudero sobresaltado no puedo reprimir un
quejido.
- ¡Pues mira que rápido resucitó este muerto!
- ¡Bah, déjalo, que entre elgolpecito y el susto ya está más muerto
que vivo! ¡Oye, palurdo, dile a tu caballerito que no se arrime nunca más
a la dama de marras o le alegraremos la vida con una sonrisa de oreja
a oreja, si no termina con unas cuantas puñaladas tirado en cualquier
arroyo!
• ¡Y más vale que se pierdan de una vez, que ya nadie los quiere por
estos rumbos! ¡Váyanse mientras pueden, que de aquí a un par de días
volveremos y no habrá lugar en Hita dónde puedan esconderse!
El esbirro completó el efecto pasando la espada ante los ojos
aterrados de Florisbelo. Luego, satisfechos, riendo y comentando
alegremente el éxito de su algarada salieron por la calle abajo sin volver
la vista, erguidos, orgullosos y con grandes aspavientos.
- ¡Señor, señor, dónde estás!- preguntaba Florisbelo mientras
subía medio atontado la escalera. En eso vio emerger de las sombras a
don Alvaro.- ¿Estás vivo, me alegro, pero, donde estabas mientras a mi
me picaban como a un fiambre?
72
-¿Y qué podía yo hacer si estoy desarmado? Estaba atento a lo que
ocurría, ¡si tu vida hubiera corrido peligro habría corrido a ayudarte con
mi puños, si no encontrara otra cosa!
- ¡Sí, claro!, en fin... me alegro que estés entero,¡pero hueles y no a
rosas!
- ¡A ti te lo debo, que no hay fuerza ni amenaza capaz de convencerte
deque limpies el común !Aunque esta vez creo que debo la vida a tu descuido
y holgazanería, los secuaces de don Ximeno retrocedieron mientras yo me
sumergía bajo un poyo, en el rincón más oscuro y maloliente...
- Je, je, je...- comenzó a reír por lo bajo Florisbelo, solapadamente,
hasta que no pudo reprimir la risa y ja, ja, ja, franca, sonora,
confianzuda- \disculpa señor, es difícil no reír, nos hemos salvado de una
buena, y todo gracias a esas extrañas charreteras que luces en la casaca!- y
jua, jua, jua, la carcajada incontenible, y el caballero que no podía evitar
reír también, aunque ya medio picado, y "¡basta insolente, antes que te
estropéelos belfos así aprendes mejora burlarte de tu amo!” y el escudero
“ perdón, que son los nervios”, y que sería mejor que se quitara la ropa
que se la iba a lavar porque no le habían dejado camisa sana y tendría
que esperar a que secara la que tenía puesta.
Un rato después refunfuñaba todavía el caballero envuelto en
una manta hecha jirones, mientras su criado con la cabeza vendada
trajinaba con su ropa en la pila del patio, la cual revolvía mientras iba
echando lejía y agua caliente.
- Amo, las cosas se están poniendo difíciles por aquí. Creo que es
mejor ir levantando el campamento antes que nos caiga la desgracia...
- ¿Desgracia, desgracia dices, cuando he alcanzado la mayor fortuna
que un hombre puede alcanzar?
- Entiendo las cosas del corazón, señor, que yo también las he
sufrido, pero has contraído deudas que no puedes pagar, y nos siguen los
esbirros de don Ximeno y las habladurías de la gente, que sois comidilla en
todos lugares donde se reúnen dueñas a desollar cristianos, y la conversa
pronto llegará a oídos de la justicia, ¿cuánto crees que demorará la Santa
Hermandad en venir por nosotros en defensa de las buenas costumbres
73
y la moral de estas hipócritas gentes? Y eso sin contar las leyes, que hay
edictos contra los vagabundos y la gente sin trabajo y sin vasallo...
- ¡Vagabundo yo, un hijodalgo que me gané mis blasones en el
campo de batalla, caballero de la Orden del Temple...
- ¡No lo digas en voz alta, que los caballeros que decís no son bien
vistos hoy en día!
-... y señor de Lanz por mi padre!
- ¿Que no eras segundón ?
-¡Yya verán esos malditos de que es capaz un £4¿¿//m>/-y olvidando
su desnudez se puso de pie y llevó la mano al costado, sólo para caer
una vez más en la cuenta cuán inerme y desarmado se encontraba.
- ¡Más poder tiene hoy el dinero, señor, que los tiempos están
cambiando, y no estará mal advertirlo! Además no es ante mí que tienes
que defenderte y justificarte, pronto volverán los asesinos, y también
vendrá la justicia, y quien sabe que más, ¡por nuestra vida, debemos hacer
algo, y rápido!
- ¡Bien, ya calla y déjamepensar, que no estamos en las carnestolendas
para que te creas con derecho a decirme cualquier dislate, como hacían los
criados romanos con sus amos! ¡Saldremos de ésta, como de otras, como
que me llamo Alvaro de Lanz!
Y allí se quedó el caballero, cabizbajo, pensativo. Entendía las
razones de su escudero, pero una fuerza poderosa lo retenía en Hita, y
al mismo tiempo no consideraba digno que un verdadero hombre de
armas se viera en aquellos predicamentos.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento.
Arrimó un ojo Florisbelo a la mirilla y dijo que era la vieja.
- ¡Abre, abre- gritó desde el piso de arriba el caballero- sin duda
trae noticias de mi amada! ¡Pasad, pasad gloriosa señora mía, vuestras
palabras son bálsamo para mis heridas, que más duelen las del alma que
las del cuerpo!
Le miró con sorna Trotaconventos, a quien como se ha dicho le
resbalaban las palabras y fue directo a los hechos.
74
- Alguien que os quiere bien y se preocupa por vos, al tanto de
algunos hechos, me encargó que os entregara esto... - dijo, y sacó de entre
sus ropas un largo objeto envuelto en tela que alcanzó al caballero.
Lo desenvolvió éste presurosamente y allí estaba la espada prendada.
La asió con fervor y le dio de besos, olvidando al punto la manta que
cubría sus desnudeces, la que cayó a sus pies exponiéndolo al natural
a los ojos de la tercera, quien lejos de desviar la mirada o afectar falso
pudor soltó una carcajada al tiempo que lo miraba descaradamente.
-¡Señora, que no conviene a vuestro decoro y al mío...!- alcanzó a
decir don Alvaro mientras trataba de recuperar la manta sin abandonar
la espada.
- ¡Descuida caballero, que os puedo asegurar que ya lo he visto todo
en este mundo!- contestó ésta- Y a veo por qué doña Elvira está tan
prendada de vos, esbelto cuerpo el que tienes, y bien proporcionado, ja,
ja, tiempo hace que no veía uno tan joven y gallardo, que a mis años poco
puedo esperar. ..pero en mis añosjóvenes, ah, solía enloquecer a los mozos,
que yo era su tema donde quiera que iba, y muchas fiebres de mayo he
provocado, de esas que solo se curan con mucha cama!- y reía a carcajadas,
muy a su gusto con la situación que enrojecía a don Alvaro y provocaba
también la risa de Florisbelo, quien le decía que no se acongojara, que
no era Trotaconventos mujer melindrosa, y que había regenteado el
mejor prostíbulo del que se tuviera noticias en Hita, y que dondequiera
que iba se la conocía y reconocía, si bien todos disimulaban.
- \Es más- dijo Trotaconventos ya lanzada-, si entre cien mujeres
voy y alguien grita “¡Puta vieja!" alegre doy vuelta la caray respondo que
por tal me tengo y me mantengo!
- Me doy por enterado- dijo el caballero, ya recompuesto y
cubierto a medias-, ¿y cómo podré pagaros por este bien que me haces al
devolverme mi espada ?
- Ya está pago, caballero, que si esperara por vos... me manda doña
Elvira, quien no desea que te veas desarmado e indefenso ante vuestros
enemigos, que creedme son muchos y poderosos, al menos aquí en Hita.
75
Ella me ha pagado vuestra deuda, y con generosidad, tanto que aún
queda un saldo a vuestrofavor...
- ¿Doña Elvira me la envía? ¡Oh, Dios, me siento humillado, no
sé si aceptarla!
- Mejor aceptas, no es la primera vez que cubre vuestros gastos...
- ¿Qué dices, deslenguada, insinúas que ella me ha estado
manteniendo?
-¿Vas a esgrimir tu espada contra una mujer, y anciana por
añadidura? Sólo os digo la verdad. ¿Acaso pensabas que con un par de
anillos y una cadena demediada ibas a pagar los banquetes que os habéis
dado y los trabajos que me he tomado? ¿De donde crees que sale el pienso
y el alojamiento de tu caballo?; y ahora mismo me ha mandado saldar
la cuenta con tus caseros. Y por favor ten la manta en alto, reserva el
espectáculo para alguien másjoven y que pueda disfrutarlo...
- ¡ Tiene razón Florisbelo, esta situación debe terminar, no soy digno
de ella! Pero, ¿quépuedo hacer?
- Por lo pronto quiere que os lleve a su presencia... -acotó
Trotaconventos.
-¿Cuándo?
- Hoy mismo. Su tutor se ha ido a sus negocios y no volverá hasta
mañana. Pero debes andar con cuidado, ha dejado a dos de sus hombres
vigilando la casa, creo que son los mismos que os han hecho andar por los
altos...
- ¡Ah, miserables, que con mi espada nada tengo que temer de ellos
ni de nadie!
- Retened vuestro ímpetu que sólo vas a empeorar las cosas. Ella
saldrá sin ser vista alpatio defrutales y yo os llevaré a su presencia por una
puerta lateral enrejada y disimulada entre las enredaderas de la tapia.
No es posible que te encuentres con ella como quisieras porque la llave sólo
la tiene don Ximenoy no se la cede a nadie, pero podrás hablarle, creo que
tiene cosas importantes que decirte.
- ¡ Ya mismo, llévame a ella!
76
En cuanto dijo esto cayó en la cuenta nuevamente de su
desnudez actual. Su ropa estaba aún empapada, y los esbirros de don
Ximeno no le habían dejado prenda sana, creyó que la desesperación
lo enloquecería, ¡hasta las cosas más pequeñas se volvían en su contra!
- ¡Tranquilo, que debemos esperar que anochezca! Aún tienes una
hora. Yo os conseguiré alguna ropa, aunque no será de caballero...
- ¡Importa poco, que ardo en deseos de verla nuevamente! ¡Esta
misma noche se definirá nuestro futuro!
- Así sea. Parto, y regreso en una hora con lo prometido.
XII. Donde se cuenta como todas las cosas
humanas tienen su principio y su fin
- ¡Amada mía, ya desesperaba por volver a verte, el mundo entero se
ha puesto en contra nuestra!
- Ya lo creo, están las cosas más difíciles de lo que crees. Veo que te
has disfrazado convenientemente.
Hizo un gesto de resignación don Alvaro, quién no se había
disfrazado voluntariamente, aunque se sentía ridículo en las ropas
que le había conseguido Trotaconventos: unas calzas verdes muy
ajustadas, que según le comentara con buen humor Florisbelo
“resaltaban su hombría”, unos tamangos de campesino, un jubón
gastado y un sombrero, “gascón” le había dicho la vieja, que se le
atornillaba extrañamente en la cabeza. Las manos unidas a través de
la reja suspiraban los enamorados, aunque él creyó ver en sus ojos una
chispa burlona, una risa interior, que lo escocieron un poco, aunque lo
atribuyó a su descoordinada vestimenta.
- ¡Debes partir!- continuó Elvira- ¡Tu vida corre peligro si
permaneces en Hita!
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- ¡No partiré sin vos, aunque tenga que matar al mismísimo
Ximeno Ximénez!
- ¡No harás tal, que me dejarás desvalida, sin protección y sin
hacienda! ¡Además don Ximeno tiene amigos poderosos, el alcalde y el
Comendador lo apoyan y le han dado carta blanca para que haga con vos
lo que quisiere!
- ¿ Cómo sin hacienda, no administra él lo que te pertenece ?
- ¡Pues lo que me pertenece es nada! ¡Mis padres no me dejaron
un mísero sueldo, solo deudas y una tierra sin ningún valor de tan
abandonada que estaba! ¡Me aguardaba el convento, en el mejor de los
casos!
- ¡Huid entonces conmigo, nos iremos lejos y nos casaremos en
secreto!
Esto dijo don Alvaro mirándola fijamente, con expresión
enajenada, dispuesto a todo. Lucía ella hermosa como nunca, su
blanco rostro enmarcado en aquella negrísima cabellera que tanto le
gustaba, resplandecía como una luna en la noche oscura. Pero una risa
breve, casi sarcástica le contuvo, le sobresaltó, le devolvió a la realidad,
más allá de todos sus sueños.
- ¿Por qué razón señora mía os reís, acaso os parecen graciosos mis
sentimientos.,, ?
- Es que terminas de hacerme la propuesta más disparatada que ha
hecho hombre alguno... ¿cuán lejos crees que llegaríamos con los hombres
del Comendador y los de don Ximeno tras de nuestros pasos? Además,
sois un caballero sin fortuna y sin feudo, ¿te imaginas cargando conmigo
sin recursos, escondidos, perseguidos, con la vida pendiendo de un hilo, a
lo Tristán e Isolda?
- ¡Os ofrezco a cambio un amor que no conocerá pausas ni treguas!
- Ah, eso no lo dudo, que me has dado abundantes pruebas... pero
recapacita, no es vida para mí, y para vos pronto sería una carga, un
peso muerto que llevarías como una condena por la vida... ¡llegarías a
odiarme!
- ¡Mi amor es eterno, nada podrá cambiarlo ni amatarlo!
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- ¡Ah señor caballero, que poco conoces la naturaleza humana!
Mira, seré honesta con vos: os amo, pero mi lugar está aquí, en esta casa,
en estas tierras. Me casaré con don Ximeno, yo no tengo más pariente que
él, y él no tiene más parientes que yo. ¡ Un día todo cuánto posee será mío!
Ese día seré libre, y rica, y si aún me amáis...
- ¡Muy largo me lo prometéis!
- Es cuánto puedo por ahora...
- Pero... ¿y vuestra vida no vale nada acaso, no viviréis con terror de
que ese villano sepa quefuiste mía antes que suya?
- ¿Correrpeligro mi vida? ¡Oh no, nada de eso, don Ximeno me
ama más que a su vida! ¡Lo hubieras visto anoche mismo, se arrastró a
mis pies ofreciéndome el oro y el moro para arrancarme una promesa! En
fin, que le di palabra de matrimonio a cambio de que olvidara el pasado
y os permitiera partir, pero debes hacerlo cuánto antes, no estoy segura
de que cumpla, os odia demasiado, debes entenderlo, ¡has disfrutado de
balde lo que a él le cuesta su honor y su hacienda!
- Señora, ¿cómo puedes hablarme así? ¡Si hasta parece que desearas
mi partida! Y mi vida se queda con vos...
Sus ojos debían engañarlo, le pareció advertir un mohín en su
rostro, como un gesto de fastidio.
- ¡Debo irme -dijo-, la dueña que me acompaña es quien nos
ha vendido! Está trajinando en la cocina, pero en cualquier momento
extrañará mi ausencia y saldrá a buscarme. ¡Adiós caballero mío, don
Alvaro, no me olvides!
Se arrancó de sus manos, lo miró fugaz pero intensamente,
después hizo un último gesto de despedida, se volvió y corrió hacia la
casa. Esas fueron las imágenes que don Alvaro guardó en sus retinas
para siempre: aquella última mirada: profunda, amorosa, irónica,
indescifrable, luego su ondulante cabellera negra, su vestido rojo como
una flama entre los árboles.
Entendió que ya nada tenía que hacer allí y desprendiéndose de la
reja emprendió cabizbajo el camino de regreso.
- ¿Dónde iremos ahora, mi fiel Florisbelo ?
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- Me he tomado la libertad dejuntar las pocas cosas que nos quedan,
vuestra lanza y vuestro armadura las recuperé de casa del Arcipreste y
las dejé donde nuestra cabalgaduras, debemos hacernos cuanto antes al
camino, ¡hasta las piedras queman en Hita!
- Fuerza es hacerlo, pero antes debo pasar por casa del Arcipreste,
que es de hombres de bien ser agradecidos...
- Ya es de noche, creo que podremos llegar sin ser vistos, para ello
debemos movemos con sigilo y convenientemente embozados.
- ¡Ah, es absurdo que yo, caballero de los caminos de Santiago,
miembro de la orden del Temple, señor de Lanz, defensor de humildes y
afligidos, siervo confeso de Amor, deba emprender el incierto camino bajo
amenaza, desairado, a escondidas, como un villano cualquiera!
- Pues el camino y el tiempo curan las heridas, que habrá otras villas
y castillos donde caballerosjóvenes y de buen parecer, como vos, sean bien
recibidos, y lejos del peligro de las batallas podrás medrar en torneos y
en placenteros ejercicios de salón, donde los caballeros son premiados por
hermosas damas. Entiendo que algo del arte poético has aprendido con el
Arcipreste en las horas lentas de la huerta...
- No lo suficiente para lucirme entre trovadores de verdad.
- No olvides que fui comediante y domino las artes musicales,
practicaremos por el camino y ya verás que en algún tiempo serás uno de
ellos, ¡y con vuestrajuventud y apariencia harás el resto!
- No te creo, pero al menos eso hará más corto el camino, amenizará
las nochesjunto alfuego...
- ¡Así se habla! ¡ Y si queremos que sea cierto, debemos partir lo antes
posible!
- Antes vamos a casa del Arcipreste. Creo que esta noche voy a
embriagarme y mañana partiremos temprano, antes del amanecer.
80
XIII. Última noche en Hita
Ya reunidos con el Arcipreste, preguntaba éste ansiosamente
si alguien los había visto llegar. Las cosas no le iban nada bien.
Persecuciones del Arzobispo que le recriminaba insistentemente
por lo que llamaba “su desarreglada vida de seglar”. Nubarrones de
intolerancia y prejuicio se aproximaban. Para empeorar las cosas
el “mal de Ñipóles”, la peste negra, llegada del Oriente, se extendía
por Europa, y no pocos acusaban a la corrupción reinante en la
Iglesia como causante de la misma; era el castigo que se merecían
por haber convertido el sacerdocio en un ejercicio de prevaricación
y lujuria. Monjes enajenados como los que ellos mismos habían visto
antes, resentidos y vengativos recorrían los caminos con su corte de
seguidores, acusando a unos y otros de herejía, brujería, simonía,
sodomía, y ¡cuidado aquél sobre el cual depositaran su mirada y su ira,
casi seguramente terminaría en la hoguera! El populacho embravecido
buscaba culpables por cualquier lado, cualquier ordalía servía para
prevenir males mayores.
- ¡Deben partir mientras pueden- les dijo- antes que les alcancen
persecuciones mayores! ¡Aunque no es fácil escapar, la peste, como los
tártaros en otros tiempos, nos cerca por todas partes!
- Lo entiendo- respondió don Alvaro-, partiremos antes del
amanecer, he venido a despedirme de vos, y a compartir una última copa
de vino. Sijuera por mí permanecería para siempre en Hita sin importar
el riesgo, pero mi amada quiere que parta, y no es de caballero desoír su
voluntad y mandato... ¡quizás el destino nos vuelva a unir!
- No contaría con eso- dijo el Arcipreste-, la experiencia me dice lo
contrario: fugit irreparabilis tempus".
Sirvió abundante vino, luego tomó su laúd y entonó, tristemente:
i
u La salud y la vida muy pronto se van,
En un punto se pierden y ya no volverán;
81
Mirad, que no sabéis si mañana estarán
Aquellos que os aman, o si por vos llorarán "
Vete sin mirar atrás, “Carpe diem”, como dijo el poeta latino,
*'atrapa el día". Si no veme aquí, entre el Arzobispo y la peste presiento
que mis días están contados, pero poco importa, no desandaré mis pasos,
cada momento valió la pena...
Rasgó el instrumento y volvió a cantar:
*Pobre de mí, ¿escaparé? Miedo tengo de ser muerto,
A todas partes miro y no puedo hallar puerto;
Toda mi esperanza es ahora desconcierto:
Sólo puede salvarme quien me trae penado y yerto "
El arzobispo me condena, Amor me abandona, la muerte me cerca.
En estas coplas, como Ovidio, cifro todas mis esperanzas de salvación y mi
gloriafutura.
Era notorio el abatimiento del Arcipreste.
- ¿ Tan mal están las cosas?
- Aún peores, que a vos nada os ata, pero yo tengo aquí mis raíces,
todo cuanto poseo... ¡parte, parte tú que puedes y no mires hacia atrás!
- Pero... ¿cómo podré olvidar este amor, como podré entregar
resignadamente a mi amada a los brazos de ese hombre mucho mayor
que ella, de ese abusador y pervertido?
- Mira caballero, hora es que dejes caer la venda de Amor, no es tan
malo don Ximeno, tiene suspecadillos, claro, pero el mayor es amar tanto
a esa muchacha tan avisada e ingeniosa, que lo lleva y lo trae como a toro
de las narices, que ella hace con él lo que quiere, por ella pena y muere
cada día, por sus andanzas y sus engaños, y todo lo perdona a cuenta
82
Op.cit. vs. S32-S3S.
Op. cit. vs. S36-S39.
de la promesa de un matrimonio que convenientemente estira ella para
mantenerlo sojuzgado.
- ¿Que no es ella mujer pura y tierna de corazón me dices?, ¡pues yo
la tuve virgen, y maldito sea y conmigo se bata a muerte quien afirme lo
contrario!
- ¡ Tranquib, señor caballero, que soy hombre de Dios, y enemigo de
peleas yjuramentos! Pues mira, no hay daño que no se repare ni roto que
no pueda coser Trotaconventos... - y rió tras estas palabras recuperando
momentáneamente el buen humor. Las mismas resultaron en cambio
misteriosas para don Alvaro quien afortunadamente para el Arcipreste
no las asoció con las que éste le había dicho tiempo atrás: "cientos de
virgos ha hecho y deshecho en esta ciudad”, pero de todas formas tenía
una expresión de furia que le oscurecía el rostro.
- ¡Calma, señores, calma!- interrumpió oportunamente
Florisbelo- ¡son bromas del
Arcipreste, don Alvaro, y debes aceptarlas y reír de ellas, que no
hay hombre que haya perdido la cabeza por una mujer que no las haya
sufrido y soportado! El Arcipreste es nuestro amigo, y el único que tenemos
por estas tierras...
- No lo he olvidado- dijo el caballero-, pronto partiré, no quiero
causaros más problemas, ni a vos ni a ella, pero la altura y perfección de
mi dama...
Unos golpes en la puerta posterior de la sacristía interrumpieron
esta disquisición.
- Señor Arcipreste, que soy yo, Lázaro, tengo algo importante que
deciros...- dijo una voz que pretendía ser discreta.
- Es mi pregonero, Lázaro, no temas, es de confianza y me presta
importantes servicios.
- Él y su mujer también- le dijo por lo bajo Florisbelo a su amo
cuando el sacerdote acudía a la puerta.
- Calla, que no es de hombres agradecidos murmurar de sus
benefactores.
- ¿Y no eras vos el que hace un momento casi lo toma por el cuello?
83
Se encogió de Hombros el caballero en el momento en que el
Arcipreste introducía a una persona en la habitación.
- Éste es Lázaro, mi servidor, mis oídos y mis ojos. Escucha lo que
tiene para decirte.
Era éste aquel hombrecillo que nuestro caballero había
conocido el mismo día que vio por primera vez a doña Elvira. Vestía
modestamente, a la manera de los siervos, con calzas cortas y camisa
parda, no demasiado limpias. Les sonrió a manera de saludo y mostró
la falta de varios dientes y cicatrices antiguas en torno a la boca y en las
mejillas.
- Tengo entendido que estás enemistado con don Ximeno Ximénez,
por razones que ambos sabemos, pues bien, si es así vuestra vida está en
serio peligro, como que dos de sus hombres, los más rudos, os esperan en la
esquina, escondidos bajo un portal. Es gente de la Corte de los Milagros,
que ahora medra bajo su protección y tienen campo abierto para sus
atropellos, esquilando campesinos...
- Esquilmando querrás decir - corrigió Florisbelo.
-... bueno, eso- continuó el siervo-, apretando viudas y huérfanos
hasta dejarlos sin recurso alguno, y dando rienda suelta a todos sus vicios
y mala entraña...
- Por favor, termina lo que vienes a decir- le interrumpió el
Arcipreste-, y deja el resto para otra oportunidad.
-... es que si me interrumpís todo el tiempo... bueno, que los escuché
hablar en la taberna, oí que mencionaron al Arcipreste y me pareció que
algo sucio maginaban, así que los seguí hasta aquí y vi que se apostaban
en la esquina mirando hacia esta casa, entonces entré a la mía y por los
fondos, que están comunicados con la sacristía para que mi mujer y yo
mejor podamos servir al amo me vine a poneros sobre aviso...
- ¿Estás seguro Me apremió el Arcipreste- me parece que llevas
algunas copas de más...
- El vino es mi compañero desde muy niño, nunca me engaña si
yo no quiero, y os puedo asegurar que oí muy bien vuestro nombre, y
estaban de muy mal humor porque hacefrío y quieren volver a la taberna
84
y aseguran que esta vez no se escapará no sé que caballero de pacotilla.
Eso decían entre trago y trago mientras prometían tantas y cuántas
puñaladas y otras maldades relacionadas con una parte del cuerpo que
siempre paga las culpas del resto ...
-Es a mí a quien buscan, no hay duda.
- Así es señor,- respondió Lázaro-^ os aconsejo que abandones la
ciudad cuánto antes.
-¡Tú también ! ¿ Ypor qué debería hacerlo, si no he cometido crimen
alguno?
- Perdonadme la franqueza, caballero, pero vuestro asunto con
doña Elvira anda en todos los corrillos de la ciudad, ya se cantan coplas.
¿Quieres oír una?- y sin esperar respuesta entonó con su voz ronca de
pregonero:
“Muy contento el caballero
Sube y baja la ventana
De un dama muy guardada
Que no le niega nada
k
Crecen cuernos a su tutor
Mientras ella se refocila
Con su caballero pobre
Gran señor de las pocilgas ”
- ¡Basta, es suficiente picaro, si no quieres perder los pocos dientes
que te quedan!
- ¡Don Alvaro, no castigues al mensajero! -intervino el Arcipreste-
¡Asísonen Castilla las cosas del honor! ¡Voxpópuli, voxDei, portudecoro
y el de la dama es mejor que dejes el campo, ésta es una batalla que no
puedes ganar, sólo puedes terminar muerto y agregar más maledicencia
al nombre de tu querida!-
- ¡Cuánta insolencia, cuanta maldad y envidia; nos iremos esta
misma noche, ya lo había decidido, pero antes debo saldar una cuenta!
85
¡Así que señor de las pocilgas, eh, ahora verán quien es el caballero de
Lanzl- y diciendo estas palabras airadamente desenvainó la espada con
gran sobresalto del Arcipreste y de Lázaro. Al advertirlo don Alvaro
los tranquilizó- ¡Que no es con vosotros la cosa, sino con esos esbirros
que me aguardan emboscados! ¡Florisbelo, sal sin ser visto, ve por mi
cabalgadura y la tuya, cárgalas y encuéntrame en el corral que está a la
vuelta de esta calle!
Esta vez su tono imperioso no admitía réplica, bien lo sabía su
criado. Se volvió hacia el Arcipreste.
- Don Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, fue un placer conoceros, os
deboy me debéis, demos nuestras cuentas por saldadas. Quizás volvamos
a encontrarnos...
- No lo creo, caballero. Se acercan tiempos terribles, para Hita y
para mí- su voz adquirió un dejo plañidero, el caballero advirtió en
su rostro y su gesto una infinita pesadumbre y malos presentimientos
- ¡Vamos, si vos siempre tan alegre y animoso os dejáis abatir de esa
manera, pensad en mí, que ahora me voy a la aventura, dejando aquí
mi único bien, el más preciado, y me voy sin nada, sin amor, sin patria,
sin señor y sin soldada, sólo me aguardan el camino y quien sabe cuántas
penurias hasta encontrar un lugar en el mundo para mí, si es que existe!-
las palabras brotaron torrentosas, cálidas, como una expiación de la
boca del caballero.
- Pues te llevas más de lo que a mí me dejas... pero aguarda un
momento, tengo algo para ti...- buscó en un cajón y extrajo una bolsa
que agitó a los ojos de don Alvaro haciéndola tintinear.
- ¿Y que tiene que ver esa bolsa conmigo?
- Son unos dineros que os envía doña Elvira, mujer generosa como
pocas, lo hace porque os quiere bien y desea...
Retrocedió espantado el caballero poniendo los ojos en alto y
una mano en el pecho, y agitó la otra rechazando enérgicamente el
ofrecimiento.
- ¿Qué es esto, acaso soy un don nadie o un rufián para aceptar
dinero de una mujer a la que he amado?¿Quésignifica ésta bolsa, es una
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limosna, un pago por mis servicios... o algo aún peor?- y en éste punto la
voz se le quebró en un sollozo.
* (Peor?- preguntó el Arcipreste.
- ¡Así es, un... soborno, para que le deje el campo libre!
- ¡Señor, don Alvaro, no lo tomes así! La dama sólo quiere vuestro
bien, considéralo un préstamo, lo devolverás sin duda cuando la Fortuna
toque tu puerta, lo que ocurrirá más temprano o más tarde, ¡estoy seguro!
-¿Quépuerta tocará Fortuna, si no tengo ninguna ? - respondió el
caballero entre gemidos, y luego recomponiéndose- No puedo aceptar
la dádiva, pero venga vuestra merced acá, que deseo estrecharos en un
abrazo. Si no volvemos a vemos, quiero que sepas que os considero un
amigo y que nuestros pecados, aunque escandalicen al mundo, no me
hacen a mí un mal caballero ni a vos un mal fraile. ¡Pocos como tú saben
dar consuelo y abrigo a quienes lo necesitan, hombres o mujeres!
- Cada uno es como es- dijo el Arcipreste-^ sólo Dios sabe por qué.
- “No escudriñarás al Señor", te lo oí decir en uno de tus sermones....
- Así es verdad como fue dicho.
Se apretaron estrechamente, en silencio. Cuando se separaron el
caballero se volvió hacia Lázaro:
- Condúceme ahora por los fondos, no quiero que me vean salir de
la casa del Arcipreste.
Y el Arcipreste se quedó lamentando la triste suerte de su amigo
y la suya propia mientras don Alvaro, espada en mano, se precipitaba
tras de Lázaro.
Un momento después, por un callejón de tierra con olor a
estiércol e iluminado por una redonda luna de sangre, el caballero
salía a la calle y sigilosamente desandaba el camino hacia la sacristía. Al
llegar a la esquina se mostró de golpe tras los dos hombres arrebozados
que lo aguardaban semiocultos bajo las sombras de los saledizos.
- ¿Me buscaban? ¡Acá estoy, ahora sabrán lo que es el honor!
- ¿Qué dijo éste, el honor o el olor ?- respondió uno de aquellos
cuando se hubo recuperado de la sorpresa, empuñando su espada
ancha y corta de rufián.
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- ¿Asi que vosotros malandrines invadisteis mi casa y en mi ausencia
mancillasteis mi nombre y mi enseña? ¡Ahora veréis quien es el Caballero
de Lanz!
-¡Sabemos perfectamente quien eres, SeñordeMalolorySinblanca!-
rcspondió el otro y enarbolando sus espadas se separaron tratando
de colocarse a ambos lados del caballero. Pero en lances similares
se había visto éste, y para algo debían servirle ahora sus largas horas
de entrenamiento en el patio de su casa paterna y con los hombres
del Conde de Barcelona. Se dirigió a uno de ellos tirando un par de
golpes ampulosos para alejarlo unos pasos del otro, luego giró de golpe
parando la artera estocada que le dirigía el que había quedado a su
espalda, con el mismo movimiento su espada describió un giro y se
impulsó hacia delante hiriendo seriamente a su contrincante en mitad
del pecho. Liquidado éste se volvió hacia el otro que solo no era rival,
un par de tiros y la espada voló a la vez que el hombre se tomaba el
brazo del cual manaba un chorro de sangre y emprendía carrera calle
abajo. El caballero no quiso seguirlo.
- ¡Ahora que sabes bien quien soy que el diablo se ocupe de ti!- le
gritó, e ignorando los gemidos del herido volvió sobre sus pasos, dobló
la esquina y protegido por las sombras de un árbol se sentó en la puerta
del corral a esperar el regreso de Florisbelo. La luna sangrienta del
anochecer se iba poniendo ahora amarilla y subía lenta hacia el cénit.
Así en el ánimo del caballero la efusión de la venganza iba dejando
lugar a una sorda desesperación. Su mirada distraída, ensimismada,
advirtió entonces unas luces rojas, como de incendio, que aparecieron
sobre el horizonte y le pareció oír unas voces lastimeras que se alzaban
apenas audibles desde el fondo oscuro de la noche. “Un incendio-
pensó-, alguna vela calda habrá provocado una tragedia”.
De estas preocupaciones le sacó la llegada de Florisbelo, quién se
presentó a lomos de su muía, trayendo de la rienda al caballo de don
Alvaro, con la lanza, el escudo y la coraza colgando a un costado.
- ¡Ah, mi buen amigo, volvemos a los caminos!- dijo extendiendo su
mano para tomar la rienda. Cuando puso su pie en el estribo el caballo
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se movió de costado evitando el contacto- ¿Qué ocurre?- preguntó en
voz alta-, ¡aaah, ya entiendo, qué fácil se acostumbran hombres y bestias a
la buena vida!Pues lo siento, volvieron los tiempos difíciles...- y diciendo
esto tomó impulso y de un salto se enhorquetó sobre el lomo.
- Id haciendo camino despacio caballero, debo regresar a casa del
Arcipreste a buscar algunas cosas- le advirtió su escudero-. Espérame
porfavor en la encrucijada, y a propósito, ¿has decidido ya el camino que
vamos a tomar?
- Pues... pensé en dirigirme al país de los francos, pero dime, ¿no
te arriesgas demasiado volviendo a casa del Arcipreste? No tardarán
en ponerse tras nuestros pasos, más aún después del lance que acabo de
tener...
- Tienen algo más importante en que preocuparse, me dijo el
caballerizo que la peste ha llegado a Hita, por ahora está en las afueras,
pero muchosjuntan sus cosas y se aprestan a huir, quemando lo que dejan,
pronto los caminos estarán llenos de gente que escapa de una muerte
segura. Debemos tomarla ventaja, porque muchos llevarán la negra peste
consigo...
- Apresúrate entonces, por ese y otros motivos debemos partir antes
del amanecer. Aunque mi pensamiento vuelve hacia mi amada, con lo
que me dices no sé si deba abandonarla en este momento...
- “Allea jacta est” amo, sólo empeoraras las cosas si te quedas.
Don Ximeno es hombre de recursos, sin duda le procurará un refugio
apropiado, lejos de la ciudad, perdona, pero es más de lo que tú puedes
ofrecerle- le respondió el escudero tratando de conformarlo.
- Puede ser- refunfuño el caballero-, ¡pero recuerda que no eres mi
conciencia! Ahora ve y regresa rápido, haré camino despacio hasta que me
alcances, y ten cuidado, no quiero tener que regresar por ti.
- No señor - dijo Florisbelo y partió a escape dejando la muía
atada al palenque.
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XIV. Epílogo
Lencamente avanzó el caballero, y al contrario de lo que aconsejaba
la prudencia tomó por la calle principal con el evidente propósito de
pasar frente a la casa de Elvira. Los pasos del caballo resonaban sobre la
calzada de piedra en el silencio nocturno. Le pareció que alguna gente
abandonaba su reposo para asomarse discretamente a las persianas.
Bajo la luna redonda y amarilla el caballero andaba una vez más el
camino del destierro.
u Burgalesa e burgalesas por lasfinestras soné”, recordó. Eran unos
versos del Poema del Mío Cid que había oído recitar a un juglar una
noche lejana, en una de tantas posadas. Su destierro no prometía gloria
alguna, pero al menos su figura en la noche, la lanza enhiesta en el
ristre, el escudo embrazado, el casco empenachado sobre su cabeza y la
gran cruz atravesada en el pecho debían provocar una fuerte impresión
en las personas de pueblo, comunes, que lo veían pasar. Pensó que
recuperaba su verdadera naturaleza, se sintió como el último caballero
internándose en la noche tras un destino incierto. Cuando pasó bajo
las ventanas de Elvira le pareció advertir un ligero estremecimiento
de las cortinas, casi adivinó como tantas veces su rostro pálido
en las penumbras, deseó que se asomara, pero eso nunca ocurrió.
Seguramente desde otra ventana el propio don Ximeno lo observaba
con odio. “Sal, ven a defender lo tuyo”, deseó, pero sin sus esbirros
no era nada, no se atrevería nunca a hacerle frente. Con un gesto de
desprecio hacia el burgués se dispuso a seguir. En ese momento una
sombra blanca aleteó desde la ventana y cayó a sus pies. Con la lanza
enganchó la rama de la cual pendía una perfecta flor, y la atrajo hacia
sí. Nada revelaba la presencia de Elvira en la ventana. Los maceteros
se veían cargados de flores de todos colores. ¿Casualidad o propósito?
Lo consideró una despedida, la única posible. Gentilmente inclinó la
lanza y la cabeza en señal de acatamiento, colocó la flor entre el peto y
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la camisa y continuó su camino. Se sentía muy triste, pero digno, ¿qué
otra cosa podía hacer?
Ya en las afueras vio de más cerca el resplandor del fuego en las
últimas casas de Hita, era una zona que conocía bien. Para ese lado
estaba la casa de Trotaconventos, que había frecuentado en más de una
oportunidad. Con el humo y la quemazón se olfateaba la desgracia en
el aire. Un escalofrío le corrió por el cuerpo y apuró su caballo hacia
el punto acordado con Florisbelo. No pasó mucho tiempo antes que
sintiera el galope desacompasado de la muía y apareció su criado, quien
extrañamente ufano para las circunstancias se ubicó a su costado.
Mostró un saco que pendía de su montura.
- ¡Pan, vino, fiambres y queso, no pasaremos necesidades en el
camino!- dijo.
- ¡Pues ya vámonos- respondió el caballero- la noche está llena de
fantasmas! ¡No quiero permanecer más tiempo en esta ciudad!
Asintió su escudero y apuraron sus cabalgaduras rumbo a
Guadalajara, alejándose de los peligros pasados, al menos eso creían.
No habían avanzado un gran trecho cuando unas sombras recortadas
difusamente por la luz de la luna que avanzaban tomadas de la
mano como en una danza macabra y profiriendo ayes lastimeros se
interpusieron en su camino.
- ¡Como vos dijiste - exclamó el escudero espantado sofrenando la
muía-, son fantasmas, debemos ir por otro lado, rápido!
- ¡No somos fantasmas, aunque pronto quizás lo seremos!- dijo
una de las sombras separándose del resto- ¿Es que no me reconoces
Florisbelo ? ¡Bien que disfrutaste de mi compañía hasta hace muy poco!
- ¡Elisa, Elisa! ¿Eres tú, qué ha pasado, quiénes son estas gentes?
- La peste- contestó la mujer tristemente-, la peste nos ha expulsado
de nuestras casas, ¡ha muerto Trotaconventos, y con ella otras personas!
Entonces vinieron hombres del Comendador, nos echaron a los caminos
y prendieron fuego a todo, no pudimos sacar nada ¡el barrio entero está
ardiendo, ni los enfermos pudieron salir y se retuercen ahora en medio
i
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- ¡La peste -exclamó el caballero-, es el fin del mundo: Peste,
Hambre, Destrucción y Muerte, los Jinetes del Apocalipsis! ¡Nada
podemos hacer por esta gente, Florisbelo, vámonos ya, la Muerte va con
ellos, hasta me parece ver su guadaña!
-¡Apenas un momento don Alvaro! ¡Elisa, por el gran recuerdo que
me llevo de vos voy a entregarte una última prenda!
Y diciendo estas palabras el escudero metió una mano entre sus
ropas, sacó una bolsa y la lanzó a los pies de la mujer.
- ¡Ten, quizás esto te ayude a sobrevivir... adiós Elisa, adiós, que te
quise bien...!
Y habiendo dicho estas palabras dieron vuelta la grupa y partieron
a galope a través del campo.
Poco más adelante retomaron el camino de Guadalajara y
anduvieron un buen trecho en silencio, cavilosos, cada uno en lo
suyo. El caballero dejaba escapar algún quejido de tanto en tanto
mientras recordaba a Elvira, y lo propio hacía Florisbelo pensando en
la lujuriosa Elisa, y no era poco el temor que les infundía la peste, y
volvían la cabeza de vez en cuando como si alguien los persiguiera. La
del amanecer sería cuando oyeron correr agua entre las rocas.
-Algún arroyuelo hay por aquí cerca, amo, es mejor que busquemos
un lugar donde repostar y descansar un poco, que el cuerpo no aguanta
más- señaló Florisbelo.
- Busquemos algún bosquecillo- respondió el caballero-, aunque
sea ralo y achaparrado, que no es conveniente en estos tiempos acampar
en un lugar donde desde lejos podamos ser observados.
Asintió su criado y siguiendo el ruido del agua bajaron por una
barranca al pie de la cual las primeras luces les permitieron advertir
unos cuantos chopos, árboles típicos de la meseta castellana, de los que
suelen crecer junto a los cursos de agua.
Luego de dar de beber a las bestias las ataron bajo los árboles,
en un lugar húmedo donde crecía bastante pasto, y se dispusieron a
comer.
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- ¡Por suerte no nosfaltará comida en el camino!- dijo Florisbelo
recuperando el buen humor, mientras metía la mano en su bolsa y
extraía pan y queso.
- Ni comida, ni de lo otro... - respondió parsimoniosamente don
Alvaro mirando fija e insidiosamente a su escudero.
- ¿A qué os referís señor?
- A la bolsa que has vuelto a buscar a casa del Arcipreste, y que se me
ocurre no es otra que la que mandó doña Elvira, y no te atrevas a negarlo
porque te conozco.
-Ah, eso, pues no voy a negarlo. Iba a esperar que anduviéramos una
buena jomada para decírtelo, no fuera que me obligaras a devolverla.
¡La necesitamos don Alvaro, que bastantes privaciones hemos sufrido ya!
¿Pero, cuándo y cómo lo supiste?
- Me hizo sospechar tu intempestivo regreso, y lo confirmé cuando
le entregaste a Elisa nuestras últimas monedas. Sólo la posesión de una
cantidad mucho mayor te hubiera hecho actuar con tanta generosidad...
- Veo que vas conociendo a los hombres, en buena hora... Señor,
créeme, no te lo iba a ocultar, os estimo, y nos necesitamos mutuamente.
-Ya lo sé. Si hubieras querido robarme te hubieras ido en dirección
contraría... eres un servidor algo marrullero, pero leal, y por eso te quiero
bien. Tú manejarás esos dineros, yo no pienso tocarlos, la sola idea me
ofende...
Asintió enérgicamente Florisbelo, pero al mismo tiempo
pensaba: “¡Pero bien que comerás y dormirás a resguardo gracias a estos
dineros! ¡Caballeros, caballeros, que van a liberar el Santo Sepulcro y
terminan saqueando tierras de cristianos!”. Pero en el fondo no creía
que Don Alvaro fuera de éstos, conocía su buen natural y su corazón
gentil. Y con estas razones se quedaron dormidos.
Ya estaba el sol arriba cuando despertaron y decidieron retomar
el camino. Reconfortados de alguna manera por la comida, el descanso
y un sol tibio que calentaba los huesos y mitigaba los fríos nocturnos,
miraron el mundo de una manera nueva, como si hubieran dejado
atrás una etapa y comenzaran otra.
93
Ya en el camino Florisbelo se dirigió a su amo.
- Debo preguntarte nuevamente adonde vamos, ¿ya lo has decidido?
- Ya te lo dije, iremos hacia el sur, en la ruta del Cid Campeador,
pero no entraremos a tierra de moros, las bordearemos en dirección al
país de los francos. Esperaremos en alguna posada una caravana de
mercaderes, y luego a través de los Pirineos iremos a la región de Oc, en
la Provenza. El Arcipreste me habló de las Cortes de Amor, no parece
mal lugar, antes bien es el sueño de cualquier caballero. Fiestas galantes,
torneos, salones, ¡la buena vida Florisbelo, por fin la buena vida!
- ¡Son veinte días de viaje según me han dicho, veinte largos,
agobiantes y peligrosos días, señor!
- Los haremos sin apuro y con mucho cuidado de nuestras personas.
¡Y alégrate, como yo lo hago en este momento Florisbelo, recuerda al
Arcipreste, “vive cada día”, que son tiempos dificiles, y hay que andar con
ánimo la jomada que nos resta!
Corría el año de mil trescientos cuarenta y nueve. Mientras la
peste arrasaba Europa grandes cambios se avecinaban en España
y en el mundo. En Hita caía enfermo el Arcipreste y según noticias
de viajeros, un año después otro sacerdote ejercía su ministerio en la
Iglesia de Santa María. Y nada más se supo de él, ni de nuestro caballero
ni de doña Elvira. Por esa misma época o quizás un siglo después, ¡hace
tanto tiempo! un noble muerto en batalla llevaba en su pecho unos
versos que decían:
¿Qué se hizo el rey Don Juan?
Los Infantes de Aragón
¿quése hicieron?
¿Quéfue.de tanto galán,
quéde tanta invención
que trajeron?
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¿Fueron sino devaneos,
qué fueron sino verduras
de las eras,
lasjustas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras?
¿Quise hicieron las damas,
sus tocados y vestidos,
sus obres?
¿Quise hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amacbres?
¿Quise hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Quise hizo aquel danzar,
Aquellas ropas chapadas
Que traían?'
“'Fugit irreparibilis tempus”
Jorge Manrique “Coplas a la Muerte de su Padre”
95
LA PLAYA DE LA CALAVERA
1. Días tranquilos en Rocha
La joven parejita tironeó de lo que parecía ser la argolla de un
arcón de metal que emergía apenas entre la arena y las rocas en un
escarpado sector de la costa. No lo pudieron desenterrar ni mover, así
que se desentendieron del mismo, bajaron hacia la playa y volvieron
contemplando el azul intenso del mar, ligeramente ondeado y
aparentemente apacible, pero con corrientes profundas y traicioneras.
Las gaviotas se disputaban algún resto de pescado y sobre la franja
estrecha se solazaba al sol un grupo de lobos jóvenes, los que apenas
levantaron la cabeza para observarlos pasar.
- No hay caso- dijo el joven-, los adolescentes molestan en todas
partes... mira estos lobos jóvenes, los más viejos los echan de la colonia
de las islas, y sólo podrán volver cuando estén en condiciones de pelear
por un trozo de territorio y unas cuántas hembras...
La muchacha se rió y devolvió un guiño picaresco.
- Pues, si tú hubieras tenido que pelear por mí quizás me valorarías
un poco más...
- Yo sí te valoro, y mucho, lo que voy a pasar a demostrarte en este
instante- y un segundo después rodaban abrazados entre gritos y risas,
con escándalo de las gaviotas y la mirada sorprendida de los lobos.
El día asomaba dorado y azul. El carro pasó como pudo, trepando
y bajando entre las dunas, amenazando derrumbarse de costado,
97
hasta dejar atrás el promontorio rocoso que invadía la playa como la
empuñadura de una espada colosal hundida en el mar. Ya en la arena
su conductor aguzó la vista hasta dar con el bulto que asomaba entre
las rocas, a escasos metros del agua. Habían sido bastante exactas las
referencias que le habían dado los muchachos: tercera o cuarta punta
rocosa, en la vasta costa que se extiende entre Valizas y el Polonio, un
pequeño barranco, donde comienza la desierta y escabrosa Playa de la
Calavera.
£1 hombre descendió del carro, empuñó la pala y se puso a cavar
hasta desenterrar el objeto. No era la primera vez que salía en busca de
un albur, de algún cajón o bidón que la marea hubiera arrojado hacia la
playa, heredero remoto, casi genético de aquellos bergantes que ante el
menor indicio de naufragio salían con sus carros, munidos de cuerdas,
ganchos y todo lo necesario para rescatar los restos diseminados en
la playa. “Buitres” les llamaban algunos, pero aquellos tiempos ya
habían pasado, ahora la expectativa era mucho más modesta, y estaba
relacionada con alguna “mercadería” que los contrabandistas dejaban
semihundida en el mar, señalada por alguna boya, y que luego volvían
a recuperar cuando la situación lo hacía propicio. Arrastrados por las
corrientes o por alguna tormenta aquellos bultos derivaban a veces
hacia la playa, y constituían una módica recompensa para los habitantes
permanentes de la costa. “El Canario”, que así le decían al hombre,
un viejo y robusto trabajador de la zona, había logrado rescatar un
par de veces objetos de cierto valor, y desde entonces vivía pendiente
de la posibilidad de repetir el hallazgo, aunque una y otra vez se veía
frustrado porque los recipientes que llegaban a la playa solo contenían
arena y una mezcla de algas y moluscos que les crecían adentro y afuera,
protegidos pero a la vez condenados a derivar eternamente por los
mares.
Esta vez no pudo abrir el sólido arcón de metal, cuya herrumbre
había aherrojado totalmente su superficie, por lo que con bastante
trabajo lo alzó y depositó en el carro, cuestionándose si valdría la pena,
aunque un raro presentimiento y una inexplicable ansiedad le decían
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que no debía abandonar el empeño. Mientras regresaba a Valizas el
Canario lo miraba con una mezcla de aprehensión y codicia. ¿Sería ese
el golpe de suerte que había esperado tanto tiempo, casi resignado a
una existencia que para los demás era “pintoresca”, pero para él era más
bien mezquina y sin objetivos? Una vez había encontrado un bidón
repleto de una sustancia venenosa, posiblemente un agro tóxico, que
le había provocado un serio problema dérmico, pero estaba seguro
que éste no era el caso, la forma y la antigüedad de la caja de metal le
decían otra cosa. En estas cavilaciones llegó a su rancho ubicado junto
al arroyo, a un par de cuadras del mar, depositó el pequeño aunque
pesado arcón en la parte posterior del mismo, bajo un alero, protegido
de miradas ajenas por el parrillero y las acacias, y se sentó a mirarlo,
agotado. Luego de un rato se levantó, ingresó al rancho y volvió con un
martillo y una cuña.
2. Un cadáver en la playa
El enorme “camello”, camión con tracción en las cuatro ruedas,
de los que hacen habitualmente la travesía desde la Ruta 10 hasta
el Polonio por los arenales intransitables, se detuvo sobre la playa
desolada, cuyo altísimo oleaje barría amenazante la orilla, cavando
una profunda y peligrosa fosa que comenzaba ahí nomás, a pocos
metros de la superficie visible de la arena. Como siempre, el hedor
de los lobos muertos se apoderaba del aire en aquellos parajes. A un
centenar de metros de la playa gaviotas, gaviotines, cormoranes y
garzas se arremolinaban aprovechando la hoya mortal que el océano
cavaba y llenaba de pequeños peces y crustáceos, una mesa servida para
aquellos expertos pescadores de aguas revueltas. Una gaviota se elevó
con un sirí colgando del pico, pero el gran cangrejo azul se revolvió y
con su enorme pinza semejante al brazo de un atleta atacó el cuello de
su captora, que no tuvo más remedio que soltarlo, y cayó pesadamente
99
hundiéndose en las aguas mientras el ave se alejaba profiriendo su
agudo grito, mezcla de queja y furiosa amenaza.
El Suboficial Diago bajó del camello pensando que por una vez
la lucha por la supervivencia había favorecido al más débil. Expresó
una vez más sus disculpas y su molestia a modo de excusa por haber
tenido que desviar el vehículo de una empresa particular al no tener
la comisaría de la zona un vehículo apropiado. “Qué control bárbaro
el que tenemos de estos lugares-expresó, y ya lanzado continuó-
¿Cómo controlamos ciento cincuenta kilómetros de playas, médanos
y arenales sin la cantidad suficiente de vehículos adecuados? ¡Vamos
a poner carteles en todas las playas solicitando a los delincuentes
que tengan a bien delinquir solamente en sitios a los que tengamos
acceso!”. Satisfecha su necesidad de protestar Diago prestó atención a
lo que le señalaba su ayudante, un pozo de no más de medio metro de
profundidad en cuyo interior se encontraba el cuerpo de un hombre.
Un agente con un triciclo arenero estaba parado junto al mismo y le
contestó algunas preguntas, las pocas que podía contestar. “No tiene ahí
más de tres o cuatro días, aunque eso lo dirá mejor el forense; le decían
“el Canario”, es un trabajador rural que tiene un rancho en Valizas...”
“lo conozco- dijo Diago- todo el mundo conoce al Canario en Valizas,
me bastó verlo para saber quién es... o era”, “una lástima, un buen tipo,
muy servicial y trabajador”, “¿cómo lo encontraron, y de qué murió?”
preguntó Diago, “como en las películas, lo encontró un perro, se puso
a escarbar furiosamente, el dueño vino a ver y ahí estaba, en cuánto
a cómo murió creo que tiene un balazo en la nuca”. “Una ejecución-
pensó Diago-, era un hombre trabajador y sin complicaciones, ¿que
razón pudo haber existido para una ejecución?, si no aparece algo
concreto enseguida va a ser difícil encontrar el móvil...”
Estudió minuciosamente el cuerpo, lo dio vuelta, “acá no hay
mucho que ver, pensó, seguro estaban apurados, por eso lo enterraron
superficialmente, este es un sitio desolado pero es lugar de tránsito
para los muchachos que van caminando desde Valizas al Polonio y
viceversa”. El mismo había hecho ese trayecto varias veces cuando era
100
más joven, “dos horas subiendo y bajando médanos y rocas, y luego el
largo camino de la Playa de la Calavera” recordó con un dejo nostálgico.
- ¿Le revisaron los bolsillos”- preguntó en voz alta.
- No señor, sabemos que tenemos que esperar a la técnica.
- Muy bien, así se hace- dijo Diago mientras pensaba que si el
occiso tenía algo de dinero quizás ya habría cambiado de bolsillo, pero
eso no era importante, a menos que fuera una suma desacostumbrada,
y ese difícilmente sería el caso. Sólo encontró un peine desdentado,
llaves de candados que supuso eran del rancho del ñnado y un par
de tickets de almacén, por yerba, pilas y esas cosas. Ningún indicio
de importancia. “Habrá que ver que hizo los últimos días, con quien
estuvo... ¡esto no va a ser fácil!”.
3. Verano en Valizas
- ¿Así que usted era amigo del occiso?
- Sí, amigo de verdad, aunque nos veíamos poco, solo en las
vacaciones de verano. Era una buena persona, un criollo servicial.
Recuerdo un año que llovió mucho, usted sabe como es Valizas, se
inundó todo. Yo estaba acampando con mi compañera y un hijo
pequeño. La carpa quedó flotando, no tenía nada seco, pues bien, él
nos recibió en su rancho durante tres días, sin aceptar nada a cambio,
hasta que pude volver a instalarme... el que le hizo eso es un canalla.
- De acuerdo, era una buena persona y no parece haber razones
para lo que le pasó, pero usted estaba acampando en su terreno, dígame
si vio algo extraordinario en los últimos días, algo fuera de lo común,
cualquier cosa puede ser importante...
- Solo sé que un día salió temprano con el carro, para el lado de
las dunas y volvió unas horas después, se metió en su rancho y se quedó
ahí, sin darle bolilla a nadie, algo raro en él, era muy sociable, le gustaba
charlar, jugar al truco... y al otro día volvió a salir, y al otro, pasaba
101
muchas horas afuera y volvía de noche, apenas nos hablaba, y después
desapareció, casi una semana sin verlo... ¡hasca esto!
El interrogatorio de Diago no dio para mucho más, el Canario
andaba en algo raro, eso le quedaba claro, pero el acampante no podía
agregar nada más, por ahí no iba a ningún lado. Ya estaba oscuro
cuando decidió ir a comerse un asadito a la parrillada del Meló, el
“No-tanque-tan”, y aprovechar para jugar una partidita de ajedrez con
el mencionado, un ritual repetido cada vez que iba por Valizas. En
verano hasta era posible encontrarse allí con un Gran Maestro europeo
esgrimiendo los trebejos frente a un aficionado de manos surcadas por
las cicatrices de las redes.
Se consideraba un jugador mediocre, entre otras cosas le faltaba
práctica, y lo sufría cuando se enfrentaba a esos pescadores que pasaban
largas horas de invierno sentados frente al tablero. Casi sin esperanzas
inició su partida contra el Meló, quién entre jugada y jugada se
levantaba a despachar un choripán, se soplaba una que otra caña y con
voz afinada cantaba un tango bajito, como para no molestar. Cuando
se devanaba los sesos para decidir cuál de las torres debía mover para
ocupar uña columna semiabierta, como había oído recomendar a
un Gran Maestro sueco en ese mismo lugar años atrás, una parejita
joven, de apariencia tímida, se acercó calladamente. A Diago le
pareció que estaban más atentos a su persona que a la partida, pero
que iban a esperar respetuosamente a que terminara la misma. Eso y
sus cavilaciones sobre el crimen que investigaba lo hicieron perder el
control de la posición y más que rápidamente, con dos golpes aviesos el
Meló “lo pateó del tablero”, cómo se dice en la jerga. “Cuando la suerte
que es grela/ fallando y fallando...” entonó sarcástico el Meló cuando
ya Diago, agitando las manos como quien ha tenido bastante, se volvía
hacia la parejita.
- Bueno, ya pueden desembuchar... - y dándose cuenta que estaba
de mal humor suavizó el tono- es broma, muchachos, ¿son ideas mías o
quieren hablar conmigo, nos conocemos?
102
- Sabemos quien es usted- tomó la palabra el joven-; es sobre el
Canario...
Las palabras mágicas, Diago no tenía ninguna pista, y estaba
dispuesto a oír a cualquiera que tuviera algo para decirle.
- Vamos a otro lugar-dijo, y mientras caminaban hacia la comisaría,
a unas tres cuadras por la polvorienta calle principal, esquivando autos
y peatones que caminaban despreocupadamente, los invitó a hablar.
-Estamos alquilando un ranchito por la laguna, junto al del
Canario, bueno, el caso es que el otro día le contamos al Canario que
encontramos una especie de cofre de metal, medio enterrado, y muy
pesado, tanto que no pudimos moverlo. El nos dijo que iba a ir a ver de
qué se trataba al día siguiente, y creemos que eso fue lo que hizo.
Llegaron a la comisaría, entraron, el suboficial saludó y los invitó
a sentarse junto a una mesa.
- No sabemos qué encontró, ni que relación tiene con su muerte...
el hecho es que hace unos días nos regaló algo... muy valioso- y aquí miró
el muchacho a su compañera, que con un gesto lo incitó a continuar- es
esto...- y depositó sobre la mesa de la comisaría una enorme y reluciente
moneda dorada.
Lasorpresade Diago fue grande, sabía poco y nada de numismática,
pero al tomar la moneda y darla vuelta un par de veces supo que era
muy antigua, que era de oro y que tenía mucho valor. De un lado
tenía una cara, la efigie de un rey bajo la cual se leía dificultosamente
“Fernando VI Rex” y del otro lado un sello, una inscripción ilegible,
seguramente de la ceca o casa de la moneda y unos números romanos:
“MDCCL”: ¡ 1750! ¿Sería legítima, y si fuera así cuánto valdría una de
estas raras monedas? Creyó recordar que en algún lado había leído un
valor tentativo, algo así como dos mil quinientos dólares, “para muchos
esa cantidad es suficiente para matar, <y el Canario que por únicas
posesiones tenía un ranchito y un carro la regala generosamente?, me
parece que por aquí anda la madre del borrego...”
- Muchachos, lo siento, pero voy a tener que quedarme con la
moneda para investigar- advirtió la mirada de reproche del joven y el
103
gesto apesadumbrado de la muchacha quien hizo un ademán que quería
decir “y que podíamos hacer, era nuestro deber”, entonces rápidamente
agregó - ¡Pero esto queda entre nosotros eh, les voy a hacer un recibo y
cuando descubra de donde vino se la devuelvo!- el gesto de reproche se
transformó en un especie de alivio esperanzado. - ¡Y ahora tienen que
mostrarme donde encontraron el... cofre o lo que sea, vamos!
Mientras esperaba el vehículo que los transportaría hasta el sitio
del supuesto hallazgo, lo que obtuvo tras una larga discusión telefónica
con los responsables de la patrulla costera, Diago miraba en lontananza
la siniestra Punta del Diablo, coronada por el Cerro de la Buena Vista
y más lejos la Isla del Marco, que recortaba sus torres en el horizonte.
Una naturaleza hermosa, pero artera, sitio de innumerables naufragios.
Desde allí hasta el Cabo Polonio y más lejos el Cabo de Santa María se
encontraba una costa erizada de rocas, bancos de arena y traicioneras
corrientes que habían provocado tantos naufragios como el Triángulo
de las Bermudas, con todos sus dramas y misterios. Una tarea más que
interesante sería investigar si algún barco había naufragado en esa costa
poco después de la fecha indicada en la moneda. Buscaría en el libro de
Várese, “Naufragios en las costas de Rocha”, pero eso debería esperar, lo
que importaba ahora era descubrir a ¿1 o los responsables del asesinato,
¿o ese antiguo episodio sería parte de la investigación?
4. Una calavera en la playa
Un par de horas después Diago llegaba al sido indicado. Se trataba
de un trozo de costa junto al cual el mar había excavado profunda y
pacientemente durante siglos, hasta provocar un desmoronamiento,
que había dejado al descubierto lo que ocultaba en su seno y creado una
peligrosa barranca. Allá abajo, donde el agua golpeaba y se retiraba para
volver a embestir, estaba el lugar que los jóvenes marcaron sin dudar. “Habrá
que apurarse, pensó Diago, antes que la marea alta lo cubra todo”. No sabía
104
que esperaba encontrar en ese lugar. Algún indicio, ¿pero de qué? La
antigua historia del tesoro enterrado revoloteaba en su mente, pero si hubo
alguna vez algo valioso en aquel lugar era seguro que ya no estaba. Aún así
quería relacionar lo que allí pudo haberse encontrado con el asesinato del
Canario: era una pista, un comienzo, quizás fuera el motivo que andaba
buscando. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por su subalterno, quien
pala en mano trataba de agrandar el hueco, que los finos hilos de agua que
se escurrían entre las rocas comenzaban a llenar progresivamente.
- ¡Oficial, tiene que ver esto!- exclamó. A la vista se ofreció algo que
parecía ser un hueso, o unos huesos. Ayudó a remover la arena mojada y
pronto quedó al descubierto una osamenta humana, medio desperdigada
y descoyuntada, seguramente por efectos del derrumbe. Se trataba de un
adulto, masculino supuso, acompañado con algunos restos de metal: una
hebilla, una llave antigua y un cuchillo del que sólo se conservaba la hoja
herrumbrada. El resto de la vestimenta seguramente había sido corroído
por la sal marina. La calavera parecía abrir desmesurada y ansiosamente sus
orificios negros al cielo, después de quien sabe cuantos años de oscuridad
y silencio. “¡Otro cadáver!... ¡esta playa sí que hace honor a su nombre!”,
pensó Diago, mientras revolvía los restos. Sin mucha sorpresa, quizás era
lo que estaba buscando, ubicó un balín, un pequeño plomo redondo entre
los huesos. Las circunstancias de ambas muertes empezaban a parecerse,
presentía que lo que allí había estado ya había cobrado dos vidas, como
mínimo. Y podía cobrar aún más si no lo encontraba pronto. Recordó el
“ankus” de Mowgli en “El Libro de las Selvas Vírgenes”, un objeto sin vida
que resultó ser el más despiadado de los asesinos.'
(“Esc objeto mata", le advirtió la cobra a Mowgli, quien no le creyó. ¿Cómo podía matar
un objeto inanimado? Un par de dias después el hombrecito de la selva lo devolvió a
la custodia de la serpiente, ¡que no salga nunca más de acá, dijo, ese objeto ya mató
siete veces en dos días! El objeto, “el ankus del rey” era un bastón cubierto de piedras
preciosas, de incalculable valor, que se usaba en antiguas ceremonias religiosas para
conducir elefantes. Episodio de “El Libro de las Selvas Vírgenes” de Rudyard Kipling).
105
5. La investigación se traslada a Montevideo
Un par de días después Diago ingresaba a una casa de compra-venta
de monedas en la calle Rincón. Depositó sobre el mostrador una lujosa
fotocopia en colores de varias monedas antiguas y dijo al vendedor que
estaba interesado en adquirir monedas de esas ediciones o acuñadas en la
misma época, por cuenta de compradores del extranjero.
El dependiente, traje oscuro, camisa rosa y corbata roja, puso su
índice sobre la hoja y recorrió cuidadosamente cada una de las nueve
monedas, retratadas de ambas caras. El corazón de Diago dio un salto
cuando el dedo se detuvo un instante sobre la moneda que le habían
entregado los jóvenes unos días antes, y luego continuó su recorrida.
Esperó no haberse traicionado cuando el hombre levantó sus ojos
inquisitivos, estudiándolo. Vestía Diago de sport, pantalón claro,
camisa celeste de marca y un elegante saco italiano. Pensó que había
pasado el examen.
- ¿El señor es un coleccionista?- preguntó el cambista, con amable
solicitud.
- Más o menos-mintió-, en realidad soy un intermediario.
Represento a clientes del exterior, casas de remates de Nueva York y
Londres, principalmente.
El hombre volvió a examinar la hoja.
- Podría conseguir algunas quizás. ¿Cuántas desea adquirir?
“Por fin un pique” pensó. Estaba recorriendo casas similares
desde temprano y ya lo estaba ganando el mal humor. Como un
cazador se puso al momento sobre el rastro.
- ¿Cuántas puede conseguir? Se imaginará que mis clientes no me
hablaron de una cantidad específica, cuántas más mejor.
- ¿Estamos hablando de Sotheby’s, de Christie’s?
- ¡Oh, no tan importantes, pero ampliamente reconocidos!-
Diago acercó su rostro a su interlocutor por sobre el mostrador y
sonrió- Usted perdonará que me reserve el nombre de los compradores
106
hasta que se concrete la transacción... -dijo con tono confidencial- ¡es
mi negocio, no quiero que me lo soplen!
- No hay problemas, yo también actúo en representación de
terceros, tendré que hacer algunas llamadas... ¿conoce el valor de estas
monedas?
- Su valor de catálogo oscila entre dos mil y dos mil quinientos
dólares cada una, pero eso es un precio estimativo de subasta, mis
compradores están dispuestos a pagar hasta un ochenta por ciento
de esa suma, según las circunstancias, claro. Pero en el medio estamos
usted y yo. Creo que la mitad del precio de catálogo sería una cantidad
justa.
- ¿Mil doscientos cincuenta dólares como máximo dice usted?,
¡no creo que a mis... proveedores les satisfaga esta transacción!
- Saque cuentas: mil doscientos cincuenta dólares para el
vendedor, luego están su parte y la mía, y la ganancia de la casa matriz,
además están los impuestos, el riesgo y el trasporte de seguridad, que
es carísimo... incluso con ese precio tendrá que ser una buena cantidad
de monedas para que valga la pena...- el hombre se quedó mirándolo-
mi tarjeta- dijo Diago, que no quiso parecer muy ansioso- llámeme
cuando tenga algo.
En el cartoncito blanco ribeteado de azul se leía: Agenor D.
Romero- Agente de Importaciones/ Exportaciones- seguido de un
teléfono de línea, un celular y una dirección, obviamente apócrifa,
pero eso era algo que sólo él sabía. Luego saludó y se retiró. No quería
parecer ansioso. Había repetido un ritual semejante en varios lugares,
pero este había sido el más prometedor. El Suboficial Diago estaba
pescando.
107
6. Un pique en la línea
Al otro día regresó a Rocha y se fue derecho a su escritorio a
revisar sus mensajes. Casi saltó de alegría cuando comprobó que el pez
había tirado de la línea. Diago tenía un teléfono guardado bajo llave en
un armario de la comisaría, y que sólo él manejaba para sus contactos,
sabía que un celular inspiraba desconfianza, con un teléfono de línea la
cosa era distinta, era más serio. Allí encontró un mensaje grabado, un
nombre y un número: era de la casa de cambios que había visitado el
día anterior, la última, después de esa no había ido a ninguna otra. Le
parecía que ése era “el” lugar, si no encontraba respuesta no veía claro
cómo continuar la investigación. Esperanzado llamó:
-... así que hay un vendedor, excelente, ¿ y de qué monedas estamos
hablando?... Ah, de la que tiene la efigie de Fernando VI y la Ceca de
Santiago, ¿y la fecha?... ¡1750!- el corazón le volteaba en el pecho
al Suboficial, pero debía contenerse, tenía que dar un poco más de
cuerda- ¿y que cantidad, una, dos, diez?... ¡hasta cien! Bueno, debo
consultar, es una inversión muy grande... sí claro, podemos hablar del
precio antes, pero debo comprobar su legitimidad, estas monedas no se
cotizan sólo por el metal, sino por su valor numismático, una imitación
por buena que sea vale sólo el metal del que está hecha... sí, ya sé que no
tengo que repetirle eso, usted es un experto, ¡es que la transacción debe
hacerse con todas las garantías para las partes!... En cuanto al precio,
por un lote de cien habría que hacer un precio especial, digamos mil
cada una, ¿le parece bien? Son cien mil, una linda suma, usted se cobra
su comisión de esa cifra, y yo les cobro la mía a los compradores, ¿de
acuerdo ?- sabía que debía regatear, y parecer avaricioso, sólo así el otro
creería estar ante un verdadero intermediario-... ¿Qué cómo sacaremos
las monedas del país, que no quiere problemas? ¡Ah, usted no se
preocupe, ese es asunto nuestro! Me las vende a mí, una operación
totalmente legal, los nuevos propietarios decidirán qué hacer con ellas,
usted queda excluido del asunto...
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Cuando cortó la llamada le había ganado una intensa expectativa.
Confirmó sus sospechas de que detrás de las monedas antiguas estaba
el motivo que buscaba. No tropezaba evidentemente con delincuentes
comunes, era un desafío totalmente nuevo. Apenas podía esperar.
Unos días después el S. O. Diago se hizo presente en la casa
de compra-venta de acuerdo a lo arreglado con el encargado. Fuera,
fumando, lo esperaba un funcionario de la División Delitos Complejos
de la Jefatura, a la que había dado cuenta de su investigación. Habló
un momento con el mismo dándole instrucciones y entró. El mismo
hombre de antes lo reconoció al instante y lo hizo pasar al fondo.
Extendió su mano y sobre un escritorio puso a su alcance un estuche
de terciopelo negro. Diago lo abrió y encontró unas monedas similares
a la que ya sabemos. Las contó. “Acá hay diez monedas, dijo, hablamos
de cien”. “Hay más de dónde vinieron esas- contestó el encargado-,
éstas son para que vaya viendo que va en serio y haga sus controles.
Queremos una seña, son doce mil quinientos dólares, un precio
especial, y es un regalo, una ganga, valen veinticinco mil o más, pero
el dueño no quiere publicidad... Lo que quiere es ver dinero, y rápido,
pague estas diez y van a aparecer las demás”.
Diago soltó un bufido, molesto. La entrega en cuentagotas no
estaba en sus cálculos, ¿de dónde iba a sacar los dólares necesarios para
seguir soltando cuerda? Era necesario cobrar la pieza, y rápido. Pero
antes sacó de sus bolsillos una lupa, una balanza pequeñita y un frasco.
Tomó la fotocopia y miró alternativamente con la lupa la moneda y
la hoja, luego la pesó y finalmente echó un par de gotitas del frasco,
de todo lo cual había sido asesorado convenientemente en Interpol
unas horas antes. Se quedó satisfecho al menos en algo: no había duda
de que las monedas eran legítimas. Abreviemos algunos aspectos de
la conversación subsiguiente en la que Diago trató inútilmente de
sonsacar al intermediario; de nada valieron promesas, sobornos,
amenazas veladas, se estaba viendo con un individuo ducho en
transacciones al margen o en los límites de la ley. Cuando advirtió que
la aparente seguridad del hombre iba dejando lugar a la desconfianza,
109
decidió pasar a la acción. Sacó el carné de policía y habiendo dejado su
celular prendido durante toda la conversación, reclamó la presencia de
su asistente, quién ingresó sin más, trayendo consigo a un dependiente
que había quedado en la parte delantera de la tienda, teniendo buen
cuidado de cerrar la puerta y dar vuelta el cartel que colgaba de la misma
y que pasó a decir “Cerrado”. Diago conñscó rápidamente el celular del
vendedor, que lo miraba con una mezcla de odio y aprehensión.
- ¿Prefiere que hablemos solos o en presencia de su empleado?
- Yo no soy el que oculta cosas acá... - dijo el hombre con rabia-
pero será mejor que hablemos solos...
- Lléveselo al lado y cuide la puerta- dijo Diago a su subalterno.
- ¿Qué es lo que quiere?, ésta es una transacción absolutamente
legal...
- No estoy tan seguro. ¿Usted es el dueño del local?
- ¡Ojalá lo fuera! Sólo soy un encargado, el dueño viene una
vez por mes, a ver cómo van sus ganancias... siempre anda por ahí
comprando o vendiendo antiguallas que él llama “objetos de arte”,
mientras yo estoy clavado entre estas vitrinas...
- ¿Está el propietario al tanto de este tema de las monedas?
El hombre puso una expresión preocupada...que no, que el dueño
no estaba enterado, que no había por qué molestarlo hasta que el
asunto estuviera concretado, y que por favor no pensara otra cosa, que
podía poner en peligro su empleo si se lo malinterpretaba.
Diago esbozó una sonrisita irónica y aprovechó esta debilidad para
reclamar absoluta y total colaboración a cambio de cierta discreción en
el manejo de la información. Satisfecho con el giro que tomaban los
acontecimientos preguntó quien era el proveedor de aquellas monedas
y cómo podía localizarlo.
- No tengo una dirección- fue la desesperante contestación-, sólo
un nombre, ni siquiera un apellido, y un celular.
- No juegue conmigo, recuerde que si me oculta algo tiene mucho
para perder- Diago prefería no mencionar por el momento el tema del
110
asesinato, prefería mantener el asunto en el ámbito de una investigación
sobre transacciones ilegales.
-... una mujer, rubia teñida, ropa de cuero muy ajustada fue la que
me trajo estas monedas, me dio un celular y un nombre: Jackie. No
quiere papeles, sólo dinero...
- ¿Como se contactó por primera vez?
- Simplemente vino, me tiró la moneda sobre el mostrador y dijo
“¿interesa?”. Me bastó mirarla para darme cuenta que era un auténtico
doblón español. Le pregunté de dónde la había sacado, y me dijo que
no era asunto mío, pero como no quería suspicacias me iba a contestar,
era de un coleccionista amigo suyo que quería vender algunas porque
andaba necesitado de dinero. Si le conseguía un comprador “silencioso”
me haría un buen precio. Y eso fue todo, ¡hasta que apareció usted! -
dicho esto se quedó viéndolo con expresión cejijunta, rencorosa, había
creído que era una oportunidad dorada, y se encontraba con esto...
- ¡Ahora ya está metido en una operación de contrabando y
evasión de impuestos- contestó Diago-, tendrá que colaborar si no
quiere terminar procesado y que le cerremos la tienda, y por si fuera
poco el dueño se enteraría de que anda haciendo negocios por su
cuenta! ¡Se sale una palabra del libreto y está perdido!
- ¿¡Qué libreto!?
- Ahora voy a pensarlo...
Se quedó sentado unos minutos, concentrado.
- ¡Déme el celular de esa mujer y su nombre- reclamó
repentinamente- y abra la ventana!
Tomó el teléfono de línea y apretó los botones. Quería que el
número registrado por el destinatario fuera el de la propia tienda. Del
otro lado le respondió una voz ronca de mujer, aunque por el timbre
calculó que no era nada vieja, un tono sensual, invitador: “una voz de
noche, cigarrillo, alcohol, y quién sabe qué más” pensó.
-Jackie, ¿quién habla?
Desde la calle llegaba un ruido ensordecedor de voces y vehículos,
que obligaba a hablar muy fuerte para ser oído del otro lado.
111
- ¡Compraventa Universal- casi gritó-, tengo la plata, y necesito el
resto de las monedas!
Confiaba en que la mujer no recordara bien el timbre de voz
del encargado, que por otra parte no tenía nada de particular, y que la
“suciedad” de la línea hiciera el resto.
- Ah, eso...- dijo del otro lado la mujer, adoptando ahora un tono
más impersonal, aunque no hostil - muy bien, me alegro, yo lo llamaré
para concretar.
- Bien, pero en adelante nos comunicaremos por celular, es más
seguro. Anote... - le dio un número, el suyo, y agregó- Pero le advierto
algo, mis clientes no son de los que esperan mucho tiempo, por razones
que usted comprenderá. ¡Si no se hace rápido, se van a otro lugar!
Del otro lado hubo un breve, casi imperceptible titubeo.
- Yo lo llamaré- repitió la voz ronca.
- ¿Cuándo?
Clic.
“Cherchcz la femme”, se quedó pensando Diago. ¿Qué pito
tocaría aquella mujer? ¿Una cómplice, una intermediaria, una asesina
despiadada quizás? ¡Y aquella voz que parecía venir del pecado mismo!
Valdría la pena seguramente conocer a esa mujer... pero al instante
recordó que debía agilizar las investigaciones: un desliz, un error
y los pájaros volarían. Un crimen reciente y uno antiguo, un asunto
posiblemente relacionado con un tesoro y una mujer misteriosa. ¿Qué
más podía pedir? ¡Era un caso único, irrepetible quizás! De repente
recordó que había tenido con su trabajo de investigador policíaco una
relación bastante ambigua, había comenzado siendo una forma de
ganarse la vida mientras buscaba otra cosa, y ahora se repetía algo que
había descubierto tiempo atrás: que casi sin querer había descubierto
su vocación.
Llamó al encargado.
- No puedo estar aquí todo el día. Me olvidaré de usted y de las
“operaciones” que realiza si sigue colaborando, es más, diré en mi
informe que es un honrado ciudadano...
112
-¿Qué desea que haga ahora?- respondió el aludido, con expresión
apesadumbrada-. Me bastaría con que cumpliera la primera parte de lo
que dijo, que se olvidara que existo.
- ¡Ya está en el baile amigo, y le conviene seguir el compás!
¡Desaparezca por unos días!, ¿puede hacerlo?, tómese una licencia, le
conviene... Y déme sus datos completos, por unos días yo seré usted,
¿le gusta la idea? ¡Y no se le ocurra traicionarme, todos los teléfonos
están intervenidos, terminaría preso!- esto último no era cierto, sería
una operación demasiado compleja, no tenía los medios ni el tiempo,
pero pensó que con la amenaza bastaría.
Esa misma tarde, ya de regreso hacia Rocha, el S.O. Diago recibió
la llamada que esperaba.
- Hola, soy Jackie- dijo simplemente la ronca voz femenina-,
tengo el pedido.
- ¡Excelente! ¿Cuántas son esta vez?
- Cien, y el precio se mantiene. Mil doscientos cincuenta cada
una, menos su comisión del diez por ciento.
- Trataré de obtener esa cifra- mintió- pero esta gente quiere
regatear, me dijeron que por esa cantidad de monedas debía bajar el
precio en un veinte o treinta por ciento... -Diago sabía que cuanto más
discutiera las cifras más parecería un “honrado” comerciante y menos
sospechas despertaría.
- Un momento... -del otro lado hubo un cuchicheo, creyó oír una
voz masculina, y luego la mujer agregó- está bien, que regateen todo
lo que quieran, pero recuerde que su comisión dependerá de lo que
paguen, y en ningún caso aceptaremos menos de cien líquidos, ¡si no
olvídese del negocio!
“También están regateando- pensó Diago-, están en el lazo”.
- Muy bien, cien y lo damos por hecho. Falta un detalle, ¿dónde
y cuándo?
- Le avisaremos, y lleve la plata.
- ¡Mire, ni por un momento piense que voy a andar con tanto
dinero por ahí!
113
- ¡Si no es al contado no hay negocio!
- No es eso- se apresuró a decir Diago-, no debemos correr riesgos,
ni ustedes ni yo. Vamos a un banco, veo la mercadería, allí mismo
hacemos el intercambio y yo deposito las monedas en una caja de
seguridad. ¿Les parece?
Otro silencio en línea mientras del otro lado se desarrollaba una
agitada conversación.
- Pásenos el nombre del banco y el número de cuenta y nosotros
le decimos cuándo.
Diago le dio el nombre de una conocida casa cambiaría, de las que
cierra bastante tarde. Necesitaba tiempo.
- Mañana a las siete- dijo-, pero llámeme antes para confirmar.
Tengo que pedir un giro.
- Okey.
Diago había hecho trámites febriles para obtener el nombre de la
propietaria del celular. Por suerte era un teléfono con contrato. Tuvo
que obtener una orden judicial, pero para fines de esa tarde ya tenía
el nombre que deseaba: Lorena Jacqueline Corral. “Jackie”, dedujo
Diago. También obtuvo una dirección. Rápidamente se dirigió a ese
lugar. Resultó ser un bar de dudosa catadura cerca del Parque Rodó,
una “whiskería” donde pese a la temprana hora, entre tarde y noche, ya
había un par de alternadoras. Al costado había una puerta sobre la cual
colgaba un cartel que decía “Pensión Familiar”, y agregaba más abajo
“Habitaciones con baño- Por día o permanente”. Diago sospechó en
seguida que era una especie de complemento del bar, en cuyos altos
estaba ubicada. Incluso tenían el mismo número de calle, diferenciados
únicamente por un “bis”. Diago empezó a dudar adonde se dirigiría
primero. Quería ubicar a la mujer para poder hacerle un seguimiento,
aunque sabía que no sería fácil y que debía andar con pies de plomo.
Se decidió por la whiskería, con la esperanza de oír el nombre sin
necesidad de formular preguntas.
114
Después de pagar un par de copas, y charlar animadamente
con las chicas que se llamaban “Adabella” y “Maya”, que supuso eran
nombres de batalla, y que tenían unas voces chillonas que para nada
le recordaban la que había oído en el teléfono, se decidió a avanzar un
pasito. Preguntó como al descuido si Jackie seguía concurriendo al bar:
- Estuve con ella la última vez- mintió-, una chica muy sensual, je,
je, me gustaría verla de nuevo y quizás hacer un trío para variar, y miró
con picardía, prometedoramente, a la muchacha que lo acompañaba, la
que decía llamarse Maya, ya que Adabella se había ido a atender a otro
cliente tempranero.
- ¿Así que te gusta que te atiendan de a dos eh?... ¡qué picaro
resultaste!, ¿y te gusta mirar el espectáculo, no, que se ocupen entre
ellas y después contigo? ¡Mirá que eso cuesta más caro!
- No es problema, conseguime a Jackie y les pago lo que pidan.
- Pues lo siento cariño, hace tiempo que no veo a Jackie, ni
siquiera creo que siga viviendo acá al lado, tendrás que conformarte
con nosotras-había cierto despecho en la expresión de la joven, una
morochita opulenta de no más de veintidós o veintitrés años-, ¡pero
mirá que somos muy buenas, no te vas a arrepentir!
Diago se sentía contrariado: de manera que Jackie ya no
frecuentaba ese boliche ni vivía en la pensión o lo que fuera del piso de
arriba, eso era un contratiempo, pero ya había supuesto que podía pasar
algo así. Trató de sacarle algo más a la muchacha, pero ésta no parecía
saber nada y además si había algo que no le interesaba era hablar de “esa
tal Jackie”, “¿qué, te sorbió los sesos?”, dijo mientras le metía la mano
por adentro del pantalón y trataba de convencerlo de que la sacara “a
dar una vueltita”. Diago pagó, le dio una buena propina a la muchacha
para no escuchar reproches, salió y subió las escaleras.
Una vez arriba preguntó por el encargado, que resultó ser una
encargada con pinta de madama de prostíbulo: vieja, gorda y teñida.
Le preguntó por Jacqueline Corral, “Jackie”, “me dio esta dirección
para que pasara a buscarla cuando viniera a Montevideo”, dijo. “Acá
casi todas se llaman Jackie- contestó la madama-, ¿cómo es esa Jackie
115
que busca?”, “alta, rubia, aunque no lo juraría por sus raíces, voz ronca,
muy sensual” (así se la había descripto el encargado de la tienda de
antigüedades), “ah, sí, me acuerdo, y me alegro que ya no viva acá,
tenía muy mal genio”, “pero tenía otras virtudes”, acotó Diago con una
risita que quiso ser cómplice, la mujer lo miró con curiosidad, un poco
más distendida, “usted sabrá -dijo-, lo que me contó cuando se fue es
que se iba a trabajar a una whiskería de Castillos, en Rocha, ¿conoce?,
que la habían contratado como atracción principal y que estaba muy
contenta, que quería progresar y que se iba a alejar un poco de su familia
y de su marido, que ya no lo quería ver ni pintado”, “nunca me habló
de su familia”, dijo Diago, “sí, su marido y un hijo chico que le cuida la
madre, la tenían loca pidiéndole plata... por eso siempre andaba de mal
humor, ahora está mejor, supongo, más liberada”, “¿y por casualidad
sabe el nombre de la whiskería?” inquirió Diago, pero ya era demasiado
“no tengo idea, pero en Castillos no debe haber muchas, ¿por qué, va a
ir a buscarla?”, “claro que no, pero está de paso para el Chuy, ¿quién no
va al Chuy a traer un bagallito de vez en cuando?” dijo, dio las gracias,
saludó y bajó las escaleras.
7. Un baile tentador
Diago se subió a su auto y esa misma noche regresó a Rocha, pero
no se detuvo en la ciudad, siguió de largo hacia Castillos. Si quería
tener éxito en su investigación debía andar rápido, antes que saltara
alguna incongruencia en su plan y los sospechosos, quienes quiera
que fueran se hicieran humo. Llegó a Castillos a medianoche. Se jugó
por entero a la whiskería que estaba a la entrada de la pequeña ciudad,
que era la única por otra parte que podía merecer tal nombre, después
había un prostíbulo y un par de boliches nocturnos de mala muerte.
La whiskería era un rancho grande, de madera, ubicado sobre la ruta
nueve.
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El aire estaba impregnado de humo, unos pocos parroquianos
desparramados por el salón no prestaban atención alguna a los carteles
que prohibían fumar en espacios cerrados. No se acercó a nadie, no
habló con nadie, eligió un sitio discreto, en penumbras y se sentó a
observar. Cuando se le acercó el mozo pidió una copa, luego vinieron
un par de chicas pero las despidió, ninguna respondía a las señas.
Siguió mirando alrededor, y presenció distraídamente el show en el
cual las mujeres una a una iban subiendo al pequeño escenario y allí se
desvestían lentamente mientras realizaban una danza erótica, incluido
una especie de baile del caño, con mucha más buena voluntad que
agilidad y destreza. Contrariado, ya pensaba que estaba perdiendo el
tiempo cuando subió al tabladillo una rubia teñida, alta, buen cuerpo,
con el rostro impregnado de una sensualidad dura, feroz. El corazón
le dio un salto, al punto tuvo la intuición de que era la mujer que
buscaba, intuición que se vio inmediatamente confirmada cuando el
presentador, un sujeto aindiado y robusto, con el pelo atado atrás en
una ridicula colita, la presentó como “Jackie, la atracción de la casa”, c
inmediatamente agregó que era “una tigresa”, “una devoradora”, y que
no se hicieran ilusiones “ella es quien manda y elige”, remató. La mujer
comenzó su lento streaptease moviéndose de una manera por demás
sensual que contrastaba con su rostro duro, impasible. Fue aumentando
su ritmo hasta quedar casi desnuda al compás de una música frenética.
Entonces comenzó a subir y bajar por el caño, deslizándose como una
serpiente con su cuerpo pintado, brillante, y mostrando una ductilidad
que excedía largamente a quienes la habían precedido. Diago se fue
dejando ganar de a poco por la sensualidad del espectáculo, y sintió
como su “masculinidad” se iba despertando involuntariamente. La
muchacha terminó su número, recibió con indiferencia los aplausos,
se colocó un bata corta, reveladora, y bajó la escalerilla para alternar.
Rió y jugueteó con los pocos clientes, una noche de entre semana,
todos conocidos. Se mostró más audaz, casi agresiva con los retraídos
y tímidos, más esquiva y burlona con los atrevidos y babosos, hasta
que llegó a la mesa de Diago. En el escenario una pareja de mulatos de
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cuerpo brillante y trabajado desarrollaban una danza explícitamente
erótica al ritmo de un samba. La mujer lo miró, curiosa.
- Vaya- dijo-, ¿qué tenemos aquí?
Diago reconoció la voz ronca y sensual del teléfono.
- Un tipo raro-continuó “Jackie”-, no pareces de los que
frecuentan whiskerías...
- ¿Por qué, qué tipo hay que tener para frecuentar una whiskería?-
Diago, sorprendido, trató de afectar un tono lo más neutro posible,
sintiendo pulsaciones en el vientre y la sangre golpeándole las sienes.
Y mientras la mujer se inclinaba hacia él, examinándolo y exhibiendo
generosamente sus senos redondos, brillantes y desnudos bajo la bata
entreabierta, en un gesto que Diago supuso estudiado, preparado, que
ella juzgaba y con razón difícil de resistir, alcanzó a decir- ¿Qué me
hace diferente de esos otros?
- Estás muy serio, y estuviste muy serio durante toda la mi
actuación, ¿ o te creiste que no me iba a dar cuenta ? Acá fichamos a todos
los que entran, los clasificamos, los repartimos. Vi cómo despachabas
a mis compañeras, y me dije, “¡ése, déjenmelo a mí!”.- rió por primera
vez, exhibiendo unos dientes grandes y naturales que brillaron en la luz
mortecina del salón.- ¿De dónde sos?, no te he visto por acá...
- De Rocha- dijo, y no mentía- ¿y tú?, no creo que seas de Castillos,
me parece que sos un tanto... cosmopolita.
- ¿Cosmopolita, y eso qué es? ¿De todos lados, no? Y, puede ser,
¡soy de todos y de ninguno, como dice el presentador, ja, ja, ja! - rió
con ganas por el juego de palabras- ¿Sabés que es la primera vez que me
dicen “cosmopolita”?, ¡debo estar volviéndome fina, y no me di cuenta!
- Me refiero a que pareces una mujer con mucho mundo, no creo
que en Castillos haya una academia que enseñe lo que haces sobre el
escenario...
- ¡Ah, eso! ¿Te gustó?- acercó una silla y se sentó casi pegada a él,
provocativa- ¿Me invitas con una copa?, el baile me dio sed... contame
de vos, la gente viene acá a charlar, a contarle a las chicas sus problemas,
¿cuáles son los tuyos?
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- Pide lo que quieras- dijo Diago, mientras se preguntaba si la
muchacha estaba haciendo su show de seducción o estaba tratando de
sonsacarlo, pero no, no podía ser, no tenía ni idea de quien era ¿1. En
ningún momento le pasó por la cabeza que la atención especial podía
deberse a su propia persona, que contrastaba un tanto con los tipos de
las otras mesas, algunos rudos y vulgares trabajadores de la zona, otros
vejetes mal conservados, aunque se adivinaban de “mucha pasta” y un
par de tipos vestidos de manera llamativa y cara de maíiosos, chulos
seguramente.
- No tengo ningún problema, soy inspector de bromatología-
improvisó. Era una tarea que conocía porque había acompañado en
alguna oportunidad a los verdaderos inspectores en sus recorridas
por el departamento, y al advertir que la mujer enarcaba una ceja,
preocupada, corrigió rápidamente- pero no te preocupes, ya terminé mi
trabajo por hoy, sólo estoy tratando de tomar una cerveza tranquilo...
y ya debo irme.
- ¿Así nomás? Habías resultado esquivo, ¿sos tímido o te espera
tu mujer?
- No, estoy separado hace años, aunque algo hay por ahí- dijo y
sonrió, amistoso. No quiso salirse con la vieja historia de que no era de
los que pagaba por sexo- Además estoy cansado, debo regresar a Rocha
y dormir unas horas, mañana tengo que trabajar.
- ¿Vas a volver por acá?
- Claro- dijo, pagó y se fue.
Mientras salía se preguntaba si no hubiera sido mejor intentar
“sacarla”, era lo lógico y habría podido averiguar algo más quizás, o
quizás no. La mujer lo había tentado, pero era mejor no “ensuciar” la
misión, si las cosas no salían bien alguno podría decir que estaba más
preocupado por levantar una mina que por hacer su trabajo.
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8. Diago reflexiona y se limita a observar
El Sub Oficial Mayor Diago era un policía singular. Al terminar el
bachillerato había ingresado al cuerpo por necesidad. Provenía de una
familia humilde que no podía pagarle estudios terciarios. Pero era un
lector ávido y le interesaban mucho los temas antropológicos, acorde
con una zona rica en tradición histórica e incluso prehistórica. No era
un puritano, pero tampoco le gustaba la promiscuidad, había que sentir
algo por una mujer para estar con ella, aunque fuera una cierta empatia,
algún entendimiento previo, una mutua aceptación. Eso no disminuía
su convicción, emanada de sus lecturas, pero que se reflejaba en su vida
personal, de que el hombre era un animal polígamo, y que sólo las
imposiciones culturales, religiosas y necesidades histórico-sociales lo
habían llevado al ejercicio de una monogamia que era contraria a su
instinto y naturaleza, como lo demostraban las civilizaciones antiguas,
las costumbres tribales e incluso el comportamiento de los primates.
Sin embargo reconocía que un hombre puede tener trescientas
mujeres, como David, y ambicionar a una que no le pertenece, como
en el caso de Betsabé. «Por qué? Porque siempre hay una que es única,
es especial, esa necesidad de afecto, de cariño, de compartir cosas no
se puede distribuir entre varias, eso se deposita en una sola. Se decía
eso y otras cosas mientras se preguntaba si esa inquietud, esa sangre
galopando en sus entrañas, sensaciones que le había provocado la
mujer, una “bailarina exótica”, de vida seguramente promiscua, era
un indicador de algo más que una simple y momentánea excitación.
Rumiando estos pensamientos que reconocía le eran impuestos por la
fuerte sensualidad que emanaba de la mujer, estacionó su auto en una
calle lateral, una oscura calle de tierra, desde la cual se veía la salida de
la whiskería, y se dispuso a esperar, masticando pastillas de menta y
extrañando un cigarrito, no porque le gustara, había dejado de fumar
unos años antes y ahora hasta el olor le molestaba, pero en un momento
así le hubiera ayudado a matar el tiempo. También pensaba que hubiera
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sido más fácil preguntarle la dirección de Jackie a ella misma o a algún
empleado del club, pero la mujer ya lo había fichado y no quería llamar
más la atención, debía averiguarlo todo por sí mismo.
Una hora y media más tarde, después de un par de falsas alarmas,
parejas que salían riendo y manoseándose pregustando el placer o la
ganancia, apareció la figura inconfundible de Jackie, alta y furiosamente
rubia. La acompañaban otra joven, más baja y robusta, morocha, y un
hombre bajito y canoso. Subieron a un auto novísimo, gris acerado, que
arrancó levantando tierra.
Diago se hundió en el asiento cuando el coche subió zumbando
la pendiente hasta doblar para tomar la calle principal de Castillos.
Los siguió a unos doscientos metros. El auto iba ahora más despacio,
cuidándose de pozos y lomadas. Diago iba atento, cuidando no llamar
la atención ni perderlos. No tuvo que andar mucho, a unas cuatro
cuadras del cruce el coche se detuvo. Diago optó entonces por doblar
a la derecha. Paró inmediatamente y regresó a la esquina. Desde allí,
protegido por la oscuridad que proyectaba una cornisa observó la
escena. Jackie se había bajado y tras un intercambio de palabras con
el conductor, unas risas y gestos con la mano que a lo lejos le pareció
que querían decir algo así como “¡no, no, hoy no!”, extrajo unas llaves e
ingresó a una casa sobre la cual la luz mortecina del alumbrado público
permitía leer un cartel que decía “Hotel”. Bien, esa noche no habría
contacto, Diago se alegró porque necesitaba descansar. El encuentro
para la próxima entrega de monedas había sido fijado para las
diecinueve horas del día siguiente, y supuso que la mujer no se movería
antes del mediodía. Se dirigió a la comisaría local donde era conocido
y pidió para dormir un rato en una celda. Le trajeron un colchón
pasable, no como el jergón de los presos. Una brisa agradable ingresaba
por el ventanuco de la celda. Las noches de la costa oceánica tienen eso,
pensó, un viento fresco sopla siempre desde el mar y permite dormir
olvidando un poco el calor soporífero de los días de verano. Se desnudó
completamente y colgó sus prendas interiores en el ventanuco para
que se airearan, algo que había aprendido de los propios presos. En la
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cabeza le bullían los pormenores de la investigación, pero también el
bailecito inquietante de la falsa rubia. De todas formas el cansancio
pudo más y muy pronto roncaba sonoramente.
Habría dormido unas cuatro horas cuando lo despertaron,
como había pedido. Se duchó lamentando no tener ropa limpia para
cambiarse, luego se dirigió a un boliche situado como a media cuadra
del hotel de la rubia, se sentó junto a la ventana que daba a la calle
principal, pidió un desayuno y se dispuso a esperar. Hizo una llamada
a la comisaría de Rocha, explicándole al Comisario que estaba sobre
la pista pero necesitaba apoyo, que le enviara a su ayudante habitual,
el Cabo Ravaioli, en una patrulla que debía estar a disposición al
menos durante el resto del día, para poder actuar rápido y con el apoyo
necesario, y que además le llevara un par de mudas de ropa limpia,
porque como dijo al teléfono “estamos en verano, ¡ya no me aguanto
más!”. “¿Usted se piensa que nos sobran las patrullas- había dicho
airadamente el Comisario- y que tenemos un lavadero con entrega
a domicilio?” “De eso se encarga el cabo, tiene la llave de mi casa, ¿y
usted, quiere resolver o no el crimen del Canario?” contestó Diago,
agregando que estaba convencido de que había algo grande detrás, que
el crimen era como la punta de un iceberg. Finalmente llegaron a una
transacción: “¡Tendrá la patrulla pero sólo hasta las siete de la tarde,
si a esa hora no tiene nada concreto deberá regresar para el cambio de
turno y vigilancia nocturna!”, “de acuerdo” contestó y luego se dijo que
si a esa hora no tenía nada se iría a descansar en una buena cama.
Compró un diario de Montevideo y fue directamente a la página
de policiales, ya no había ni una línea siquiera sobre el asesinato del
Canario, ocurrido unos pocos días antes. Eso le agradó, cuanto
más olvidado pareciera el caso mejor, más confiados se sentirían lo
criminales, ¿a quién le iba a importar un gaucho viejo, sin familia, que
apareció muerto en una playa remota?
Casi no había comido el día anterior, sorbió con fruición el
café, untó una tostada con manteca y mermelada de frutilla y disfrutó
cada bocado, cada trago caliente. La mañana fresca y el sabor del café
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le devolvían a sus sentidos antiguas sensaciones, el sabor de otras
mañanas, le tendían un puente hacia el mundo de magia y afectos de su
niñez, una ceremonia repetida cada día y que se le hacía absolutamente
necesaria si quería empezar bien la jornada. Reconfortado se quedó
mirando hacia la calle por la cual transitaban los autos de los turistas
que subían por el camino polvoriento que venía de la Ruta 9 y luego
descendían por la calle principal para cargar combustible en alguna
de las estaciones. Autos nuevecitos de origen argentino que parecían
clonados, casi todos de color gris metalizado y vidrios opacos, y
viejos autos montevideanos cargados hasta el techo de niños, bolsos,
bultos, sillas playeras, mesas plegables y muchos rostros bronceados y
felices. “Rocha es una verdadera tierra de promisión”, pensó, mientras
distraídamente volvía su mirada hacia la puerta del hotel desde donde
esperaba que más temprano que tarde apareciera “la rubia”, como ya
la había bautizado, por más teñida que fuera. Se preguntó que tan
implicada estaría en el caso. ¿Estaría al tanto del crimen, sería cómplice,
encubridora? Por alguna razón estas posibilidades lo molestaban, pero
debía apartar del caso toda consideración personal, toda subjetividad.
Por lo pronto ella era la única pista, si como pensaba el crimen estaba
ligado a la moneda que le entregara la parejita de la playa y a la venta de
un lote de las mismas en una casa de antigüedades de la Ciudad Vieja.
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9. Diago recibe “refuerzos” y actúa con prudencia
De estos pensamientos le sacó la llegada del Cabo Ravaioli. Miró
su reloj, ya habían pasado dos horas desde el momento que se sentara
en aquella mesa del café. El cabo Ravaioli era su ayudante personal,
siempre dispuesto a sacarle el cuerpo a las guardias pero bastante
despierto y leal. “¡Anduvo rápido- pensó-, estará por pedir una licencia
extraordinaria!”.
- Siéntese ahí- le dijo-, y no haga aspavientos, estoy vigilando el
hotelito ese de mitad de cuadra y no debemos llamar la atención, ¡me
trajo todo?
- Caro que sí, en esta mochila está todo.
- Bien, voy a cambiarme, usted vigile y dígame si de ese hotel ve
salir una rubia alta y llamativa, con un cuerpo de vedette, ¿ me entiende ?
Ravaioli enarcó una ceja.
- ¿Una vedette?, humm esto es más interesante de lo que pensaba.
Poco después, ya cambiado y refrescado Diago salía del baño y
recuperaba su sitio junto a la ventana.
- Nada aún, jefe; pedí algo para disimular, la comisaría paga, ¿no ?,
estamos en misión- dijo esto y se metió en la boca un trozo de queso y
otro de salame.
Diago miró con sorna el vasito de grappa y la picada.
- ¿Misión eh, y no sabe que no se puede tomar estando en servicio ?
- Vamos jefe, una grapita, no sabe las corridas que me mandé para
venir enseguida, ¡y es una hora de carretera! Por suerte había un móvil
disponible, que si no...
- Está bien, yo lo cubro, después vemos si una grappa con picada
entra dentro de los viáticos...
- Dos grappas- subrayó el Cabo- y un paquete de cigarrillos, para
matizar la espera, ¿vio?
El Sub Oficial no tuvo tiempo de responder esta vez, miró hacia
la puerta del hotel y allí estaba ella. Camisa azul holgada, un pañuelo
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sobre la cabeza, hubiera pasado desapercibida de no ser por los ajustados
pantalones negros que revelaban unas piernas largas, espectaculares,
algo así como el sello de su personalidad. “Si quiere verse discreta
lo primero que debería disimular son esas piernas inconfundibles-
pensó Diago-, pero ciertas mujeres no renuncian nunca a exhibir sus
principales atributos”, y se acordó de una novia que por más frío que
hiciera jamás se ponía nada que bajara de las caderas, “cada una sabe
donde está su punto fuerte”, se dijo. Puso un billete sobre la mesa y
advirtió al Cabo Ravaioli que estuviera pronto para moverse. Poco
después apareció un Lancia blanco al cual ascendió la mujer y partió
rápidamente hacia arriba, tomando el ramal que va hacia la ruta 10.
Diago se llevó a rastras al Cabo que de apuro se metió en la boca lo que
quedaba en los platillos, subieron al viejo Chevette y arrancaron tras el
rastro, esperando no perderlos en el camino. Por suerte el entronque a
Aguas Dulces con sus subidas y bajadas tiene muy buena visibilidad.
Perdía terreno a ojos vistas ante una maquina superior, pero agradecía
la perspectiva que en algunos tramos le permitía ver, allá adelante, al
automóvil blanco que se desplazaba a gran velocidad entre las palmeras.
Lo vio doblar al llegar a la ruta y deslizarse raudamente hacia el Oeste,
para el lado del arroyo, a unos dos kilómetros delante de él. Se sintió
feliz cuando dobló otra vez tomando el polvoriento camino de tierra
que lleva a Valizas , ubicable allá lejos por las altas dunas de sesenta o
setenta metros de altura que le dan al pintoresco pueblo de pescadores
su entorno tan especial.
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10. Un día común en Valizas
En Valizas había vivido el Canario, cuando no estaba haciendo
una changa en alguna estancia de la zona. Sacudió la cabeza recordando
que se lo habían descripto como “un buen tipo, un criollo servicial”. Lo
suficiente para saber que era un típico róchense cuya vida transcurría
entre la playa y el campo, un poco conservador, campechano y generoso,
pero al mismo tiempo meditaba que quizás se había metido en algo
muy grande, que no había podido manejar. Se propuso descubrir a
cualquier costo a su asesino y se reafirmó en la idea de que estaba en la
pista correcta. Detrás de todo estaban las monedas, ¿cuántas?, ese era
el tema, seguro que eran muchas, las suficientes para matar y armar una
trama que por lo visto incluía a varios personajes.
Entró despacio por la principal, un poco para localizar al auto
blanco, otro poco porque no tenía más remedio. A esa hora cercana
al mediodía transitaba mucha gente por el medio de la estrecha calle
sobre la cual se situaban los tres o cuatro mercaditos en los cuales se
aprovisionaba casi todo el pueblo. Lo habitual, gente despreocupada
que no quería saber nada con apuros y que se fastidiaba cuando tenía
que hacerse a un lado para dejar pasar un auto. “¡Acá hay que caminar,
esto no es Punta del Este!” le gritó un barbudo de pelo largo, bandana y
caravanas que no se hizo a un lado hasta que casi le pasó por arriba. Lo
miró con fastidio pero no contestó nada, concentrado en su búsqueda.
Cuando llegaba casi al extremo de la calle, frente al arenal que conduce
al mar, vio finalmente el Lancia blanco apostado a un costado de la
plazoleta “Leopoldina Rosa”. Diago recorrió los boliches de la zona;
por la hora- el ruido de su estómago se lo indicaba claramente- lo más
posible era que los encontrara instalados para almorzar en alguno
de los característicos negocios de comida. Pasó por el “MacYiye”, el
“Comiraje” y “lo de Charly” con la gorra encasquetada hasta las orejas
y mirando de reojo, pero sin suerte, decidió doblar por una lateral y
al pasar asomó la cabeza en “Punto G”, una pintoresca y tambaleante
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construcción de madera con techo de paja que le recordaba el rancho
de los tres cochinitos, “soplaré, soplaré, soplaré y tu casa derribaré”,
amenazaba el lobo, y con el viento que hay en Valizas a Diago no le
extrañaría que pronto corriera la misma suerte. Y ahí estaba ella: con
pañuelo a la cabeza y lentes negros era el cliché de una conspiradora.
Prudentemente se retiró, era imposible entrar sin ser visto. “Buena
elección, un sitio discreto y un baurú de novela"- pensó, mientras se
acariciaba el vientre y se relamía.
Llamó al Cabo Ravaioli quien se acercó solícito.
- Entre ahí y con mucha discreción, oyó, con mucho di-si-mu-lo-
le dijo remarcando las palabras- fíjese con quién está la mujer de lentes
negros y pañuelo en la cabeza, me pareció que estaba acompañada
por dos tipos, vea si puede pescar alguna palabra de la conversación
y compre un par de baurús y un agua mineral de litro bien fría, ¡y no
demore!- remachó impulsado por el hambre. Diago conocía a Ravaioli
lo suficiente para saber que pese a su naturaleza quejosa y algo haragana
era un policía eficiente y sabía como comportarse en una misión. Sin
embargo no había sido fácil “adiestrarlo”, al principio era un poco
desubicado, para él un sombrero con una pluma y una máquina de
fotos colgando al cuello era “estar de particular”, “¡Acaso piensa que es
un turista- le había espetado Diago-, no puede llevar nada que llame la
atención, debe ser como un árbol en el bosque, entendió!”. Y sí, le costó
pero con el tiempo entendió, y era leal y subordinado como pocos.
Se fue a buscar el Chevette marrón y blanco - “el tubiano” como
lo llamaba- y lo estacionó en la esquina, lo más arrimado que pudo a
una acacia que le daba algo de sombra. Diez minutos después apareció
el cabo con los baurús que devoraron con fruición, acompañándose
con unos tragos largos de agua mineral bien helada.
- Son dos tipos- dijo Ravaioli limpiándose la mayonesa con el
dorso de la mano-, uno parece un bacán, y el otro es un tipo curtido,
como un marinero. El marinero estaba interesado en levantarse a la
rubia, o ya lo había hecho porque la chamuyaba pegadito a ella y meta
mano todo el tiempo, y la mina le daba cuerda, ¡ta fuerte la loca esa!.
127
<eh?- y Diago molesto, que se concretara a lo que había visto y oído, sin
comentarios fuera de lugar, ¿que había podido escuchar que fuera de
interés para ellos?
- Bueno- continuó Ravaioli-, el jueguito duró hasta que la mina se
enojó, parece que discutían por un negocio, porque escuché algo de no
se cuánto por ciento, y también mencionaban a Montevideo, y que sí
que no, y la tipa se calentó y levantó la voz y le pidieron que se bajara del
caballo y broma va broma viene para calmarla, ¡resultó calentona eh!,
hasta que el marinero se enojó y se miraron feo, y en eso me entregaron
los baurús y tuve que pagar y salir para no llamar la atención... ¿y ya
puede decirme de qué se trata?, estamos investigando la muerte del
Canario, ¿no?, ¿y esa gente que tiene que ver con ese asunto?
- A su tiempo- dijo Diago-, ahora abra bien los ojos que voy a
descabezar un sueñito...
Un sacudón y las palabras “¡jefe, jefe!” lo despertaron, vio a
la mujer salir con un bolso que no recordaba que llevara al entrar y
remontar la calle de tierra hacia la principal. ¿Qué hacer, seguir a la
rubia o quedarse esperando a los tipos ? La vio doblar hacia la plazoleta
y le dijo al cabo:
- La patrulla está esperando en la comisaría, vaya con ellos e
intercepten el auto de la rubia antes de llegar a Rocha, y sobre todo
busque la manera de que no puedan usar los celulares, ¿oyó?, eso es
fundamental, debemos seguir contando con el factor sorpresa. Yo me
quedo con esos dos- concluyó señalando con un gesto el pintoresco
restaurante.
Cuando el cabo se hubo marchado Diago bajó del auto, el calor
dentro del mismo era insoportable. Se sentó bajo unos transparentes, se
metió la gorra hasta los ojos y se quedó medio amodorrado, esforzándose
por no dormirse del todo. No tuvo que esperar mucho, dos tipos que
respondían a la descripción del cabo salieron del boliche y subieron
a una camioneta cuatro por cuatro con matrícula de Punta del Este
que estaba estacionada a unos veinte metros de la puerta, casi enfrente
adonde Diago se hacía el dormido, algo que en Valizas no llamaba la
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atención. A la hora de la siesta era imposible permanecer dentro de las
carpas ardiendo bajo los rayos del sol, así que muchachos y muchachas se
tendían a descansar en cualquier lugar público donde hubiera un poco
de sombra. Con los ojos entrecerrados los estudió cuidadosamente.
Uno era alto, fibroso y vestía una sencilla remera blanca con la que
destacaba su bronceado natural, ese era el que Ravaioli había descripto
como un marinero; el otro era de mediana estatura, bronceado de cama
solar, pelo aclarado, algo ventrudo sin ser gordo, Usaba una elegante
remera Lacoste y se sentó al volante de la camioneta. “Ese es el bacán”,
se dijo Diago dándole la razón al cabo. Sorpresivamente tomaron el
camino de las dunas, atravesando la desembocadura del arroyo por
un sitio que no tenía más de medio metro de agua y se perdieron
rápidamente para el lado del Polonio. Estaba prohibido transitar con
vehículos por ese lado, pero la prohibición era virtual, no real, ya que
no había vigilancia que lo impidiera. Se quedó maldiciendo pero al
mismo tiempo se dijo que no tenía elementos suficientes para actuar
contra ellos, primero debía averiguar quienes eran.
11. La investigación va tomando color
El siguiente paso fue llamar a Maldonado, de dónde provenía
la costosa camioneta, y solicitar todos los datos posibles sobre su
dueño, sus vinculaciones y sus negocios. Luego subió a su viejo coche y
emprendió el camino de regreso. No pasó mucho antes que recibiera
la llamada del Cabo Ravaioli.
-Jefe, los tipos entraron a Castillos, la mina se fue para el hotel y
el auto se quedó esperando afuera, ¿qué hacemos?
- No van a demorar en salir, tienen que estar en Montevideo antes
de las siete. Aprovechen para adelantarse y espérenlos a la altura de
la Inspección de Bromatología, ahí tienen que pasar despacio y una
patrulla al costado de la ruta no va a llamar la atención, es normal.
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Revise bien, es posible que transporten un cargamento de monedas
antiguas de mucho valor, y recuerde, ¡que no usen sus celulares, y usted
se comunica de inmediato conmigo para informarme!
Mientras traqueteaba por la ruta diez, la hermana pobre de la
ruta nueve, pero con un paisaje incomparablemente superior, el Sub
Oficial meditaba melancólicamente sobre la conveniencia de hacer ese
curso para Oficial... necesitaba un coche más nuevo, entre otras cosas, y
además sacarse de encima la supervisión molesta de algún superior con
cara de niño, recién egresado de la Escuela de Policía. Cuando iba por
La Pedrera, el balneario de las altas barrancas y vista sin igual recibió la
llamada que esperaba.
- Misión cumplida- dijo orgullosamente el cabo-, detuvimos el
auto, no les dimos tiempo a nada, ¡y sorpresa, en la mochila de la rubia
encontramos una bolsa de lona que contenía una cantidad de monedas
antiguas, todavía no las contamos, pero hay un montón, deben valer
una fortuna! ¿Eso era lo que esperaba encontrar jefe? <Y ahora que
hacemos?
Diago no podía en sí de la satisfacción que le produjeron estas
palabras. El rastro era cada vez más firme, ahora había que actuar con
rapidez y precisión.
- Llévenlos a la comisaría, que no se comuniquen con nadie
hasta que yo llegue... Sí, ya sé que tiene derecho a hacer una llamada,
un abogado y todo eso, pero usted ha visto mucha televisión, ¡que
no hablen con nadie hasta que yo pueda interrogarlos, sobre todo la
rubia!... ¿Los oficiales?, dígales de parte mía que voy para ahí, estoy a
media hora de camino, cuando llegue les explico todo lo que sé...
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12. Donde se cobra la primera pieza...
y la más codiciada
Pasó La Paloma y dobló por la veinte hacia Rocha. Los oficiales...
¿1 hacía todo el trabajo y ellos ponían la cara en televisión, eso no
le importaba, pero hubiera querido tener más independencia para
moverse. Ahora sólo le preocupaban dos cosas: que no le arruinaran
la investigación y reclamar los vales de combustible que le estaban
debiendo por usar su propio auto, ¡y eso sin contar el desgaste que
implicaba andar por caminos de polvo y pasto!
Llegó a la comisaría un cuarto de hora después que la patrulla
que conducía a los detenidos. Diago pasó lo más rápidamente que
pudo a la sala de interrogatorios, donde ya se encontraba la rubia con
una expresión que revelaba ira y frustración. Cuando entró Diago se
transformó en una mezcla de sorpresa y desprecio.
- Así que habías resultado tira- le dijo-... ¡qué tristeza!
- Si de oficios tristes hablamos...- contestó Diago.
La mujer hizo un gesto despectivo y miró hacia un lado.
- Vamos a hablar claro- dijo Diago-, no tenemos mucho tiempo.
Estás involucrada en cosas muy graves: tráfico ilegal, defraudación... y
sobre todo asesinato.
- ¡Yo no sé nada de eso- explotó la mujer, asustada-, sólo ayudaba
a un amigo a transportar un paquete, mi obligación era entregarlo y
listo, me aseguré que no fuera un asunto de drogas ni nada por el estilo,
apenas unas inofensivas monedas antiguas que ni sé de donde salieron!
- En eso estamos- Diago extrajo unas fotos de un cuerpo
semienterrado en una playa, primero de espalda, luego boca arriba
sobre la arena. Era un hombre aparentemente grande, de tamaño y de
edad. Los cabellos canos, el cuerpo que había sido fibroso pero ahora
mostraba señales de vejez y descomposición, un cuajaron de sangre
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le cubría parte del rostro y la cabeza. La mujer dio vuelta la cara con
aprehensión.
- ¿Y ése quién es?- inquirió desconfiada.
- Le decían “el Canario”, tenía un rancho en Valizas, aunque
pasaba la mayor parte de su tiempo en el campo, ¿no te dicen nada
esos datos?
- No, para nada, no lo conozco, creo, es difícil verle el rostro...
- Pues fue ejecutado con un tiro en la cabeza, y su asesinato está
relacionado con esas monedas que transportabas, así que cuéntame
todo lo que sabes, si no quieres terminar con una condena de muchos
años, cuando salgas vas a tener que dedicarte a otra cosa- dijo Diago,
mirándola de arriba abajo.
- “Cuéntame lo que sabes “- remedó la mujer-, que raro que hablan
acá... ya te dije que no sé nada... ¿y no tendría que tener un abogado?
- Mira que esto no es una serie de televisión ni cosa que se le
parezca, acá no tienes derecho a un abogado hasta que a nosotros nos
dé la gana, te podemos tener horas sentada ahí sin comer ni beber
ni dormir, y peor para ti, porque me parece que tu participación en
este asunto es muy periférica, ¡pero si no colaboras vas a salir con una
acusación de encubrimiento de asesinato!
- ¡Pero es que yo no sé nada, te lo juro! Mirá, salí un par de veces
con el tipo ese que le dicen “el Porteño”, uno alto y musculoso, si me
estuviste siguiendo ya sabés a quien me refiero, Marcelo me dijo que se
llamaba, y un buen día me buscó en la whiskería y me ofreció viajar a
Montevideo a vender unas monedas antiguas, me habló de cantidades
pequeñas, me dijo que las había sacado del mar y que el estado se iba
a quedar con casi todo, así que prefería venderlas bajo la mesa, y me
ofreció una comisión muy tentadora. ¡En una sola venta iba a sacar
más de lo que gano aquí en un mes! Me dio una lista de direcciones
a las cuales dirigirme y un número de celular para contactarlo cuando
saliera algo, ¡eso es todo lo que sé!!
- ¿Marcelo qué- preguntó Diago- y donde vive?
132
- Sin nombres, me dijo, es mejor para los dos, si ce agarran con las
monedas te las sacan y eso es todo, a vos no te pasa nada...
- Pero estuviste con él, ¿adonde te llevó, qué te contó?, en esos
momentos los hombres se van de la lengua... ¡en más de un sentido!-
dijo Diago y volvió a mirarla de una manera inconfundible- sería una
lástima que perdieras lo mejor de tu vida en la cárcel...
- ¿Y esto qué es, “Intrusos”? Bueno, si querés saber... me llevó a un
hotel en Aguas Dulces, ahí estuvimos un par de noches, ¡y te puedo
asegurar que no perdimos el tiempo hablando!
- Necesito más, todo lo que te acuerdes, ¿a qué se dedica?
- Tiene un barco, una especie de yate, me invitó a pasear pero ese
día nunca llegó... se dedica al buceo, saca cosas del mar, eso es lo que me
dijo. Dice que sacó las monedas del mar pero que eran muy pocas para
compartirlas con el gobierno, necesitaba venderlas para pagar el barco
y otras deudas...
-¿Quiénes son los otros dos, el tipo que andaba con “el Porteño”
en Valizas, el de la cuatro por cuatro y el otro, el chofer del auto que te
transportaba?
- El de la cuatro por cuatro es uruguayo, un chico bien, “Pacho”
me dijo que se llamaba, pero no estoy segura, quizás es un sobrenombre
tan falso como él. A lo que parece es socio en el asunto de las monedas,
y bastante arrogante, pasó todo el tiempo quejándose, que Valizas
parece un cantegril, que está lleno de hippies mugrientos, que los
caminos son un desastre y no se cuántas cosas más. El chofer es guardia
de seguridad, trabaja como guardaespaldas. Es contratado, igual que el
auto, su única misión era transportarme y cuidar de mí, no sabe nada...
¡ni siquiera sabía de las monedas, creía que era la amante de uno de
ellos, o de los dos!
- ¿Acaso no es así?- Diago la miró, interesado en la respuesta.
- No. “Business” - respondió la muchacha-, sólo eso, “business”,
¿se dice así no?... ¿Te importa acaso?
- Claro- dijo Diago, desviando la mirada-, hay que determinar tu
grado de participación, si sos cómplice o simplemente una “muía”.
133
- ¡Yo no soy muía de nadie!
- Pues eso es lo que estabas haciendo...
- ¡Te juro que no sé nada, quería ganar unos pesos extras, tengo un
hijo en Montevideo!
- La eterna historia... ¿cuántos viajes hiciste ?
- Tres con éste. ¿De qué me vas a acusar, te darás cuenta de que
estoy colaborando ?
- Si me dijiste la verdad y no tienes nada que ver con el crimen
no formularé cargos graves, en el informe diré que fuiste contratada
para entregar las monedas y que ignorabas su origen, ahora lo que te
va a costar es convencer al juez de que no sabías que era una operación
ilegal, ¿tienes antecedentes?, tú sabes a que me refiero...
- Nunca participé en ningún delito, ahora... por trabajar donde
trabajo me ficharon y me obligaron a hacerme el carné de salud, vos
sabés como es eso...
- Sí- contestó lacónicamente Diago, y luego dirigiéndose a la
puerta- vas a tener que esperar acá.
- ¿Y esc abogado?
- Más tarde, cuando haya atado algunos cabos...
Un rato más tarde Diago completó la información necesaria. £1
propietario de la poderosa Thunder resultó ser el hijo de un conocido
empresario de Punta del Este. Pero a Diago no le alcanzaba con eso. Hizo
una llamada personal a un compañero de sus comienzos en la policía, pero
que había hecho todos los cursos habidos y por haber, y ahora revistaba
como Oficial en la jefatura de Maldonado. Le pidió que le pasara algunos
datos “off-the-record” para no levantar la perdiz sobre el dueño de la
camioneta, sus negocios y sus amistades, y le pidió muy especialmente
reserva y presteza “si no queremos que borroneen el rastro” le había dicho.
Comenzó a redactar el informe que le pedían sus superiores
mientras meditaba sobre el caso. Los dos cadáveres de la Playa de la
Calavera, las monedas, la rubia, el empresario, el marino, eran como
piezas sueltas, pero pronto, estaba seguro, todo tomaría una forma
clara y definitiva.
134
13. Sobre marineros, financistas
y mujeres fatales
Poco después recibió la llamada que esperaba. Era su colega de
Maldonado que tenía información jugosa sobre los dos tipos misteriosos.
“El bacán” pertenecía a una familia adinerada, su padre era un empresario
conocido, pero el hijo le había salido un tiro al aire. En el ambiente se decía
que estaba vinculado al mundo de las drogas, pero no de cualquiera, sino
“de las buenas”, y por esa razón había caído en alguna redada, pero sólo
le habían podido comprobar “consumo”. Eso y sus influencias habían
logrado mantenerlo fuera de la cárcel. Su aburrimiento lo llevaba a
participar en empresas audaces, y tenía algunos amigos aventureros y poco
recomendables. “Últimamente- le dijo- se le ha visto mucho en compañía
de un argentino que tiene una empresa de buzos”, “¿Qué cosa, una textil?”
bromeó Diago, quien confirmó con estas palabras la información que le
había proporcionado Jackie, aunque prefirió aparentar cierta ignorancia
“no, no, de hombres ranas, tiene un yatecito, una lancha en realidad y
realizan trabajos bajo el agua, reparaciones, rescates, esas cosas”, “ajá, ¿y
cómo se llama ese argentino?” “Fabián algo, o “el porteño” mi informante
no tiene todos los datos, te puedo averiguar. En el puerto debe estar
registrado, dame veinticuatro horas”, y acá Diago que no, que no tenía
tanto tiempo, pero que siguiera averiguando lo que pudiera, si últimamente
había movido valores, dinero, lo que fuera, dónde estaba su barco, quienes
eran sus hombres y todo lo que pudiera ser útil para la investigación.
- ¿Vos sabés el trabajo que nos estás dando? Decime, ¿qué está
pasando, y qué sacamos nosotros de todo esto?- inquirió el fernandino.
- Algo grande, aunque todavía no tengo todos los datos, tráfico
de monedas antiguas por lo menos, y quizás un asesinato, pero por
favor, actúen con discreción, las pistas del crimen son muy difusas y
si levantamos la perdiz, los perdemos. Cuando tenga las pruebas, te
prometo que compartiremos todo... incluso los créditos.
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Volvió Diago adonde estaba la mujer.
- Necesito que colabores.
- ¿Más todavia? No tratarás de ponerme un micrófono o algo por
el estilo, ¡eso no lo Haré jamás!- Jackie se puso en guardia.
- No, necesito que hagas una llamada, luego desapareces...
- \Luego desapareces, luego desapareces!- la mujer, resentida, se
burló una vez más del acento róchense de Diago- ¿acaso no sabes que
no tengo adónde ir?, ¿querés que me peguen un tiro en la cabeza?, esa
es la suerte de los ortibas.
- Necesito ganar tiempo, ellos no saben todavía que te tenemos,
ni tienen por qué pensar que los entregaste, en realidad ya sabemos
quienes son, y lo que nos interesa es descubrir su responsabilidad
en el crimen del Canario. Si no tienes nada que ver con eso es mejor
que colabores, de lo contrario te acusarán de encubrimiento, pasarás
años en la cárcel y cuando salgas... ¿conoces el tango?: “vieja, fanéy
descangayada..!’, canturreó Diago.
- Bueno, lo pensaré. ¿Y qué garantía tengo?
- Tendrás que aceptar mi palabra, es mejor que nada. Y ahora
mismo no hay tiempo, debes decidirte, estás con nosotros o estás con
ellos y sos una encubridora. Di que sí y estoy dispuesto a informar que
participaste engañada, que no sabías nada- Diago pensaba que era fácil
prometer, que la verdad completa sólo iba a salir cuando tuviera las
declaraciones de todos los implicados.
- “¡Di que sí, di que sí- parodió una vez más la rubia- como si
fuera tan fácil!”, pero unos minutos después hacía la llamada: que había
hecho la entrega, que estaba todo bien. “Voy para ahí y llevo la plata-
agregó- ¿dónde nos vemos?”.
Un instante después cortó la conversación y miró a Diago,
siempre con resentimiento.
- Me esperan esta noche a las diez, que agarre la ruta a Punta del
Este y media hora antes llamarán para decirme el lugar exacto. ¡Por
supuesto no pienso ir-dijo la mujer-, por nada del mundo!
136
- No será necesario, yo puedo reconocerlos. Además tu chofer
ya cantó todo lo que sabe, que no es mucho, pero ayuda. ¿Sabías que
trabaja para el padre del socio del porteño, el que te dijo que se llamaba
Pacho? Es un guardia de seguridad, todo va encajando.
- Veo que te especializás en sacarle información a la gente...
Diago se acordó del pelirrojo fascista de “CSI Miami”, se puso de
costado, “that... is my job” dijo con énfasis cinematográfico y se fue sin
mirarla.
14. Un crimen antiguo
La llamada llegó puntual, el sitio de encuentro fue fijado en “Las
Tablitas”, una pintoresca cantina situada en la rambla costanera, entre
La Barra y Manantiales. La operación fue relampagueante y exitosa. El
Mitsubishi blanco fue estacionado en una calle lateral, a unos metros
de la esquina, a modo de señuelo. Cuando los dos hombres ingresaron
al local buscaron con la vista a la intermediaria de sus operaciones,
pero no la encontraron, en lugar de eso vieron a Diago, que comía
plácidamente una milanesa al pan, entre otros clientes. Eligieron una
mesa y se sentaron, desconfiados, mirando hacia todos lados. En ese
momento Diago hizo una señal y cuatro hombres estratégicamente
distribuidos saltaron sobre ambos, los redujeron sin darles tiempo a
pestañear y se los llevaron ante la atención estupefacta de una veintena
de clientes.
Poco después el Sub Oficial coordinaba el resto de la operación,
que incluía la detención de algunas personas y la captura del barco de
“el Porteño”.
Sus sospechas se vieron confirmadas al poco rato, cuando le
comunicaron que en la lancha que el Porteño llamaba ampulosamente
“mi yate”, tras un panel oculto se había encontrado un arca con
137
monedas antiguas de oro y que se había detenido a un marinero de a
bordo, también buzo, como su jefe.
- <¡Me querés decir de donde puta salieron esas monedas!?- le
había espetado por teléfono su amigo de la Jefatura de Maldonado, que
se había encargado de organizar el operativo.
- Estaban enterradas en la playa- dijo Diago-, es lo único que sé
sobre ellas...
Dos hombres subieron los remos y empujaron la barca hasta la orilla
con el agua chicoteándoles los altas botas marinas. Arrojaron un ancla
sobre la arena y luego, con dificultad, bajaron unos cofres de metal y los
depositaron en la playa.
- ¿Qué hacemos ahora ?
- Tranquilo, ahí arriba hay una cruz donde enterraron a algunos
marineros del Polonio, una barcaza que se hundió acá cerca hace unos
años. La usaremos como referencia para enterrar los cofres hasta que
podamos volver por ellos.
- Polonio, Polloni, ¿qué casualidad, no? Nada me extrañaría que
este lugar se llamara Polonio algún día - dijo el hombre y rio exhibiendo
una dentadura amarilla y de dientes espaciados como almenas,
lamentablemente típica en los hombres de mar.
Al Capitán Polloni nunca le había gustado el Piloto Mayor de
Arturo, encontraba su risa mordaz, despectiva, además sospechaba de un
torvo pasado. Claro, él mismo no era mucho mejor en esas circunstancias.
Muchos años jugándose la vida, capeando temporales, atravesando
mares infestados de piratas, cumpliendo a rajatabla su deber, ¿y todo
para qué?: para que se enriquecieran otros que no movían su trasero de
los mullidos sillones de sus palacios de Madrid, Sevilla o Barcelona. Por
razones similares se habían hecho piratas marinos de gran renombre como
el Capitán Kidd o el Capitán Bowen. Años y años lejos de su familia,
apenas había tenido el tiempo para hacer hijos, pero no para verlos
crecer. Eran años que habían erosionado su amor al mar y a la profesión.
Hubiera querido retirarse, pero después de transportar tantos tesoros que
138
había defendido con riesgo de su vida, no tenía nada ni derecho a nada.
Debía seguir y seguir hasta dejar sus huesos y su memoria en alguno de
los remotos mares de oriente o de occidente. Así es que decidió apresurar
su retiro, pero para ello necesitaba fabricarse un golpe de suerte, un golpe
que le permitiera retirarse con su familia a una linda finca en la campiña
de Toscana, donde había transcurrido su infancia. La carga secreta
del Nuestra Señora del Rosario era la oportunidad que había estado
esperando, más de ochocientos milpesos en monedas de la ceca dé Santiago.
Era frecuente que se cargaran estos tesoros bajo el más estricto secreto, en
algunas ocasiones sólo el capitán estaba al tanto de estos cargamentos. Era
laforma de evitar que la noticia trascendiera y de repente todos los piratas
de los mares estuvieran tras el rastro de la nave. Pero necesitaba alguien
que lo secundara, y no le costó encontrarlo. El Piloto Mayor de Arturo era
hombre ducho en marinería, pero el capitán Pollonipensaba que ocultaba
muchas cosas de su pasado. Se basaba para ello en su conocimiento de los
hombres, en su convicción de que la fisonomía de una persona era casi
siempre una ventana abierta a su espíritu. Su mirada huidiza, su risa
cínica, aquellas viejas cicatrices que le cruzaban la espalda y resaltaban
especialmente cuando con el poderoso torso desnudo y cubierto de sudor
timoneaba la nave bajo el ardiente sol revelaban su verdadera naturaleza.
Entonces el sudor se canalizaba trazando el mapa de su oscuro pasado.
En esos momentos el Capitán Joseph Polloni había podido leer en los
antiguos surcos un pasado de castigos atroces, en los cuales atado al mástil
principal había pagado quien sabe que delitos con los latigazos terribles
del contramaestre. Adivinó el resentimiento acumulado, el odio, el ansia
de revancha, y no se equivocó.
- Tomaremos esta cruz como referencia-le repitió Polloni-, mire
allí, al pie de esas rocas aisladas, unos cien pasos al norte, parece un lugar
ideal... allí enterraremos las arcas hasta que podamos volver por ellas...
Mientras uno empuñaba la pala y cavaba en la mezcla de arena,
tierra y grava menuda, el otro vigilaba, una preocupación casi ociosa,
era imposible que alguien llegara hasta ese apartado lugar, una trampa
de arena y agua entre extensos medanales y corrientes embravecidas
139
sobre cuyo horizonte, como una barrera natural se veían a los lados dos
prominentes cabos rocosos y al fondo dos grupos de islas, islotes mejor
dicho, sin ningún aprovechamiento salvo para los lobos marinos y las
gaviotas que establecían en ellos sus colonias de reproducción. Varios barcos
se habían perdido ya en esos canales sembrados de escollos y restingas y
muchos más se perderían andando el tiempo. No entraba en ese grupo el
Nuestra Señora del Rosario, también llamado Fredisburg, nombre clave
que le asignaban quienes transportaban cargamentos escondidos en sus
bodegas. El “Fredisburg" no se había perdido por causas naturales o por
acción de los elementos, sino que todo había sido decidido entre el capitán
y el piloto. El plan era sencillo y se había cumplido a la perfección. El
capitán le señaló al piloto un banco cercano a la costa en el cual había
que encallar el barco en un día tranquilo y soleado, cosa de no perder ni
el cargamento ni a ninguno de los hombres de a bordo. Era la condición
principal que había impuesto el capitán Polloni, quien no quería llevaren
su conciencia ninguna víctima inocente de su ambición y resentimiento.
Como estaba previsto el barco se depositó suavemente sobre la restinga en
el canal entre el islote y la costa. No fue difícil rescatar a la tripulación
que llegó a playa en varios viajes de los escasos botes que había a bordo,
también fue posible rescatar las provisiones y hasta algunas lonas y
muebles que permitieron improvisar un campamento mientras algunos
osados se dirigían caminando al Maldonado, atravesando inhóspitas
tierras de indios, para solicitar el auxilio que tardó en llegar varios días.
Luego vinieron los carros que fueron transportando a Montevideo a los
pasajeros, con sus equipajes, el cargamento y todas las cosas de valor que
pudieron rescatar del barco y que iban a remate, como era usual en esos
casos, para resarcir en parte a los armadores e inversionistas. Todo fue
trasladado a Montevideo, todo menos la carga secreta de la cual sólo
sabían el Capitán Polloni y el Piloto Mayor de Arturo. Cuando ya
quedaba muy poco que rescatar y el Nuestra Señora, alias el Fredisburg,
se escoraba irremediablemente desplazándose hacia el borde del banco
de arena, una noche de luna llena semioculta por las nubes típicas del
país, las que tiempo después inspirarían a tantos paisajistas, una barca
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con dos hombres a bordo abandonó sigilosamente la costa y se dirigió a
la abandonada nave. Allí, en un compartimiento secreto en el camarote
del capitán aguardaban ochocientos mil pesos en monedas no declaradas
que provenían de Santiago, y en las cuales el Capitán Polloni cifraba sus
esperanzas y su futuro. Desmontaron unas tablas con la ayuda de una
uña de hierro y un martillo y obtenida la recompensa por la cual habían
jugado sus carreras y sus vidas la transportaron al bote y de allí a la orilla.
No podían llevar los cofres consigo en los carros, ni dejarlos en el barco
que a la primera tormenta se deslizaría inevitablemente hacia el fondo
arenoso del estuario donde quedaría sepultado para siempre.
Y así fue como se vieron cavando un pozo, en un lugar que ambos
recordarían mientras les quedara vida. Cuando juzgaron que era
suficientemente hondo colocaron un piso de piedras y luego depositaron los
cofres. ¿ Cuántos cofres eran ? Aquí es difícilprecisar los datos, los suficientes
para contener ochocientos mil pesos. ¿Pudo finalmente el Capitán volver
por alguno de ellos, y cumplir sus sueños, los encontró alguien más o
quizás se hundieron irremediablemente con el Nuestra Señora? Lo
cierto es que tenemos noticias de uno sólo, lo demás será quizás, para
siempre, parte del misterio de esas costas inextricables. Lo cierto es que
De Arturo aún paleaba cuando el sol se elevó sobre el horizonte. Polloni
se distrajo contemplando el espectáculo siempre idéntico y siempre nuevo
del amanecer, los dedos rosados de la aurora extendiéndose mágicamente
hasta donde alcanzaba la vista, cuando algo casi imperceptible, una
vibración del aire, una sombra, una respiración alterada apenas audible
entre el ronco crepitar de las olas, le impulsaron a echarse a un lado al
tiempo que metía la mano bajo el ancho cinturón y amartillaba una
pistola corta, de dos caños que traía oculta a la vista. El movimiento evitó
que la pala, descargada con unafuerza descomunal le partiera la cabeza,
en vez de ello golpeó sobre su hombro izquierdo y se deslizó por su cuerpo.
Sobreponiéndose a una terrible puntada el Capitán Polloni alzó el arma
y disparó, una vez, y como el otro hombre hiciera todavía un esfuerzo
por enarbolar la pala volvió a disparar. De Arturo soltó finalmente su
improvisada arma, se llevó las manos al pecho tratando de contener una
141
fuente de sangre y cayó, quedando a medias apoyado sobre el montículo
de arena a un costado del pozo. Miraba aún al capitán con una expresión
mezcla de odio e incredulidad.
- ¿Por qué?- preguntó Polloni- ¿por qué?, ¡ambos podíamos ser
inmensamente ricos!
- No fue ambición- contestó dificultosamente De Arturo- temía que
me traicionaras, y no estaba equivocado... tenías un arma oculta...ibas a
asesinarme...
- ¡No, no iba a hacerlo, no confiaba en vos, simplemente, pero nunca
os hubiera matado si no me hubieras obligado!
- ¡Maldito seas, - alcanzó a barbotar entre vómitos de sangre el
piloto De Arturo- no os creo!-y con una sonrisa escéptica dibujada en la
boca sus ojos adquirieron la absoluta fijeza de la muerte.
Polloni reaccionó lentamente. Haciendo un gran esfuerzo pudo
controlar el dolor de la clavícula rota y empujó a De Arturo arrojándolo
dentro del pozo semi cubierto. Luego, valiéndose de un solo brazo terminó
de tapar el hueco. Al menos el dolor le ayudaba a apartar de su mente lo
ocurrido: la muerte de ese hombre que hasta un rato antes había sido su
compañero y su compinche. Casi sin querer recordó una antigua fábula
que le había contado su padre, la del escorpión y la rana. De Arturo
no podía evitar actuar como lo hizo, Polloni siempre lo había sabido.
Incluso lamentó el momento de distracción en el cual le había dado la
oportunidad al torvo piloto mayor y le había obligado a matarlo. Pero
ya estaba hecho, ahora sólo le quedaba completar el trabajo. Como pudo
acarreó algunas plantas de las que se extienden como enredaderas entre
las rocas disimulando lo mejor posible el lugar del enterramiento.
El sol alto indicaba ya el mediodía cuando volvió al bote. Como
pudo, gimiendo todavía por el dolor, subió a bordo de lafrágil embarcación
que se sacudía a impulsos del sempiterno oleaje de aquellos parajes, y luego
con un cuchillo hizo lo único posible, cortó la soga y dejó que derivara
hacia el mar. Luego de reposar un rato en el fondo de la embarcación,
los ojos vueltos a las alturas, rogando que no se despedazase contra
alguna roca, pudo erguirse y tomando un remo trató de dirigirse hacia la
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ensenada de Castillos. Bajo el azul caliginoso del cielo se recortaban ahora
la Punta del Diablo coronada por el Cerro de la Buena Vista y la Isla del
Marco. Lo acompañaban el ronco estruendo del mar en aquel laberinto
de rocas y el graznido lúgubre de las gaviotas. De tanto en tanto algún
lobo solitario sacaba la cabeza fuera del agua para respirar, y tras echar
una mirada indiferente volvía a sumergirse en busca de las centollas, los
grandes cangrejos rojos que constituían su casi exclusivo alimento, testigo
indiferente de su pequeña e increíble odisea.
Polloni meditaba mientras tanto en la historia que debía contar de
regreso al campamento: que habían ido al barco a ver que podían salvar
aún, ya que su hundimiento parecía inminente, y que había ocurrido
un accidente, el Nuestra Señora se había escorado de golpe sepultando al
piloto de Arturo, mientras que él mismo se había salvado de milagro tras
recibir un terrible golpe. La clavículafracturada, o por lo menosfisurada,
era la prueba que aventaría cualquier sospecha. Por otra parte el Capitán
Joseph Polloni era un marino intachable, su palabra era tomada siempre
como verdad sagrada. En cuanto al resto, a, la recuperación del tesoro, ya
volvería por él cuando todo hubiera pasado, cuando se disipara cualquier
sospecha y estuviera en condiciones de hacerlo. Se llevaría lo que pudiera
y algún día volvería por el resto. Esperaba que no pasara demasiado
tiempo, la verde y umbrosa campiña toscana lo reclamaba cada vez con
más intensidad. Si pudo hacerlo o no...es otra historia. Mientras tanto
el esqueleto del Piloto Mayor De Arturo, siniestro guardián, cuidaría el
tesoro y esperaría pacientemente, por toda la eternidad si era necesario.
Antes de superar el cabo fácilmente reconocible por su cerro coronado de
piedras, dirigió una última mirada al desierto paisaje, y se estremeció
pensando en cuántas vidas y bienes cobraría todavía aquella costa erizada
de rocas, restingas y corrientes traicioneras...
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15. Seleccionando el pescado en el espinel
- ¡Yo no tengo nada que ver con ningún asesinato!- bramaba el
hombre, un treintañero, mientras se mesaba con desesperación la
cabellera rala, casi naranja- ¡yo sólo aporté dinero, fui el capitalista
en una empresa que me pareció atractiva, aventurera, el rescate de un
tesoro hundido en el mar!
Diago insistió con sus punzantes preguntas, sin convencerse del
todo, pero al mismo tiempo iba reformulando sus hipótesis. £1 hosco
mutismo del autodenominado “Capitán Robledo”, también conocido
como “Marcelo”, “Fabián” o “el Porteño”, dueño de la empresa de
rescate marino y buzo principal, le obligaron a hilar concienzudamente
los hechos.
Todas las monedas encontradas a bordo de la nave resultaron ser
de la misma partida, todas iguales a las que transportaba la rubia y a
la que el Canario había obsequiado a la joven pareja en Valizas. Todas
eran vasos comunicantes. Diago no dudaba que el crimen del Canario
estaba relacionado con el tesoro que había llegado casualmente a sus
manos. No había sabido guardar el secreto, o se había arrimado a quién
no debía... el asunto estaba ahí... faltaban los detalles y el autor material
del crimen.
Separar a todos los implicados, agotarlos, apretarlos uno por uno
con una mezcla de promesas y amenazas era la estrategia habitual en
estos casos, y no falló tampoco esta vez. El “puzzle” se fue armando
con cierta facilidad. Sólo faltaban la confesión, y si era posible el arma.
El buzo capturado a bordo fue el primero en aflojar: “...le pidió la
camioneta prestada al coso ese de Punta del Este-dijo-, después me
hizo acompañarlo a buscar al tal Canario, nos encontramos en Valizas
supuestamente para hacer un negocio, el tipo tenía unas monedas
para vender, ni siquiera sabía su valor, lo subimos a la camioneta y lo
llevamos a la Playa de la Calavera. Yo no sabía que “el Porteño” iba a
matarlo, tomamos unos tragos que le aflojaron la lengua, el Porteño
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estuvo muy convincente, y el Canario cantó como nunca. Después,
aprovechando que estaba borracho lo llevó a pasear por la playa. Yo me
quedé en el auto. En resumidas cuentas el Porteño volvió solo. Me dio
una pala y me ordenó que fuera a enterrar el cuerpo que estaba sobre
la arena, que no demorara, que ya estaba amaneciendo y no tardarían
en empezar a pasar caminantes por la playa, esos que se mueven entre
Valizas y el Polonio. No pude sino hacer lo que me decía. Yo estaba
impactado, me hizo cómplice, pero no podía decir nada, un poco por
lealtad y otro poco porque le tenía miedo. Después de un rato me dijo
que me consideraba un amigo, que me iba a recompensar muy bien, que
no había forma que nos conectaran con ese crimen, y un montón de
cosas más. Hablaba y hablaba, creo que estaba conmovido, ni siquiera
estoy seguro de que lo hubiera planeado antes. Volvimos a Valizas y
estacionamos a un costado de la principal. Era de noche todavía. El
Porteño fue hasta el rancho del Canario y volvió con una bolsa que
contenía algo muy pesado, no hice preguntas, no quería saber nada”.
“¿Y el arma?”, inquirió Diago. “No sé, quizás la tiró por ahí, o quizás
no, era un arma alemana, de la segunda guerra mundial. Siempre la
mostraba con orgullo, la quería mucho, creo que fue de su padre...”
“¿Ah sí?-pensó Diago-, ya aparecerá entonces, estos tipos se encariñan
con un arma como si fuera un mina, dudo que la haya tirado al fondo
del mar, sería como una traición”.
Finalmente le tocó el tumo a Robledo, Diago simplemente se
sentó frente al marino y reconstruyó minuciosamente los hechos,
estaba seguro que no le erraba casi en ningún punto. El Porteño estaba
visiblemente abatido, negó todo, hosco.
- Tengo tres declaraciones que te incriminan- le espetó el Sub
Oficial-, estás frito, y más vale que me digas donde está el arma, si no
querés que desmantelemos tu barco...
- Es asunto suyo, yo no le voy a decir nada, no sé nada de ese
crimen, están buscando un chivo expiatorio...
- ¿De dónde sacaste las monedas?
- Las encontré, soy un buscador de tesoros.
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-Puede ser, pero me parece que este tesoro ya lo había encontrado
alguien antes que tú... está bien, no necesito tu confesión, tengo todas
las piezas del rompecabezas, sólo me falta encontrar el arma, estoy
seguro que no te deshiciste de ella, una pieza de colección según me
contaron, es cuestión de tiempo encontrarla... Yo me voy a terminar el
informe y a dormir un rato, mañana nos espera el juez. ¡Que disfrutes
el calabozo!
Al otro día Diago se presentó triunfante en la celda del Porteño.
Traía en sus manos un bulto cuidadosamente envuelto en varias bolsas
impermeables y meticulosamente encintadas.
- ¡Adivina qué tengo acá!- le dijo rebosante de satisfacción. Luego
abrió cuidadosamente el paquete hasta que quedó a la vista una pistola
negra, de largo caño, esmeradamente bruñida y engrasada- ¿Esta
es tu pistola verdad?, no te criticaré por haberla conservado, es una
verdadera reliquia, ¿proviene de algún marino del Graff Spee quizás?,
bueno, no importa, supuse que un submarinista como tú ocultaría las
cosas bajo el agua, y no me equivoqué. Envié un buzo de la prefectura y
ahí estaba, ¡pegadita al casco de la embarcación, donde tú la dejaste! ¡Y
no te molestes en negarlo, ya la procesamos, y tiene tus huellas! Y ahora
quizás puedas contarme el resto, ¿por qué lo hiciste? ¿Era necesario
matar al Canario, valían la pena unas cuantas monedas?
- ¡¿Si valían la pena- explotó Robledo-, si valían la pena! ?- sacudió
la cabeza y su mirada se oscureció, como si mirara “para adentro”.
Comenzó una especie de monólogo, que Diago se cuidó de no
interrumpir.
- Una vieja historia de piratas, con todos los ingredientes:
naufragios, tesoros enterrados, crímenes antiguos... toda mi vida
estuve detrás de algo así, años y años buscando, arriesgando mi vida
bajo estas aguas oscuras y traicioneras, arrastrándome en las oficinas
de algún ricachón para obtener financiación o ante algún burócrata
para conseguir un permiso, ¿y todo para qué?, para sacar unos cuantos
trastos cascados de loza o de porcelana, unos candelabros de bronce y
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un par de cañones herrumbrados... y de repente aparece ese viejo, ese
don nadie que nunca oyó hablar del Polonio, ni del Nuestra Señora del
Rosario, ni del Fredisburg, ni de nada, preguntando si alguien sabía
del valor de una moneda que había encontrado... cuando vi la fecha
y la efigie de Fernando VI me vino inmediatamente a la memoria lo
que había leído sobre el naufragio del Fredisburg, la fecha coincidía,
¡nunca había visto una moneda igual! No fue difícil emborracharlo y
sacarle todos los datos. Después... la suerte estaba echada... ¡y no fue
por el dinero, nunca fue por el dinero, siempre fue por la aventura!
¡Qué saben ustedes de la exaltación de la búsqueda, la expectativa, la
ilusión del hallazgo soñado durante tantos años y que nunca llegó! ...-
eso dijo, y allí quedó cabizbajo, ensimismado, derrotado.
«Para qué agregar nada? Diago volvió a su oficina. Caso cerrado.
¿A quién pertenecía ahora el tesoro? ¿Al Estado, a la familia del
Canario si es que tenía alguna, habría quizás algún reclamo ancestral?
No le correspondía a él determinarlo. Las monedas fueron Opositadas
en el Banco de la República a la espera de que el juez competente
decidiera a quién pertenecían. Tenía la esperanza de que fueran a
remate y sirvieran para construir más escuelas, siempre necesarias. En
su informe detalló con precisión la participación de cada uno, pero en
lo que respecta a Jackie sólo estipuló, y ratificó después ante el juez, que
había sido contratada para las entregas de monedas, una intermediaria
que ignoraba el crimen, el robo, la estafa, en fin, una víctima más de la
miserias de este mundo. Por supuesto fue procesada, pero poco después
quedó libre aunque emplazada, “por falta de méritos”.
147
16. Epílogo en la whiskería de Castillos
Apenas salió Jackie se fue a Montevideo a visitar a su hijo y a los
pocos días estaba otra vez trabajando en la whiskería. Cuando hizo su
número en el pequeño escenario le pareció ver una figura conocida en
un ángulo penumbroso. La esfera de luces giraba arrojando sobre su
cuerpo fírme y bronceado una catarata de colores mientras echaba atrás
la cabeza y sacudía sus cabellos rubios, colgada boca abajo en la barra
vertical. Terminó su acto, se envolvió como siempre en la sugestiva
mantilla semitransparente, sin vacilar caminó hacia la mesa del fondo y
se desplomó sobre una silla.
• No sé que hacés acá-dijo-, sos un poco audaz, después de que me
tuvieron una semana detenida por tu culpa.
- Por mi culpa estás ahora acá- respondió Diago-, tú sabías más de
lo que contaste, y yo fingí creerte... ¡cumplí mi palabra!
- Quizás, <pero qué saqué yo de todo esto? Sólo perdí mi tiempo
y me llevé flor de susto...
- Mira, tu hijo no tiene que ir a visitarte a la cárcel, eso ya es
importante, me parece. Además no estoy tan seguro de que no hayas
sacado nada. Algo deben haberte adelantado, y quería advertirte que
tuvieras cuidado con las monedas que guardaste “como recuerdo”...
La mujer se paró de golpe. Iba a gritar, a insultarlo, pero se dio
cuenta de que no le convenía.
- <De qué estás hablando?- preguntó con su voz ronca, la mirada
encendida en ira.
- De las que le dejaste escondidas en algún lado, posiblemente en
el hotel, <o se las diste a alguien para que te las guardara? El porteño
declaró que te entregó ciento veinte monedas, pero aparecieron sólo
cien. ¿Era tu comisión, no, o vos mismo decidiste que era lo que te
correspondía? Creo que extravié esa parte de la declaración, o puse solo
cien, no me acuerdo, había cosas más importantes que andar buscando
veinte monedas extraviadas...
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La mujer fue hasta el mostrador, pidió un cigarro al cantinero, lo
encendió y volvió a sentarse frente a Diago. Lo envolvió con una gran
bocanada de humo y se quedó quieta, mirándolo.
- No sé de que estás hablando... ni cual es tu interés, ¿andas
buscando una parte?
- No te preocupes, no busco nada, es que no me gusta que me
tomen por un pelotudo. Sólo quiero advertirte que andes con pie de
plomo, esas monedas valen una pequeña fortuna, pero es peligroso
moverlas ahora. Ten cuidado con quien hablas, mira lo que le pasó al
Canario. ¿Sabes qué?, creo que ésta es la oportunidad de tu vida, y no
quiero arruinarla, todo el mundo se merece una segunda oportunidad.
Si sigues en esto... vas a terminar en algún burdel barato... todas
terminan así...
- ¡Eso no va a ocurrir conmigo!- contestó exaltada la mujer.
- Me alegraría mucho que así fuera... debo confesar que me gustas,
y creo que tienes madera para otra cosa.
- ¿Y si me gustara esta vida?- preguntó Jackic y se quedó
mirándolo, desafiante.
- Eso me temo, que te gusta esta vida, va con tu carácter... pero
siempre es mejor estar del otro lado del mostrador ¿no?, explotar que
ser explotada. Con unos treinta o quizás cuarenta mil dólares puedes
empezar tu propio negocio... - Diago se llevó el vaso a la boca y bebió
un trago largo, mirándola de reojo. Sacó un billete, lo depositó sobre
la mesa y puso el vaso encima. Después se levantó, despacio. Hubo una
pausa, un instante de silencio, de esos que son quebrados a veces por
una palabra o un gesto que pueden cambiar el curso de muchas cosas.
La mano de la mujer se extendió para tomarlo del brazo,
reteniéndolo.
- No te vayas todavía, quiero hablar contigo. Hago una ronda
entre las mesas, me cambio y salgo, ¿me esperás?
- Claro que sí... en realidad no quería que nuestra conversación
terminara tan pronto. Estaré afuera.
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La brisa nocturna le hizo bien, lo sofocaba la humareda del local.
Sonreía en la oscuridad, satisfecho. Se recostó a un árbol y miró el
cielo estrellado. “He trabajado mucho últimamente- se dijo-, creo que
merezco un par de días de descanso...” Entonces, previsoramente, llevó
la mano al bolsillo y apagó el celular.
150
LA LIGA
La noche cayó sobre el baldío, medio enterrado entre desechos
de reciclaje. Allá abajo, en un pozo cuadrado de un centenar de metros
por lado, sobresalían todavía unos viejos postes irregulares pero aún
enhiestos, que resistían el avance del tiempo en medio de la desolación
y la basura. Un poco más lejos se extendía el asentamiento, oscuro,
ominoso, aletargado. Apenas algunas lucecitas acá y allá que flameaban
ligeramente apuntando la existencia de vidas ligeras, casi inexistentes.
Desde la ventana del segundo piso de un edificio de apartamentos
ubicado en el límite del asentamiento, me asomaba como tantas
noches a aquel mundo a la vez cercano y distante, me ensimismaba en
la contemplación de aquel universo oscuro, irrisorio, tan amenazante
e incompresible. Las estrellas perforaban el fondo sombrío del cielo
cuando me levanté de mi sillay me dirigí ala cocina apreparar una bebida.
Apenas había saboreado un par de tragos y me disponía a situarme
ante la televisión cuando sentí unos gritos y vivas que provenían del
predio del frente, cruzando la ancha calle de canteros que funcionaba
como divisoria de ambos mundos. Extrañado volví a mi lugar de
observación y allí, bajo una luna redonda y blanca que inundaba el
paisaje con una luz lechosa y brillante, juro que vi claramente dos filás
de hombres oscuros que se dirigían al centro de un campo de fútbol
irregularmente marcado, con su arcos, sus banderines, y a un grupo
de personas apostados a los costados que agitaban banderas y vivaban
a los equipos, que eso eran: dos equipos de fútbol que se dirigían al
centro de la cancha a realizar los rituales previos al comienzo de un
partido. Uno vestía una camiseta roja y negra, el otro blanca. No podía
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dar crédito a mis ojos, si hasta un rato atrás eso era un descampado, un
agujero infame de la ciudad semi tapado por basura. No era posible una
transformación tan radical en cuestión de momentos. Miré desconfiado
al vaso, ¿qué estaba tomando? Pero era lo mismo de todas las noches,
un güisqui suave, escocés legítimo, no de los más caros pero bastante
bueno. Bebí un trago largo pensando, “bueno, ahora van a desaparecer,
no están ahí, eso es un espejismo, una alucinación, <o estaré al borde
del “delirium tremens”? Pero no, yo no me consideraba un bebedor
empedernido, un alcohólico crónico digamos, siempre había respetado
mi límite, ni siquiera recordaba haber tenido una verdadera borrachera
desde los lejanos días de la adolescencia. No, no podía ser eso, y ya los
gritos inequívocos perforaban la noche, vivas, reclamos, alaridos que
expresaban aprobación, recriminación o decepción, y ya corrían los
jugadores tras una pelota blanca, inmaculada, que saltaba y rebotaba
e iba de acá para allá recortándose en el fondo oscuro de la noche, y
ya me atrapaba con esa seducción empática, irracional, que una pelota
ejerce sobre todos o casi todos los hombres, grupo en el cual me incluyo
con entusiasmo.
Súbitamente me invadió una decisión desconocida para mí,
acostumbrado a balconear los acontecimientos desde lejos, espectador
confeso e irredimible del espectáculo del mundo. Algo me atraía
con fuerza desconocida. Un trago largo, hasta el fondo, me calcé las
zapatillas, dejé la billetera sobre un estante - nunca se sabe-, salí y bajé
presuroso las escaleras- no tenemos ascensor, por otra parte, dominado
como estaba por la ansiedad yo no hubiera podido esperar- y salí a la
calle, dispuesto a cruzar el ancho bulevar para develar el misterio. Pero
para mi sorpresa me aguardaba la más absoluta oscuridad del otro lado
de la calle. Nada, sombras y silencio, apenas el ladrido famélico de
algún perro y el traquetear de un viejo auto que subía roncando por
el bulevar.
Desconcertado permanecí todavía un momento en la acera,
mirando atónito hacia el otro lado de la calzada. Convencido de que
no había nada allí, confundido, asustado por la irracionalidad de mis
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sentidos, subí caviloso las escaleras. Me asomé al ventanal entre ansioso
y amilanado. Toda la excitación, el espectáculo y hasta aquella luz
fantasmagórica habían desaparecido. La palidez lunar apenas permitía
vislumbrar la desolación habitual de aquel lugar. No quise preguntarme
demasiado sobre lo que, estaba seguro, había visto claramente unos
minutos antes. Temía por mi solidez mental, nunca puesta a prueba
pero que me daba indicios de resquebrajarse un tanto en los últimos
tiempos, atrapado como Don Quijote en una vida monótona y
degradada que me llevaba a caer cada vez más a menudo en estados
de ensoñación. Cierto que mi condición de espectador crónico dejaba
a veces paso a cierta interacción, al menos dentro de la fantasía, que
me reconfortaba, pero no siempre era suficiente. Por suerte el remedio
estaba a mi alcance: bastante hielo, alcohol hasta el borde, eso era lo que
necesitaba para enfrentar una noche que amenazaba ponerse difícil,
con demasiados demonios en el aire. Siempre tuve eso de bueno: un
par de güisquis bien servidos me hacen caer dormido impidiéndome
llegar a la intoxicación. Debo levantarme temprano para ir a trabajar,
y no podría soportar una resaca diaria, y mis superiores menos. Por
suerte esa noche no fue la excepción, aunque no descansé como
acostumbraba: mi sueño fue un tanto inquieto.
Durante varios días volví ansioso a mi casa, ocupando entre
expectante y temeroso mi lugar de observación, repitiendo un ritual
cotidiano, uno de los tantos hábitos en los cuales siempre he buscado
afirmar mi existencia. Pero nada pasó durante un tiempo. Después de
varios días de frustración apenas permanecía ya en el balcón enrejado,
antes de arrellanarme frente a la televisión, donde transcurría la
mayor parte de mi vigilia, entretenido, abotagado, acompañado por
una bandeja de sándwiches y mi sempiterno vaso. Reitero que se
trata de una avenida muy poco transitada, ubicada en los límites del
suburbio. Algún bocinazo lejano, las herraduras de algún caballo que
pasa tironeando de un carro cargado con bolsas de indescriptible
contenido, lento, perezoso, aletargados bestia y amo tras su larga .y
penosa jornada. De repente unos gritos que rasgan la noche, otra
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vez las vivas, los petardos entreverados con algún silbatazo lejano.
El corazón atragantado en la garganta me precipito hacia el balcón
inundado por una extraña luminosidad. Y allí estaban formados los
dos equipos, prontos a iniciar el partido. Las hinchadas, un puñado
de personas, ubicadas a cada lado de la cancha, agitando banderas,
gritando, viviendo la natural expectativa que provoca siempre un
partido de fútbol. Esta vez no traté de entender ni de comprobar nada,
temía que volvieran a desaparecer. Arrimé mi viejo y confortable sillón
hasta el balcón y me dispuse a presenciar el espectáculo. El equipo
de casaquilla blanca enfrentaba ahora a uno que vestía de naranja.
Me pareció reconocer a alguno de los jugadores que había visto la
otra noche, sobre todo un morocho grandote que jugaba de cinco,
cuya estampa era inconfundible, por lo que entendí que se trataba
del mismo cuadro. Pero el rival era otro, así que supuse que el blanco
era el locatario, por lo que inmediatamente me predispuse a su favor.
Vi a los jugadores correr, patear vigorosamente la pelota y a veces a
algún rival, mientras uno o dos trataban de ponerla contra el suelo,
driblar y entregarla al pie de un compañero. Inmediatamente simpaticé
con un ílaquito desgarbado que parecía jugar “de diez” y que tenía
una habilidad innata para eludir los guadañazos de los contrincantes.
También había un punterito rápido que jugaba por derecha y que iba
siempre por afuera. Me hicieron acordar al Pepe Schiaffino y a Alcides
Ghiggia, a quienes yo nunca había visto jugar, pero de los cuales había
oído hablar bastante, y el morocho que jugaba de cinco obviamente
era una especie de “Negro Jefe”, un Obdulio Varela reencarnado y
barrial. Otro motivo más para simpatizar con los blancos. Corrieron,
lucharon, jugaron cuando pudieron y sobre la hora convirtieron el
gol de la victoria, para la alegría de su hinchada que invadió la cancha
para abrazar a los jugadores, lo cual promovió un pequeño conato con
algunos jugadores y parciales del equipo rival. Finalmente ganaron los
blancos 2 a 1, y festejaron ruidosamente en la mitad del campo. Una de
las últimas imágenes que guardo de aquella noche fue un nombre que
me pareció vislumbrar sobre el fondo blanco de una bandera agitada
154
por unas manos vigorosas: El Fantasma. Aquel cuadro se llamaba El
Fantasma, un nombre muy apropiado, dadas las circunstancias, y
acorde a sus colores, o mejor dicho a la carencia de ellos. Rápidamente
se retiran unos y otros después de algunos apretones de manos
apresurados y conciliadores, la luz mortecina que parece provenir de
unos postes precarios ubicados sobre las cuatro esquinas de la cancha
se apaga de golpe, y todo se desvanece en cuestión de pocos minutos,
de segundos quizás. La tranquilidad volvió al arrabal, yo desperté de un
estado mental indescriptible, una especie de somnolencia lúcida, y me
sentí extrañamente contento. Me pregunté a que se debía ese estado de
felicidad, y después de un rato me di cuenta el por qué: yo era hincha
del Fantasma, y sentía la misma, extraña e inexplicable felicidad que
cualquier aficionado luego de una victoria del club que por distintos
motivos, muchas veces irracionales, ha elegido para compartir alegrías
y desdichas. Era una sensación nueva, pero confortante. Me acosté y
me dormí enseguida. Esa noche soñé con los pases del flaquito, las
corridas del punterito y los trancazos del centrojás.
Los días siguientes fueron de tensa expectativa. Cada noche
esperé las señales de una nueva confrontación y repetí cada paso del
ritual como quien practica una invocación: el sillón, el vaso, la bandeja
de sándwiches. Ya casi no miraba televisión, como antes, sólo me
sentaba frente al pozo oscuro de la noche, y esperaba. Hasta dejé a
mano, dobladita, una sábana blanca que ya no usaba. Cuando el fútbol
volviera yo estaría allí para colocarla sobre el balcón de rejas y agitarla
alentando al Fantasma, cuya suerte compartía ahora fervorosamente.
Y el Fantasma volvía periódicamente, cada tanto tiempo se
encendían las luces y salían a la cancha los once defensores de la gallarda
camiseta blanca, y yo agitaba mi sábana y gritaba el nombre que
escuchaba corear a la distancia: Fan-tas-ma, Fan-tas-ma, y acompañaba
al coro que entonaba los estribillos de siempre:
“¡ A pesar de los años/ yo te sigo queriendo/ yo te sigo apoyando/
Fantasma queridoooo!”. Una que otra vez me pareció que algún
espectador, algún jugador, miraba con sorpresa en mi dirección, v
155
hasta me pareció advertir gestos de complicidad o desafío, según
el cuadro al que pertenecieran. Me confortó bastante esa especie de
reconocimiento de mi existencia. Yo estaba allí, ellos estaban del otro
lado, yo lo sabía y ellos también. Era suficiente para mí.
Descubrí que los partidos tenían cierta periodicidad: se repetían
casi siempre los viernes, cada dos semanas. Razoné que “mi cuadro”,
como cualquiera, jugaba una fecha de locatario y otra de visitante,
un partido cada catorce días. A veces tenía un premio especial, algún
partido entre semana, o se repetían dos viernes consecutivos, pero
no era común. Así que organicé mi vida para que un viernes cada
dos nada, absolutamente nada me distrajera. Ningún compromiso,
ninguna obligación, ni una llamada telefónica podían interrumpirme,
mi concentración debía ser total. Me iba al balcón con lo de siempre,
pero agregué un cuaderno y una birome, y allí iba anotando todo: los
resultados, los nombre de los jugadores que creía escuchar a través
del aliento de la hinchada: el Tito, Punto y Coma (que rengueaba
un poquito, un apodo ingenioso, aunque cruel), el Pepe, la Lora,
Pedreira (el único apellido que pude identificar, ¿o sería también un
sobrenombre?), el Dulce de Leche, el Abrelatas (supuse que tenía un
solo diente), y algunos más.
En cuanto a los rivales fui desentrañando algunos nombres de
clubes, fui descubriendo de a poco quienes conformaban aquella Liga
que surgía de las sombras para poblar la noche de gritos y colores. Los
fui anotando en mi cuaderno y allí se leía el Misterio, el San Borja,
el Expreso, Cooper, Soriano, Vanguardia, el Huracán Palermo, el
Yacumenza, el Lito, en fin, entremezclados aparecían equipos que
provenían de distintas ligas, ya desaparecidas: la Extra, Palermo,
Guruyú, y que yo recordaba vagamente de un pasado de pantalones
cortos, en el cual leía los resultados de los partidos de todas las
divisiones en la sección de deportes de El Diario los domingos a la
noche. Eran recuerdos que venían entreverados con el café con leche
y medialunas de la merienda y las trasmisiones de fútbol de Solé que yo
escuchaba junto a mi padre y mi hermano, además de mi madre, que no
156
prestaba ninguna atención pero permanecía mateando solidariamente
junto a nosotros bajo la claraboya de colores, en el amplio patio
embaldosado. Luego los partidos terminaban y yo corría al puesto de la
esquina a esperar que llegara la edición dominical de El Diario, donde
recuerdo que había un relato escrito de cada partido, minuto a minuto,
que yo ingenuamente suponía que eran la vida misma: “24’ Fernández
toma la pelota y se la da a Perdomo quien se saca un rival de encima
y remata violentamente de izquierda, pasando la pelota a centímetros
del travesano”... un relato oral, pero escrito, que a la distancia me hace
acordar aquel relato que desde el balcón del diario El Día realizaba un
periodista oficioso para una muchedumbre ansiosa: “Ataca Argentina...
¡gol uruguayo!”. Cualquier parecido con la realidad... depende de su
confianza en la prensa.
Pero volviendo al presente, a mi presente, el viernes era un
día diferente, de algún modo era mi día. Tanto me abstraía que me
olvidaba completamente del entorno. Un sábado de mañana, tras un
partido particularmente intenso de la víspera, que me había dejado
agotado pero satisfecho, ya que el Fantasma había levantado un
resultado que parecía imposible ante su clásico rival, el Misterio, bajé
todavía ojeroso y con algo de resaca a hacer mis compras semanales
en el auto servicio de la esquina. El baldío estaba como siempre,
callado y semi cubierto por la basura que cada tanto levantaba una pala
mecánica de la intendencia. Sonreí para mis adentros, sólo yo sabía la
vida que cobraba los viernes a la noche. En el “Mini-super-market” (!)
descubrí que tenía la voz rasposa, gastada por los excesos de la víspera,
pero era un detalle menor, sin importancia. Entre las estanterías me
crucé con la vecina del apartamento de abajo acompañada por sus dos
hijas pequeñas. Una escena que me hizo enternecer: dos caperucitas
corriendo de acá para allá y amontonando cosas innecesarias en el
carrito que empujaba su mamá, posesionadas por la fiebre y el éxtasis
de la compra compulsiva, cosas que la mamá cargaba alegremente en
un tarjeta que luego su pobre marido se volvería puto para poder pagar.
Les sonreí, enternecido como dije antes, y levanté los ojos para saludar
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a su mamá, algo que rara vez hacía. Entonces la vi abrazar a sus hijas
con gesto protector a la vez que las alejaba de mi proximidad y saludaba
medio para adentro, como con susto.
“¡Qué diablos!- pensé-, ¿se volvió loca esta mujer?, ¡pobres
niñas...!”. Me encogí de hombros, no era asunto mío, y seguí
acumulando yo también cosas en el carrito. Cuando llegué a la caja me
encontré con otro vecino, con el cual había cambiado algunas palabras
de vez en cuando.
Me sentí súbitamente inclinado a la camaradería y la política de
buena vecindad, quizás porque quería compartir el buen humor de la
noche anterior.
- ¿Qué tal vecino, lindo día, no?- en estos casos siempre trato de
ser de lo más convencional- ¿La familia bien? Un sábado como hoy, es
ideal para echar un paseíto a la rambla, ¿nocierto?
El tipo me dirigió una mirada como de sospecha
- Sí, sí, claro- me contestó, y se metió apurado en otra fila.
- ¿Pero que cuernos le pasa a la gente? ¡Una vez que trato de ser
amistoso! ¡Ma sí, mejor me meto en mis asuntos!- me dije, y silbando
bajito el himno de guerra del Fantasma me puse a esperar mi turno.
En la fila de al lado la mujer de las niñas y el vecino esquivo se
habían encontrado y aunque bajaron la voz para hablar entre ellos me
llegaron algunas palabras que intuí más que escuché:
- ... gritos, saltos... altas horas...- decía la mujer con su vocecita
aguda.
-... como una cabra... borracho... para internar...- me pareció que
musitaba el hombre con voz ronca, casi inaudible.
- ¿Pero qué diablos...?- y de repente capté el sentido de aquellos
mensajes gestuales que me trasmitían mis vecinos: estaban dudando de
mi salud mental. La noche anterior, y otras previas, yo había gritado,
saltado, agitado frenéticamente la sábana en el balcón y mis vecinos me
habían oído y sufrido estoicamente. ¡Claro, a un tipo que da muestras
de demencia, alcohólico crónico y quien sabe cuántas cosas más, no
se le anda pidiendo cuentas, quién sabe de qué es capaz! Más valía
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aguantarlo- aguantarme-, y tener un loco en el ediñcio, pintoresco pero
presumiblemente inofensivo, aunque hay que tener cuidado, ya se sabe,
con los locos... y mucho tema de conversación.
Cómo que de entrada me molestó, pero luego entendí su punto
de vista, y me prometí considerar un poco más a la gente común,
que vuelve a sus casas anestesiadas, sin más expectativa que ver algún
programa argentino, de esos que son puro chisme y conventillo.
Y bueno, ahora tenían otro tema para el chismorreo: el Loco del
Balcón, apodo que orgullosamente me adjudiqué. ¡Qué sabían ellos!
Me compuse un poco, y me dirigí a la caja, resuelto a no dar bola a
la gilada, pero consciente de que debía cuidar un poco más mi
imagen, si no quería terminar enchalecado. Por no dar lugar a más
comentarios abandoné en un estante la botella de güisqui que había
recogido, uno nacional añejado, de nivel similar a los escoceses baratos,
prometiéndome comprar otro a la salida del trabajo, lejos del barrio.
En su lugar coloqué un bidoncito de jugo de naranja, pasé por la caja
y con una expresión distante e indiferente a las miradas volví a mi
apartamento silbando un tango, bajito.
Al otro día en el trabajo estaba un poco ensimismado calculando
las posibilidades del Fantasma. Por los resultados y el crecimiento
de la euforia entre los hinchas presumí que las cosas iban muy bien.
En cuatro meses ganamos ocho partidos, empatamos tres y perdimos
sólo uno, una injusticia, al punterito lo tiraron cuatro veces contra el
alambrado y el juez nones, nada de comprometerse porque la hinchada
rival se veía que era brava y estaba muerto de miedo. Y eso que antes de
terminar el primer tiempo dejamos bien sentado quién era el locatario
y le llenamos la cara de dedos a más de cuatro para que se ubicaran un
poco y dejaran en paz a nuestro golerito, que le gritaban cualquier cosa
porque vieron que era un pibe y pensaban que se iba a apichonar. En
el entretiempo vi que una columna de los nuestros se dirigía a la vieja
casona que oficiaba de vestuario y le dieron su apoyo al juez gritando y
pateando un poco la puerta. Pero se ve que el tipo estaba amenazado,
o quizás le habían calentado un poco la mano, porque salió decidido
159
a perjudicarnos. De entrada no nos cobró un penal cuando revolearon
del pescuezo a nuestro centrodelantero en un córner, y después echó
a nuestro back izquierdo porque se creyó con derecho a hacerle lo
mismo a un morenito provocador que se la pasó todo el partido
tirando rabonas y taquitos y jopeadas, y eso en la cancha del Fantasma
no se puede hacer, no sabe con quién se metió la reputísima madre que
lo parió a él y al juez, que después se tuvo que ir escoltado por dos
botones. Claro que no le hubiera servido de nada si no fuera porque
el presidente de nuestro cuadro lo protegió de oficio como quien dice
para que no nos suspendieran la cancha, lo cual le agradecí mucho
porque quien sabe adonde habríamos tenido que ir a jugar y yo me
hubiera perdido los partidos de local.
- ¡Vos estás cada día más pajeado!- escuché que decía uno a
mi lado mientras me mostraba unos papeles, que al instante pasó a
refregarme por la nariz, porque supuestamente se me habían pasado
unos errores de facturación, y eso comprometía todo el trabajo de la
sección. ¡Cómo si yo tuviera la culpa de todo lo que pasaba en esa
oficina! Me defendí airado sin tener ni idea de que estaba hablando,
tomé los papeles y enérgicamente le dije que yo no me hacía cargo de
los errores de nadie, pero que lo iba a solucionar para que vieran mi
buena voluntad y cuánto me necesitaban. Tras un rápido repaso advertí
que era cierto, había un error, no había calculado con atención algunas
variantes y eso hubiera comprometido el resultado de una licitación en
la cual estaba involucrada la empresa. Rápidamente lo solucioné, no era
difícil, pero una lucecita roja se prendió en algún lugar de mi cerebro,
esas desatenciones podían hacerme perder el empleo del cual dependía,
entre otras cosas para seguir pagando el préstamo que había hecho para
comprar aquel apartamento de mala muerte en los arrabales.
Amoscado por el incidente volví a mi casa, pero no tuve tiempo
para preocuparme. Al poco rato llegó a mis oídos el coro que entonaba
las queridas palabras: “¡A pesar de los años... Fantasma queridooo!”
En ese momento tuve la intuición. Ese canto estaba muy repetido, muy
gastado, lo había escuchado en boca de muchas hinchadas, incluso del
160
exterior. El Fantasma se merecía algo mejor, un himno de verdad, ¡y yo
iba a escribirlo!
Yo me había comprado un largavista para ver mejor los encuentros,
uno barato porque mi economía no daba para mucho esos días, pero
que mejoraba bastante la visión del campo. Uno de mis objetivos era el
pizarrón que aparecía siempre amurado a la casona, y que seguramente
ofrecía los datos de los partidos. Y no me equivoqué. Esa noche decía,
en una letra tan irregular como voluntariosa:
HOY 21.30
EL FANTASMA- ORIENTAL
ESTAMOS A UN PASO DEL ASCENSO
CONCURRA A ALENTAR
¡Entonces mis previsiones eran ciertas, nuestro equipo peleaba
el campeonato! ¡Más que nunca se merecía ese himno que yo le iba a
escribir!
Del partido de esa noche diré que estuvo durísimo, pero nuestro
centrodelantero acertó un par de cabezazos y ganamos 2 a 0 al
Oriental, un cuadro muy aguerrido como correspondía a su camiseta
celeste, pero que debió doblar la cerviz como tantos otros ante la férrea
determinación de nuestros gladiadores.
Esa semana me dediqué a masticar palabras para crear aquel
poema que me había prometido. Estaba profundamente ensimismado,
casi no pensaba en otra cosa. Llevaba a todos lados unos papelitos en los
que iba anotando ideas, algún verso, alguna metáfora que iba tomando
forma de a poco- ¿metáforas se llamaban, no?, apenas me acuerdo de
mis lejanos días del liceo cuando nuestra profesora de literatura trataba
de hacernos entender la poesía, ¡si hubiera sabido que algún día iba a
necesitar esos conocimientos!-.
Empezaban a formarse en mi cabeza algunas imágenes que
rápidamente trasladaba al papel, donde quiera que me encontrara,
y que luego trataba de integrar en algo con forma de himno, ya en
161
la tranquilidad de mi casa. Recuerdo que en un momento estaba
examinando unas cajas con insumos que habíamos recibido del
exterior, y en pleno control me vino aquella figura poética a la mente,
y no pude soportar, temí olvidarla, así que tire la tablilla y comuniqué
a quién me oyera que tenía que ir urgente al baño, y salí corriendo
mientras iba manoteando los papeles y la birome que guardaba en un
bolsillo. Allí, sentado en el retrete escribí de un tirón la primera estrofa:
“El aire se calienta y agita
De golpe se rompe la calma
Atruenan la noche los gritos
¡Y brota de la nada El Fantasma!”
Me quedé contento, aunque estaba claro que los versos no eran
muy parejos - ¿métrica se llamaba eso, no?- pero no me acordaba de las
reglas y para empezar me pareció suficiente. Las demás estrofas fueron
creciendo solas:
“El baldío se ilumina
Estallan cohetes, salvas,
Clamor de roncas gargantas,
¡Ya está en la cancha El Fantasma!”
“Ya salta la pelota
Como una luna blanca,
Los corazones se estremecen,
¡Ya juega El Fantasma!”
“En el fondo oscuro de la noche
Once camisetas blancas
Corren, arremeten, dibujan,
¡Y llega el gol del Fantasma!”
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“Tiembla la hinchada contraria
Sus jugadores se espantan,
Nada puede detenernos,
¡Es la hora del Fantasma!”
Quedé muy satisfecho con estas estrofas. Quizás le faltaba
“gancho” popular, pero no se me ocurrió nada mejor. Les encontraba
cierto aliento épico, así que decidí compartirlas. Al día siguiente,
temprano, antes de ir a trabajar crucé al baldío, me llegué a la pared
de la vieja tapera derruida de lo que había sido alguna vez un vestuario,
y ahora era residencia de marginales, y ante la vista asombrada de un
viejo que trajinaba con un fueguito tratando de calentar una lata con
agua para el mate, escribí con un pincel y una lata de pintura blanca
las estrofas del poema sobre la pared lateral, la más erguida, que
miraba hacia la calle. Era viernes, es seguro que esa noche la iban a
ver los protagonistas del partido nocturno y los iba a enorgullecer el
homenaje, señal de reconocimiento y de resistencia al olvido.
Mi jornada de trabajo transcurrió plácidamente, un poco
distraído quizás, algo que no podía evitar últimamente. Pero cerca de
la hora de salida se precipitó un acontecimiento que temía, que veía
venir pero que iba tirando para adelante, haciendo la del avestruz.
- Lo llama el Gerente- me dijo fríamente mi supervisor-,
preséntese en su oficina antes de retirarse-.
Eso fueron sus palabras, suficientes para despertarme. “¡ Maldición,
justo hoy, espero que no me retenga mucho rato!” pensé mientras
arrojaba nerviosa y desordenadamente mis cosas en los cajones del
escritorio. Me dirigí a la Oficina del “Gerente- Manager” como rezaba
la puerta bilingüe, disponiéndome a afrontar una reprimenda. Pero la
cosa estaba peor de lo que yo suponía.
- Usted ha disminuido su rendimiento, el supervisor le ha
advertido varias veces sin obtener resultados positivos, ¿le ocurre algo
Gutiérrez, tiene algún problema personal o con la empresa, algún
reclamo?- me espetó el gerente sin más trámite y se quedó mirándome.
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Yo iba preparado para oír, no para hablar, así que empecé a balbucear,
tratando de improvisar algo: que no, que como podía decir eso, que
mi adhesión a la empresa estaba fuera de toda duda, que se acordara de
aquella vez qixe, y aquella otra, y si había tenido algún mal momento
se debía a problemas personales, usted sabe, acompañado por un gesto
vago que simbolizaba todas las desgracias del mundo. Pero nada de eso
conmovió en absoluto a mi interpelante.
• Mire Gutiérrez, a usted le pasa algo, seguro, pero lo que sea
está afectando su trabajo. Ya ha sido observado - el alcahuete ése
del supervisor, la puta que lo parió, ojalá se caiga por el agujero del
ascensor, pensaba yo mientras el gerente seguía con su discurso- pero
sin efecto alguno. Hasta se corre la voz de que, disculpe que me meta
en su vida, pero se dice que tiene problemas con el alcohol, en fin, le
recomiendo que vea un médico, un especialista, usted me entiende...
¿Un psiquiatra, y porque no lo dice directamente, se piensa que
estoy delirante este cretino hipócrita?
- Señor gerente, le aseguro que...
- No diga nada Gutiérrez. Hemos estudiado el asunto y llegamos
a la conclusión -¿por qué diablos habla en plural, no le da el cuero para
decirme lo que decidió sin escudarse en un “nosotros”?- de que no se
pueden permitir los malos ejemplos. Está suspendido por dos semanas,
si usted prefiere puede tomarlos de los días que le quedan de licencia.,
así no se le practican los descuentos correspondientes - yo mudo: ¿así
que me obligaban a tomarme la licencia anual?, los muy amarretes...-
Tómelos como lo que son, unas vacaciones adelantadas. Vaya, vea
un médico, recupérese, pero asegúrese de volver cuando esté bien, la
compañía no puede correr riesgos - esto último con expresión severa,
admonitoria, y luego, con un tono paternal-, entiéndanos, si una pieza
del engranaje falla, toda la maquinaria se descompone, pero queremos
su bien, créalo. Vaya, pase por secretaría para notificarse...
Y ya me iba palmeando la espalda y sacándome de su oficina que
se cerró ominosamente apenas tuve los pies afuera.
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La calle me recibió con una brisa fresca. Me subí el cuello de la
campera hasta arriba y con el rostro medio escondido me deslicé entre la
masa oscura de empleados que emprendían el regreso. Me preocupaba
mi futuro, un poco, no mucho. Iba pensando en qué actitud debía tomar
cuando volviera a trabajar. Debía preservar el puesto del cual dependía
mi supervivencia, eso era seguro, pero tampoco estaba dispuesto a
agachar la cabeza y comportarme como un cornudo, después de todo
yo le había brindado años de vida a la empresa, tenía derechos, podía
tener otras cosas en la cabeza. Sentí que mi irritación iba creciendo, y
casi sin ver me di contra una figura femenina que de golpe se me puso
adelante. Ya me aprestaba a lanzar un improperio cuando una voz y un
rostro conocido me detuvieron. Era Tina, la morocha que trabajaba en
expedición y atención al público, aunque algo cambiada. Su cabellera
negra había adquirido algunos mechones de un furioso tono rojo, muy
a la moda. Me miró de una manera triste que me sorprendió.
- Supe lo que pasó- me dijo-, que injusticia, con todo lo que vos le
diste a la empresa, los días feriados que te pasaste trabajando para sacar
materiales... si no estás bien, bueno, todos tenemos derecho a pasar por
momentos malos...
El plural “todos tenemos” terminó de sacarme de mi
ensimismamiento. Saqué cuentas: expresión triste, momentos malos
compartidos, que me dirigiera la palabra a mí, un funcionario de
segunda, ella que desde su ingreso había puesto a todos los jefes a
babearse, que me buscara -<me estaba esperando o me pareció a mí?-
eran indicios que me daban a entender que estaba pasando por las
consecuencias de algún fracaso amoroso- ¿qué otra cosa podía ser?-.
Me acordé del rumor que corría de que andaba con un ejecutivo, que
se la veía radiante y llena de expectativati Y de repente esa expresión de
sufrimiento, esa tristeza y desencantó reflejados en su deliciosa cara.
Era evidente: el desengaño, el fracaso... 1 ;Habría pensado que el tipo iba
a dejar a su esposa y sus hijos, y que iba a poner en riesgo su status,
sus alianzas familiares, su cuenta bancaria, su casa en Carrasco, su
auto lujoso y quien sabe cuantas cosas más! Pobre ilusa... la realidad
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la golpeó muy fuerte, así que decidió bajar durante un tiempo su nivel
de aspiraciones y conformarse con un plebeyo solitario y desgraciado
como ella hasta que se sintiera con fuerzas para intentar de nuevo la
escalada. Juro que todo eso pasó por mi cabeza en un instante, instante
en el que vi toda la película: Yo no podría pasar nunca de un papel
secundario, pero tenía mi momento y mi escena; era ésa, y había que
aprovecharla. ¡Cuántos desastres amorosos habían llevado a Tina,
con quien tantas veces había concebido fantasías, a ese lugar y a ese
momento en que por fin se dignó mirarme!
- Una injusticia, te juro, una injusticia. En fin... sí, todos tenemos
malos momentos. ¿Y vos como andás? Son ideas mías o te noto algo
decaída...
- Bueno, de eso mejor no hablar... ¿refrescó un poco, no? Me
vendría bien tomar algo fuerte, y por más de una razón... - dijo, y me
miró inquisitiva, casi con ternura, con una expresión que parecía decir,
bueno, ya te di el pie, ahora te toca, es tu turno.
Me subió un calor frío, si se puede decir algo así. Es que de golpe
recordé que esa era una noche muy especial, era viernes, no sólo había
partido, sino que era muy importante, decisivo. Me atacó una súbita
ronquera, balbuceé, intenté improvisar algo con sentido, y atiné
a decirle que tenía un familiar enfermo, que esa noche me tocaba
cuidarlo, que con mucho gusto la invitaría a tomar algo otra noche,
cuando ella quisiera.
Vi una expresión de infinito desencanto en su agraciado rostro,
seguida inmediatamente por una contracción de labios, un gesto
en el cual adiviné el desprecio, el resentimiento. Había tenido mi
oportunidad y la había dejado ir, quizás para siempre. Un segundo
después su guardia estaba otra vez en alto, el puente roto, insalvable.
- No, gracias- me contestó con frialdad, restablecida la distancia
infinita entre aquella mujer con la cual se ratoneaba toda la empresa y
el pobre mensú que era yo- Lo que quería decir es que necesito llegar
cuánto antes a mi casa.
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Dio media vuelta y se alejó. La miró irse, bamboleando aquellas
caderas soberbias, la cabellera negra y roja, espléndida, sacudiéndose
sobre los hombros, agitada, arrepentida seguramente de aquel
momento de debilidad.
¿Qué podía yo hacer ?, ¡que alguien me diga por favor que podía yo
hacer! £1 destino se ensañaba otra vez conmigo. Sacudiendo la cabeza
le di la espalda a aquella oportunidad que se alejaba irremediablemente
en sentido contrario, y remoloneando me dirigí a mi casa. Muchas
cosas se agolpaban en mi mente, las dudas, las frustraciones, los deseos
insatisfechos me atenazaban, haciendo mis pasos más pesados. Pero
cuando empecé a subir la escalera recobré ánimos y fuerzas, ya sentía el
viejo aliento, la emoción, la algarabía, una expectativa sin parámetros
posibles. Tomé la bandera, la botella: un coñac añejado que había
guardado especialmente para la ocasión, empujé el sillón hacia el
barandal y me dispuse a la lucha, expectante!
¡Esta noche juega El Fantasma... y nos va la vida!
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ÍNDICE
EL CABALLERO, LA DAMA Y EL ARCIPRESTE 9
LA PLAYA DE LA CALAVERA 97
LA LIGA 151
Abril 2010. Dtpótito Lagal N*. 352.727/10
www.tradlnco.com.uy
Mauro Barboza es director
de liceo, escritor, ajedrecista.
Es autor de Las Trampas del
Tiempo, cuentos, publicado
por esta misma editorial
en 2007 y varios ensayos,
sobre temas que van del
Quijote a la ciencia-ficción.
El libro antes mencionado
se destacaba por la variedad
de los temas y la fluidez de
los relatos, ocho en total.
En esta obra se mantienen estos rasgos. Es evidente el gusto
por contar, la amplia información y la soltura y agilidad del
lenguaje, que no es nunca recargado.
Consta de tres relatos, los dos primeros de cierta extensión,
próximos a la nouvelle.
El Caballero, la Dama y el Arcipreste está ubicado en la Edad
Media española, y de él ha dicho en el prólogo el crítico y
académico Juan Francisco Costa que “La evocación de ac/tiel/a
realidad de caballeros y rufianes, damas y meretrices, burgueses
ricos y criados menesterosos se realiza con jocunda vitalidad\
El segundo relato, La Playa de Ia Calavera, convoca en el tiempo
y el espacio dos crímenes ocurridos en las costas de Rocha, entre
Val izas y el Polonio. Uno muy antiguo, ubicado en una época de
aventureros y piratas, y el otro en nuestro tiempo, con implicancias
policíacas. “('// plano de la acción es réplica perfecta.del otro, en
el c¡ue también se verifica una realidad de codicia, de crimen y de
traición". A la distancia es posible advertir la sombra inspiradora de
Robert Louis Stevenson y Edgar Alian Poe, maestros del género.
El tercero, La Liga , es el más breve. Es un homenaje a los
futboleros de barrio, a través de un pequeño y gris antihéroe
moderno que recrea con nostalgia y fantasía la modesta épica de
clubes chicos ya desaparecidos, pero que perduran tercamente
en la memoria de muchos.